“Del francés bitable, por habitacle, dícese del armario próximo al timón del barco, donde se pone la brújula”, canta la siempre precisa María Moliner en su admirable Diccionario de Uso del Español, al definir “bitácora”. Palabra que -por uso y abuso- acabó siendo sinónimo de “cuaderno de bitácora”; y por extensión, de cualquier minutario viajero, independiente del medio de locomoción. Así pues, piloteando en las aguas convulsas de la era Covid-19, cinco probadas artistas se avinieron a apuntar instancias de sus periplos pandémicos en el lenguaje en el que suelen navegar: el audiovisual. El resultado es Bitácoras, ciclo de cortometrajes que proponen distintas miradas autorales sobre el año que cambió al mundo entero. De la partida, Albertina Carri, Julia Solomonoff, Laura Citarella, María Alché y Natalia Smirnoff, realizadoras que fueron convocadas por la productora Vanessa Ragone, de Haddock Films, para dar rienda suelta a su creatividad. Con mínimos recursos y en registros diferentes que van desde el ensayo experimental hasta el cine fantástico, los episodios están inevitablemente cruzados por ciertas obsesiones de época: la ecología que se va a pique, la virtualidad que avasalla, la inquietud frente a un futuro tan incierto, etcétera. Si bien puede verse desde el mes pasado en la plataforma gratuita Cont.ar, Bitácoras se emitirá por Canal Encuentro el sábado 1° de mayo a las 17.30, el domingo 2 a las 20.30, y a partir del 7, los viernes a las 21.30 hs. Tratando de ahondar en cada obra, Las12 entrevista las realizadoras.
El año que la Tierra no se detuvo
La naturaleza salvaje parece resbalar vertiginosamente en 2020. La delgada capa de la tierra, de Albertina Carri donde bandadas de aves despliegan sus coreografías secretas; corren vacas y quirquinchos; la luna se multiplica, deviene lúdica abstracción… Luminosa y cíclica, es fuerte la presencia de este astro, ¿una alusión al poder femenino que, según ciertas mitologías, representaría a la Diosa Madre? “Sí -confirma Carri-, y también a la posibilidad de reproducción y reencarnación, en contra del modelo bíblico, inclinándome hacia las teorías sobre Gaia. Siempre hay vida, incluso en la muerte del cuerpo, que estará lleno de golosos gusanos y ávidas raíces. Y siempre estará la luna rigiendo las mareas y modificando las sombras nocturnas”.
“Pensé el corto como algo poshumano. La presencia de los humanos a través del sonido y de la cámara, pero sin voz y sin cuerpo. ¿Cómo serían las rémoras de la humanidad? Sin dudas esa idea tiene algo poslyncheano”, devela la directora de los celebrados films Los rubios, Géminis, La rabia. Su afinidad con la naturaleza sin domesticar se evidencia en su manera de retratar flora y fauna, y viene de lejos, según cuenta: “Viví en el campo entre mis 4 y mis 10 años. Aprendí a leer a la luz de las velas porque, a 200 kilómetros de Buenos Aires, todavía no había tendido eléctrico en los 70s. A los 6, anduve por primera vez en caballo, y a los 8 me regalaron a La Pioja, poni con la que íbamos al monte más alejado, a una casita hecha con ramas caídas. A los 11 volví a la ciudad, pero durante muchos años pasé cada verano perdida en el silencio de la pampa, un paisaje al que siempre regreso cuando un problema me perturba”.
Mención aparte merece el minucioso trabajo con los estilizados sonidos de La delgada capa…: “Nos fuimos tres días con Mercedes Gaviría, la sonidista, a escuchar y registrar, buscando esos sonidos que para mí son tan cercanos, pero que para ella eran pura novedad. Luego trabajamos con sintetizadores, que son más afines a Mechi y más ajenos a mis conocimientos. Y con esa fusión de pasiones, construimos la respiración de la tierra que anhelábamos oír”.
Dimensión desconocida
En tiempos ya de por sí insólitos, redobla el extrañamiento María Alché con su corto Después del silencio, donde la actriz y directora se arrima a un género relativamente poco abordado por el cine nacional: el fantástico. “La premisa era hablar de la sensación de rareza e inquietud frente a la ‘nueva normalidad’, pero a través de un dispositivo de ficción”, señala la autora del sobresaliente largo Familia sumergida, que propone con su “bitácora” un universo donde los adultos brillan por su ausencia, y dos niñas pequeñas deben apañarse por sí solas. Sobre la génesis de trabajo, detalla Alché a Las12 que “en ese momento estaba viviendo en un edificio art decó de San Telmo frente al Parque Lezama. Mi hija Greta daba sus primeros pasos, y pasábamos mucho tiempo con mi sobrina Martina, que está cerca de nosotras, sin poder ir al jardín, con nostalgia por sus amistades. Dadas las limitaciones del contexto, el rodaje tenía que incluir mi dimensión cotidiana, entonces pensé: ¿qué sucedería si en este edificio viven niñes solos en pequeñas comunidades de departamento, si la gente grande se sustrajo, a lo sumo son cuidadores que vigilan a distancia?”.
“Me gusta la idea de estar incursionando -como alguien me señaló- en el género infantil de terror”, ofrece María, que también actúa en la cinta, interpretando un personaje que suma dosis de intranquilidad al relato. Si no es del todo humana, ¿acaso es una alienígena? “Hay algo de lo monstruoso que me atrapa”, confiesa, a la par que aclara que aunque la realidad alternativa que propone Después del silencio no se corresponde exactamente a nuestros días, “emocionalmente tiene cierto parecido, y eso me permite hablar de los miedos, de los malestares de la actualidad”.
Espera y desespera
En Diario rural, Laura Citarella (La mujer de los perros, Ostende) muestra a una familia citadina -la suya- en un aguardar que se estira, con el tedio y la ansiedad que la dilación acarrea. Antesala, por cierto, del evento campestre en el que se centra la obra: una cerda próxima a dar a luz. Dice Citarella que “la espera es una gran herramienta para hacer cine”, en tanto permite que surja lo inesperado, “y de pronto una imagen se transforma y modifica el resto. Creo que ahí es donde aparece la película, mientras una piensa con la cámara en mano”. “Habernos encontrado con esa chancha fue una confirmación de esta forma de trabajar”, destaca la autora de una obra que transcurre en los tres meses, tres semanas y tres días que tarda la chancha preñada en parir a sus cochinillos.
Al igual que en su largo anterior, Las poetas visitan a Juana Bignozzi (2019), Laura elije exponer el artificio del cine al exponer -voz en off mediante- la manera en que va componiendo las escenas, “un ejercicio que busca dar cuenta de cómo algo que empieza como un ensayo se convierte en relato de una espera”. Nunca estuvo entre sus planes, sin embargo, filmar el propio parto del animal: “No solo porque no es tan fácil engancharlas en esa situación (a veces se van a parir al medio del campo), sino porque no me resultaba atractiva la idea de ir detrás, como buscando un espectáculo”. Lo que sí queda registrada es cierta charla entre Julio, el gaucho, y Ezequiel, el marido de Laura, que pontifican que tal o cual chancha fueron “malas madres”. ¿Ni ellas se salvan del prejuicio social? “¡Ni ellas!”, corrobora Citarella, que aunque no sea muy fan “de comparar la estructura de maternidad animal con la de las mujeres, me llamó poderosamente la atención ese lenguaje tan frecuente de la calle trasladado al campo, o viceversa. Hay un plano, de hecho, donde el padrillo está durmiendo la siesta, y la que está laburando es la madre, dándole de mamar a ocho lechones a la vez...".
Génesis: la creación
“Cuando me mudé a Maschwitz hace 10 años, fue muy esclarecedor para mí entender que el orden de la naturaleza simplemente te conduce. Una naturaleza que no siempre es amorosa, que puede ser brutal, pero que tiene sus leyes clarísimas. Se necesita de oscuridad para que la semilla germine, para que siga sus etapas y se convierta en plantín. Y de esa organicidad también goza el proceso creativo cuando una lo deja fluir, en el sentido del taoísmo. El problema es que, en vez de dejarse ayudar por lo que lo rodea, el hombre quiere ponerse por encima, sentirse el centro absoluto de la escena”, advierte Natalia Smirnoff, directora de Los cuadernos de Maschwitz. Un cortometraje donde va trazando un sutil paralelismo entre los ciclos de la naturaleza y el acto creativo, y así, en el ínterin, le va quitando el velo a ciertos rituales cinematográficos.
En primera persona, Smirnoff abre las puertas de su intimidad en Los cuadernos…; un salto al vacío para quien acostumbra estar detrás de cámara. “Habiendo acumulado cierta experiencia con el correr de los años, creyendo además que el cine no es de unos pocos y que cualquiera puede crear, quería hacer mi pequeño aporte a una audiencia mayor, sumarle a la inspiración de alguien que quizás esté haciendo sus primeros pasos en cualquier forma de manifestación artística”, confiesa la autora de los largos La afinadora de árboles, El cerrajero y Rompecabezas.
Filmar en condiciones pandémicas, por cierto, resultó una grata sorpresa para Natalia, que entiende que, en ocasiones, “la estructura habitual del cine puede condicionar más que acomodar”. Trabajar con libertad, con pausas, sin distracciones, para ella resultó de una riqueza inconmensurable.
Marcar el mundo
“La pandemia en sí es una especie de película de terror que ya vimos, y a partir de muchos cortos del último año, he notado que el cine tiende a confirmar esa mala profecía. Si la distopía es la realidad, yo quería tomar otra vía; ni repetir lo que abunda, ni intentar una mirada conclusiva”, dice Julia Solomonoff, realizadora de Hermanas y El último verano de la boyita, al referirse a Hecho a mano, su contribución a Bitácoras. Una pieza que parte de una duda: si las circunstancias aceleraron el pasaje a la virtualidad, ¿qué sucederá con la escritura como acto físico, con la letra propia, con el garabato…? Es ese interrogante el que vuelca la directora en dos movimientos: un hoy cargado de nostalgia, en primera persona, a partir de relatos íntimos y mementos familiares; y un futuro aséptico, contado por una científica del futuro, donde imagina que el trazo analógico ha quedado obsoleto.
“No caigamos tan rápido en la comodidad del algoritmo”, pide Julia, que recuerda en Hecho a mano la riqueza de las grafías: cuánto revelan de las personas, cómo dan pistas de su personalidad, de sus emociones. También reivindica la tachadura como símbolo, “porque borrar el error es borrar pensamientos muy válidos. Solo en una cultura obsesionada por lo correcto y lo productivo, se pierde de vista que no se aprende únicamente por acierto. Y no solo en las artes, también en el campo científico. Si no dejamos rastro de nuestros intentos, perdemos humanidad, creatividad, emoción, pensamiento. Y el discurso deviene seriado, y las ideas, limitadísimas”.
“Hay algo muy potente en marcar el mundo con lápiz o con tinta, irremplazable, además de primitivo: una de las primeras cosas que hicieron los humanos en las cavernas fue dejar su trazo, su huella”, destaca la cineasta, que trabajando con material de archivo y clips que había grabado con su celular el pasado 2020, logra la difícil tarea de equilibrar humor y melancolía.