Aulló, cómo no, la ingobernable Frances McDormand al recibir el premio a Mejor película por Nomadland, en calidad de productora. “En honor a nuestro lobo”, dijo, recordando a Mike Wolf, técnico de sonido que se suicidó a los 35 el año pasado. Al rato volvería a subir al podio para recoger el figurín a Mejor actriz, que la convierte en parte del selecto club de intérpretes con tres Oscar. El primero, en el ’97, lo ganó por su inolvidable y muy embarazada policía en Fargo; el segundo, en 2018, por Tres anuncios para un crimen.
De todas formas, seamos francas: el asunto de los galardones ni le viene ni le va a McDormand. Que no le quita el sueño lo confirma su amiguísima Holly Hunter, antaño compañera de piso y de estudios (fueron juntas a la Escuela Dramática de Yale): “Fran cree que todo el asunto del éxito es algo equívoco, que no conviene celebrar demasiado los premios. Esa es su quintaesencia: desconfiar de los halagos”. Por supuesto que Frances asiste a las galas; muy guapa y elegante, por cierto, siempre a cara lavada. Pero no ve en los premios más que “sujetapuertas”.
“A lo largo de su carrera ha interpretado a varias mujeres fuertes de origen rural. ¿Qué es lo que le conecta tanto con ellas?”, quiso saber el diario La Vanguardia, y ella: “Yo vengo de la clase trabajadora. Mi familia vivió en áreas rurales o en pequeñas ciudades industriales. Es gente a la gente que conozco, son las mujeres que me criaron”. Claro que luego dio la nota irónica, humor que domina al dedillo: “Igual estoy estudiando idiomas, y también puedo hacer de muda en películas extranjeras”. De hecho, no se le caen los anillos al reconocer que se muere por filmar con Almodóvar: “Le he escrito muchas veces, arrodillándome ante él. Me encantaría que contemos una historia juntos”.
Nacida en 1957, en Illinois, como Cynthia Ann Smith, Frances fue adoptada por una pareja misionera que iba de pueblo en pueblo reactivando parroquias abandonadas. Mamá enfermera y papá ministro presbiteriano alentaron la vocación temprana de la chicuela, que quedó irremediablemente prendada a los 14, tras interpretar a Lady Macbeth en la escuela. Rol que, ¡a las diosas gracias!, volverá a encarnar en breve: su esposo Joel Coen, sin su hermano Ethan, trabaja en la adaptación del clásico shakesperiano a modo “thriller contrarreloj”, en blanco y negro. Sobre el gratificante personaje, una Frances muy contenta ha comentado que “es feroz, nunca pide disculpas y es tan ambiciosa que raya la locura”.
A los hermanos Coen los conoció cuando ella tenía 26 y ellos eran los chicos nuevos de Hollywood. Cautivados por esa rubia de belleza atípica, le dieron el papel de esposa adúltera y asesina de Simplemente sangre, film noir que los lanzaría al estrellato de culto. Durante el rodaje, Frances y Joel se enamoraron y fueron -siguen siendo- felices, adoptando al cabo de unos años a un gurrumín paraguayo, Pedro, hoy veinteañero, personal trainer y masajista titulado.
Por su deslumbrante talento, no por favoritismo, los hermanos la siguieron convocando: para Fargo, El hombre que nunca estuvo, Quémese después de leerse, entre otras cintas. En paralelo, Frances estuvo en Mississippi Burning (1987, de Alan Parker), en Agenda secreta (1989, de Ken Loach), en Darkman (1990, de Sam Raimi). Se lució en Vidas cruzadas (1993, de Robert Altman), pasó por la peli independiente Pallokaville (1996, de Alan Taylor), hizo un jugoso cameo en Lone Star (1997, de John Sayles). Laburó en Casi famosos (2000, Cameron Crowe), Monrise Kingdom (2012, Wes Anderson), y siguen las firmas. Siempre retornando al teatro, en el que ya descollaría en el ’88 como Stella en una puesta de Un tranvía llamado deseo.
Hace poco más de tres años, estaba McDormand en París dando funciones con la compañía teatral experimental Wooster Group, de la que forma parte hace lustros. Un grupo al que adora “porque demanda rigor y disciplina”. “Somos mujeres posmenopáusicas”, bromeó sobre la troupe, “y lo que ganás después de la menopausia es el poder de la invisibilidad. Aunque, ojito, también te da otro poder: que te importe todo un comino”.
Frances está muy orgullosa de sus arrugas, las llama “su mapa de carretera”, y se alegra de estar libre de cirugías. No solo evita los retoques como la peste: “Joel en más de una ocasión me ha tenido que frenar para que no le diga a nuestras amistades, que han pasado por el bisturí, cuanto me aterra y me enfurece lo que se han hecho”. Tampoco se le ocurre taparse las canas, salvo que el trabajo lo requiera. Antidiva por naturaleza, no se rompe el coco eligiendo pilcha (aunque le gusta mucho, siempre que sea funcional, cómoda): “Soy medio vaga y eso me lleva a un look minimalista, independientemente de las modas. Me muevo con estilo despojado por aquello de la ley del menor esfuerzo”.
En aquella visita a París, McDormand dio una
entrevista al New York Times, y paseando con el periodista, le contó que tiene
una respuesta preparada para negarle a la gente un autógrafo o una selfie: “No.
Me jubilé de esa parte del negocio. Ahora simplemente actúo”, les dice. Pero no
los despacha; al contrario: “Les pregunto cómo se llaman, los miro a los ojos,
los tomo del brazo. No soy actriz porque quiero que me saquen fotos: soy actriz
porque anhelo un intercambio genuino”. Por azar, justo se le cruzó una
francesita que, al grito de “¡Fargo, Fargo!”, la reconoció. Frances le negó
la selfie, pero charlaron como descosidas. Terminaron a los abrazos, como si se
conocieran de toda la vida.