En mi casa se desayunaba leyendo el diario religiosamente, desde que tengo uso de razón. Aun en épocas de crisis siempre estaba el diario sobre la mesa del comedor y al lado el té con leche o el mate cocido. Cuando las cosas iban mejor y las crisis no acechaban se compraban dos o hasta tres diarios distintos. Era interesante leerlos y comparar el tratamiento de las noticias desde una perspectiva y otra y sacar conclusiones propias. De chico solo leía los chistes de las contratapas. Con el tiempo, a esos chistes se les sumaron, en orden, los deportes, la sección cultural y finalmente el contenido general del diario. En algún momento también llegó esperar los domingos para leer qué habían recomendado en esta misma sección para la cual escribo ahora.
A los doce años conocí a Fernando Morales, amigo desde entonces con quien cursamos el último año de la primaria y cuatro años de la secundaria, hasta que repetí y cambié de colegio. En primer año del secundario el taller de teatro que en séptimo había sido opcional se volvió una materia curricular lo cual generó rechazos por doquier entre mis compañeros y compañeras que nada querían saber sobre una materia que implicase algún tipo de corrimiento de la cotidianidad o alguna exposición emocional, en esa edad tan particular donde la sociedad nos impone que hagamos todo lo contrario.
En la primera clase de teatro dentro de ese secundario al que le critico muchísimas cosas pero le agradezco otras tantas, la consigna era crear una escena para actuar, cosa que hicimos con Fernando. No la recuerdo demasiado bien (el tiempo y la memoria no son mis mayores aliados) pero iba sobre un extranjero que llegaba a Buenos Aires y quien lo iba a recibir al aeropuerto, sin demasiadas explicaciones lo llevaba directo a la cancha, probablemente la de Quilmes o la de Independiente, según quién se haya impuesto en la probable discusión. La escena funcionó muy bien, no así el taller que ante las quejas insistentes de nuestros compañeros mutó a algo así como tecnología dejando al teatro en un segundo o tercer plano.
Era esa época de transición entre la conectividad instantánea y esperar al otro día para comentar algo en el colegio. Allí nadie tenía internet, mucho menos celular. Lo de internet vino poco tiempo después. Si bien al principio no era nada habitual (eran muy pocos los que tenían banda ancha) empezamos a conectarnos después de las 22 para no interrumpir las posibles llamadas telefónicas del hogar y, sobretodo, porque el costo se reducía a la mitad pasada esa hora. No había mucho para hacer tampoco: abrir un mail, buscar fotos de bandas o equipos de fútbol y descargarlas.
A través del diario leí (¿o fue Fernando quien lo leyó?) una recomendación de una película uruguaya, Whisky, con muy buenas críticas y éxito de taquilla en el país vecino del cual también provenía la música que escuchábamos, aquella que empezaba, en ese entonces, a llegar a la Argentina. Éramos dos adolescentes a quienes les gustaba el teatro que leyeron sobre la película en el diario y esperaron al otro día para comentarlo y así ir a verla al Cine Arte de Avenida Rivadavia. Fuimos directo a la salida del colegio, a la hora de la siesta. Rápidamente miramos y nos dimos cuenta de lo lógico: éramos los más jóvenes de la sala, por lejos.
Por la película siento una admiración profunda además del cariño que me generan todos sus personajes, frágiles y vulnerables. Desde actuaciones nada exageradas, hasta un clima enrarecido, lleno de matices, y un humor que surge de la incomodidad constante, la película maneja los tiempos a la perfección. El argumento es simple: dos hermanos (Herman y Jacobo Koller) se reencuentran tiempo después del fallecimiento de su madre. Uno de ellos, Herman, vive hace tiempo en Brasil y es en su regreso a Montevideo donde se desarrolla la trama de la película. Ambos viven de fabricar medias aunque el contexto parece más favorable en Brasil que en Uruguay. Jacobo le pide a Marta, una empleada de su pequeña fábrica que, durante la estadía de su hermano en el país finja ser su esposa.
Lo interesante de la película es el cruce de marcos de referencia, que generan situaciones de lo más disparatadas en un mundo donde pareciera que solo se pueden vender medias, abrir y cerrar persianas, y esperar que el auto caliente para arrancar. Así es como en el medio de un precario karaoke en el Hotel Argentino de Piriápolis, ese mundo en el que estamos sumergidos se quiebra definitivamente. Herman rompe el silencio para hablar sobre la madre de ambos, ofrece dinero como justificación de su ausencia y se cruzan unas miradas a las que vale la pena prestarle atención. Todo allí, en ese hotel que parece haber quedado en el tiempo, mientras una niña canta una interminable “en bicho bicho yo me convertí, un cocodrilo soy”. Luego vendrá Leonardo Favio y “Hoy corté una flor”, y más y más miradas. Allí la transformación de Marta y el desenlace, que prefiero no develar por si alguien todavía no la vio. Salimos fascinados.
En casi veinte años de amistad con Fernando hubo lugar a todo tipo de eventos compartidos: ir a sacar entradas para decenas de recitales, un viaje al norte con Cami, Ine, Joaco, Rama y Fede o esperar a que salga algún disco para comprarlo y escucharlo por primera vez. Luego el tránsito por la Escuela Metropolitana de Arte Dramático y ocho obras estrenadas juntos además de formar Basamenta, nuestro grupo de teatro.
En definitiva nosotros también somos un poco como los personajes de Whisky, aparecemos y hablamos como y cuando podemos. A veces podemos ser un extranjero que lo llevan a la cancha, un niño que lee diarios, los que sí quieren actuar en el taller obligatorio de teatro del colegio o unos adolescentes en una sala de cine arte semivacía en Caballito. Somos bichos frente a las miradas de otros y eso no tiene nada de malo. Quizás quienes ahora estén leyendo estas últimas palabras también lo sean y todavía no se hayan dado cuenta. Les deseo que se crucen con su propia Whisky para confirmarlo.
Ignacio Torres es actor, autor y director, egresado de la Escuela Metropolitana de Arte Dramático y de la Diplomatura en Dramaturgia de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Sus textos han sido premiados y publicados por Argentores, Fundación SAGAI, Fondo Nacional de las Artes, Instituto Nacional del Teatro y Ediciones del CCC. Actualmente actúa en Voraz y Melancólico, de Toto Castiñeiras, y dirige Captura de aves silvestres, del Grupo Basamenta.