Lo que hay en juego en la lucha docente es mucho más que una defensa del salario, las condiciones de trabajo y los derechos laborales. El régimen de acumulación del actual capitalismo financiero al que solemos dar el nombre de neoliberalismo embiste contra la docencia como práctica social, sobre todo, porque hay en ella algo irreductible a ese régimen.
La destrucción de la educación pública requiere en primer lugar una operación de agravio sistemático hacia el trabajo docente: el recurso a las neurociencias como sustitución de la sabiduría pedagógica atesorada en las aulas, la incentivación de autodidaxias individualistas que solo requieren de recursos tecnológicos al alcance de cualquiera, la represión policial de maestros, buscan imponer la idea de que los docentes son superfluos y, a largo plazo, el proyecto de un mundo sin docentes.
La docencia (está en su etimología misma) encierra la pregunta por el lugar del don en la vida humana; por la existencia de lo sin precio o, si quisiéramos emplear un término más familiar a las ciencias sociales, de lo que no es mercancía ni es pasible de ser convertido a un equivalente general como lo es el dinero y por ello mismo conserva algo, una dimensión, que se resiste a ser capturada en la ecuación costo/beneficio.
Una vieja enseñanza de Marx advierte que el modo de producción capitalista establece un mundo en el que nada –ni los seres humanos ni el trabajo, ni las cosas– puede ser sustraído a la condición de mercancía (palabra que comparte la raíz etimológica con mercenario, con meretriz, con mérito). Esa enseñanza del realismo marxiano permite precaverse de ilusiones y mantenerse a distancia de cualquier concesión idealista sobre la condición de los seres y las cosas en el capitalismo, donde –leemos en el libro I de El Capital– “todo se convierte en dinero. Todo se puede comprar y vender… Y de esta alquimia no escapan ni los huesos de los santos ni otras cosas sacrosantas exentas del comercio humano mucho menos toscas. Como en el dinero desaparecen todas las diferencias cualitativas de las mercancías, este radical nivelador borra, a su vez, todas las diferencias”.
En cierto sentido, las luchas contra la “mercantilización del conocimiento” que llevamos adelante revisten cierta ingenuidad. El trabajo mediante el cual los docentes producimos y reproducimos nuestras condiciones de existencia, el conocimiento, las ideas y otras cosas “sacrosantas” son de hecho mercancías, resulta imposible que no lo sean en cuanto el sistema bajo el que vivimos y morimos es el capitalismo. Pero solo es así en un cierto sentido.
En efecto, la pregunta por lo sin precio y “lo inconvertible” (lo que siendo mercancía en un aspecto resiste su apropiación por el mercado bajo otro aspecto) orienta a interrogar la educación como lugar de invención y resistencia. Invención de conocimiento “inconvertible” o –según una expresión del propio Marx– “improductivo”, es decir inútil a los requerimientos de la producción capitalista; y resistencia no solo a la apropiación de la educación pública por empresas y agencias de negocios, también a la conversión del sistema educativo en una organización empresarial cuyo núcleo ideológico designa la palabra “emprendedorismo”.
Las instituciones públicas (la escuela, la universidad, el Conicet) no son exteriores al capitalismo. Los docentes e investigadores mantienen su existencia material gracias a la remuneración que obtienen en ellas. Por eso se agremian, hacen huelgas, disputan la ley, defienden el salario, expresan intereses. Sin embargo, en el ejercicio público de la docencia y la producción de conocimiento hay una excedencia por relación a la estricta mercancía; algo irreductible al solo propósito de producir renta y recabar beneficio como sea, que es la ley de hierro en la producción capitalista.
En suma: hay algo en la educación pública que resiste su conversión al puro negocio y a la explotación económica que recorre el universo de las mercancías y de los vínculos. Eso sin precio sustraído al imperio de la mercancía es del orden de la gratuidad. La gratuidad provoca una interrupción económica, pero también cultural y social en los circuitos voraces del capitalismo. La educación pública no es solo un “gasto” intolerable para el emprendizaje capitalista que no deja nada sin convertir a sí mismo, es también promesa de un conjunto de relaciones sociales reticentes a la explotación, a la apropiación del trabajo y del producto del trabajo de otros, al reino de la mercancía y a la dominación ideológica.
La mayor amenaza a la que se halla hoy expuesta la educación pública es un progresismo reaccionario y tecnocrático que acusa de conservador a todo lo que busca sustraerse a su nudo imperio. Entendemos aquí por progresismo reaccionario una lógica de colonización del tiempo, los objetos y los cuerpos conforme la cual nada nuevo podría surgir, solo la indefinida reproducción del capital. Es la ideología que sustentan el “discurso competente” y el léxico de la “excelencia”; la retórica meritocrática que liquida memorias, clausura el anhelo de igualdad y bloquea la imaginación crítica. Reaccionario es el progreso concebido como perpetuación acumulativa de lo mismo, desarrollo de lo existente inmune al riesgo y a las implicancias emancipatorias de un saber instituyente que pudiera hacer un hueco en lo que hay o producir un desvío hacia otra parte.
Pensada como bien común –como bienes comunes son el agua, la tierra o la lengua–, la educación es un ámbito de hospitalidad que inquiere por la gratuidad y lo sin precio. Lo común no es identidad sino diferencia. No es algo que está dado, ni un elemento anterior y preestablecido. Lo común es una conquista social; nunca una transparencia autoevidente sino el resultado de un trabajo del pensamiento. Una dimensión de comunidad, en efecto, existe en el centro mismo de la educación pública: una comunidad de diferentes, una comunidad de los comunes o –para remitir a un concepto que en la filosofía reciente tuvo un trayecto muy fecundo–, una “comunidad de los sin comunidad”. No una comunidad a la que inexorablemente se pertenece (por proveniencia de clase, religión, suelo, raza o tradición), sino una comunidad que se construye, que se produce, en la que se entra.
Obstáculo para la distopía de un mundo sin docentes por el que brega la angurria neoliberal, la educación pública encierra la promesa laica de una comunidad de iguales. Y la lucha docente por el salario, una paradójica y acaso involuntaria protección de la gratuidad que aún alojan ciertos vínculos, a la vez que una gratitud de parte de todos quienes alguna vez, siendo niños o después, nos hemos beneficiado de ellos.
* Docente de la Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba.