Aurora Venturini no está, ya se murió. Dicen que atendía así el teléfono cuando ubicaba poca decisión del otro lado, la más harta y la peor de todas ella. Me falta una coma ahí pero entenderán cuando vuelvan a encontrarse a Yuna Riglos que su lengua virósica además de bífida se queda enroscada en una y aprieta. No es apuro ni falta de talento, la catarata de esa prosa no tiene nada de azaroso, es una especie de derrumbe programado en el que todo se precipita con precisión y fuerza. Si no saben de Las Primas, de esa Yuna aún López que en medio de disculpas escupe una familia de freaks con ayuda del diccionario, están de suerte. La re edición de "Las Primas" y la primera edición de Las Amigas (Tusquets) es una fiesta y una invitación a encontrarse con uno de los personajes más inolvidables de la literatura argentina, la exitosísima pintora minusválida platense, en los dos extremos de su vida.

La Yuna de "Las Amigas" ya no necesita un diccionario, ha ganado las palabras de sus experiencias que deja caer en el relato como puñados de semillas, como si no importaran, nombres de autores, artistas, lugares y obras que contradicen la ignorancia confesada. 

La encontramos acá con poco más de 50 años al principio y casi 80 al final, atravesada por una línea tensa que le ofrece la seguridad de haber hallado en la pintura el sentido de su existencia. En la pintura y no en el amor como síntoma de las relaciones “de pareja” o familiares, en la pintura y en ninguna otra cosa. Se reconoce eximida de todo ese asunto del amor sin ningún arrepentimiento, y cuando una especie de nuevo vínculo asoma lo cercena a tiempo. Ella, dice, puede borrar. 

"Las Amigas" gira alrededor de un vínculo que es el espejo invertido de Yuna, el monstruo de ella misma (que se cree monstruo), su alter ego bizarro, o quizás quién sería si ella fuera otra, despojada de su singularidad. Contar a su amiga Matilde, medir la distancia que las separa y descubrir de qué está hecha esa distancia es una forma de contarse a ella misma. Podría decirse también que la novela vale por su capacidad de explorar vínculos poco representados en la literatura, como el de amigas viejas - viejas amigas al estilo cae la noche tropical, pero más jodidas.

Pero volvamos al amor que a Yuna parece no preocuparle, del que sin embargo tiene una idea muy específica. Desde la adolescencia, su entendimiento del amor se engarzó de manera extraña a vínculos rotos que se reproducían en y entre seres también rotos, fuente de deformidades de toda clase. La malicia mezclada con el deseo, metiendo la cola, robando inocencias y arruinando mujeres. Cuando dice tener ya mil años, se enorgullece de no haberse acostado nunca con nadie y haber pasado la vida trabajando entre famélicos fantasmas. El deseo es de los otros, y el amor le es indiferente. Tan ajeno que no puede reconocerlo en Fulvia y Flavia, las tortas amigas de su amiga Matilde. Cada vez que las encuentra - y es bastante, a lo largo de los años - se pregunta por qué les dirán pareja a dos personas que no se parecen en nada, una es baja, la otra alta, como si hubiese algo que se está perdiendo. Ni la chonguez aparente de Fulvia ni la insistencia de Matilde, ni las tortas caminando por la costanera agarradas de la mano la hacen comprender. Sin embargo, Yuna puede ver una cosa clara: entre estas dos mujeres existe algo hermoso. Entiende que se cuidan, que se llevan bien, les gustan las mismas películas, beben juntas, se preocupan por la otra y por sus amigas de a dos, enganchadas les va bien. Yuna no puede adjudicar a eso la palabra amor, que en su diccionario personal es algo espantoso. 

ENTRE ELLAS SE ENTIENDEN

No puede entender que cuando se casan es entre ellas, y les sigue preguntando por los novios aunque ellas le digan que ahora se puede. Igual, ella les pinta un cuadrito, o dos, por los que jamás van a pelearse, si entre ellas se entienden bárbaro.

Aurora hace algunas cosas geniales que no voy a adelantarles, pero tengo la idea de que se divierte. La pone a Yuna a descifrar a unas lesbianas, ella a la que todavía no le terminó de cerrar la heteronorma siquiera, nos deja pistas, se fatiga con los paréntesis, crea juegos de dobles, traza puentes consigo misma, invoca a Alejandra Pizarnik, la pega en la espalda de una chica de la villa, nos ofrece poemas y novelas exquisitas, nos recomienda lugares para ir a comer si andamos por París. No se dejen engañar, Yuna no es mala -aunque quizás sea chúcara- y su soledad no es un castigo, sino una elección que ahora resulta moderna pero que para muchas mujeres debió haber sido pesada. 

Esta novela recibe de buena gana lecturas feministas, como lo hace la figura de Aurora, una militante y escritora a la que llegamos cuando llegamos (nunca tarde), en contra de lo que hubieran esperado de ella, gracias a su propia insistencia y a lectura despierta de quienes ahora la prologan en la edición de Tusquets. Recibe de buena gana toda lectura, porque si Aurora Venturini ya no está, ya está muerta, entonces que viva por siempre Aurora Venturini.