Cuando mis hijos eran chicos, había una película de Disney en la que un personaje advertía que “si el mundo fuera una pequeña burbuja... ¡el mundo podría ser destruido!”. Por suerte para todos los seres vivientes, el mundo no es una burbuja. La escuela tampoco lo es. Y, más allá de que por momentos somos tomados por una lengua que no es la nuestra para nombrar a la escuela, sabemos fehacientemente que nada de lo que acontece allí está por fuera del mundo. Que la ilusión de que lo que ocurre en la escuela solo sucede allí, y que estamos salvados de la carnadura de la historia, no es más que eso: una ilusión. Para bien y para mal, la escuela nunca es una isla.
Con intereses inconfesables, y desconociendo toda evidencia científica al respecto, hay un sector que vocifera la presencialidad. Se basa en la idea/ilusión de una escuela aséptica donde los temblores que ocurren en el resto de la sociedad no se sienten. Algunos lo hacen porque simplemente quieren que toda medida del gobierno fracase y punto. Otros, porque esa imagen de isla es una de las ideas rectoras del modelo ilustrado elitista sobre la escuela que se ha sostenido a lo largo del tiempo con pavorosa persistencia. Es un modo nuevo –y mortífero– de una vieja idea.
Freire pensaba que la lectura del mundo precede a la lectura de la palabra, y que entonces es imposible obviar el mundo –el mundo de la vida– en el encuentro de los consaberes. Desde todas las pedagogías emancipadoras hemos luchado siempre contra la concepción de la escuela cerrada sobre sí misma. Primero, porque es falsa: cuando se dice que eso ocurre, lo único que ocurre es que la escuela se transforma en un mecanismo de reproducción de los valores e ideas de los sectores dominantes, transformados en sentido común. Segundo, porque la escuela-en-el-mundo no solo multiplica la posibilidad de infinitos saberes en infinitas relaciones, sino que está regida por un principio ético fundamental: el de la interdependencia de todos los seres vivos, humanos y no humanos, en un horizonte de igualdad. Lo que además implica un compromiso con la no violencia.
Siempre hemos luchado para poner en valor el modo en que en las escuelas los aires que circulan del mundo de la vida sean los que tienen que ver con la lucha contra las opresiones. Para dar un ejemplo: hemos tratado de ver cómo allí podían hacerse lugar los saberes populares que no estaban contemplados en los diseños hegemónicos de los currículums de clase, patriarcales o incluso racistas. Y hemos visto cómo esos saberes, al entrar en cuestión y tensión, podían significar nuevos derechos y nuevos modos de caminar hacia horizontes emancipadores. También, por supuesto, fuimos críticos radicales de los valores autoritarios, denigratorios de los demás, incluso en ocasiones fascistas que circulan en la sociedad y, por lo tanto, también en la escuela. Pero de alguna manera, en este lado de la historia, desde el sur, siempre hemos puesto más énfasis en la capacidad transformadora que sobre la escuela ocurría –por ende, sobre toda la sociedad, cuando la escuela se pensaba como abierta, no aislada–. Una escuela marcada por los sudores y deseos, por los cuerpos, por las luchas y esperanzas de los pueblos. Por el barro del tiempo y el destiempo en movimiento.
La escuela nunca tiene la forma de una cápsula. Nos guste o no, la respiración de la sociedad está en ella cuando ella respira. Esta es una más de las razones por las cuales es imposible afirmar tan alocadamente que en la escuela no sucede la pandemia –en este momento hay evidencia científica y comparada a nivel global que da cuenta de que sí ocurre–. Por eso, alrededor de la escuela también entran en conflicto dos discursos que tensionan a los gobiernos: el de los anticuidados y el del cuidado.
Desde la lógica del cuidado es importante recalcar cómo es que las escuelas no se han cerrado. En la provincia de Buenos Aires, por citar un distrito –justamente donde Cambiemos, con María Eugenia Vidal, supo ser el primer gobierno de la historia que intentó cerrar escuelas porque no le daban los números–, las clases comenzaron por dos años consecutivos. Y cuando fue necesario, con criterios sanitarios de cuidado que se respetan en todo el mundo, fueron alternando entre lo presencial y lo virtual. Pero, además, los maestros y maestras las mantuvieron abiertas al ir a buscar a las chicas y chicos que no tenían conectividad, acercando materiales pedagógicos e incluso alimentos en una de las crisis más profundas del mundo contemporáneo.
Si las escuelas no son burbujas, tenemos que decidir qué es lo que entra a ellas: si entra el virus y un discurso salvaje sobre el otro, donde el futuro es solo meritocracia y mercancía; o si entra esa parte de la sociedad que deseamos mayoritaria, que piensa en el cuidado, la empatía, la solidaridad y la creatividad ante lo adverso. Cuando la educación es un acto de amor, y educamos para que otro mundo sea posible, un mundo más humano, donde el destino no sea la predación de los demás, la escuela no puede pensarse como una burbuja.