Cuando estaba embarazada de mi hijo, su padre me soltó una frase que quedó rebotando en mi cabeza: “mirá que yo no voy a estar a las 3 de la mañana”. En el momento no fui capaz de dimensionarla pero pesqué algo de la gravedad, de la amenaza. El ejercicio de la crianza se me aparecía en la cabeza como un juego, un vestir y bañar bebés siempre rozagantes que se ríen cuando sueñan y posan para la foto. En ese entonces, el padre se fue y yo me convertí en lo que se llama “madre soltera”. Entré a la sala de partos con una amiga y estuve rodeada de cuidados pero estaba lejos, todavía, de entender el verdadero estado de las cosas cuando la decisión es criar y ser el sostén económico de un hogar con niñes.

¿Por qué es tan difícil? Por muchas razones: a las incontables características negativas del capitalismo (vivimos amontanadxs pero aisladxs, trabajamos a destajo para pagar lo básico y muchísimas veces ni eso, comemos mal, dormimos peor), se suma la pérdida del sentido colectivo del arte de criar y las exigencias –siempre enloquecedoras- para cumplir con el rol y las expectativas sociales de lo que se espera de una madre. Ahora también se suma la pandemia y sus efectos enormes. Pero el secreto mejor guardado del patriarcado reside en esa “gracia” a la que se le dice “multitasking” o como alguna vez le escuché decir a alguien: “las mujeres pueden tener muchas ventanas abiertas al mismo tiempo”: la acrobacia que requiere cuidar y pagar los gastos, enseñar a vivir a alguien y vivir simultáneamente sin dársela en la pera todos los días es excesiva, por no decir, imposible.

Es mucho más que cansancio, es una nueva dimensión de sueño, estrés, dolor y miedo en el mismo cuerpo: una madre que además de cuidar tiene que solventar su vivienda, el alimento de sus hijes, la limpieza de todo su espacio y del cuerpo de su descendencia no es una persona cansada, es directamente la definición del agotamiento, el hartazgo infinito, el sopor absoluto, y no se culpa a lxs hijxs; se observa un sistema que consiente permanentemente todo lo que atropella y vulnera a una persona a cargo de un hogar con esa política cotidiana de no escucharla, de asumir los roles maternos como extensiones del deseo (no lo son) y con la ausencia total de planeamiento para que sus trayectorias de vida no queden reducidas a cero cuando salen al mundo después de ¿seis? ¿diez? ¿Veinte años? de dedicación constante.

Qué gracioso cuando dicen “ay qué difícil es trabajar con los pibes en la casa”. Es básicamente lo que hago hace años. Tener un ojo en la pantalla y otro en el cuerpo de mi hijo, en veinte listas de cosas que incluyen comprar, pagar, cocinar, limpiar y pensar, y con el privilegio absoluto de poder trabajar de esa manera y no teniendo que salir de mi casa a costa de recargar el cuerpo de otra mujer, muy probablemente también madre, que tiene que salir de su casa y así una mamushka infinita para adentro de nuestras propias vidas.

Muchas veces (me pasó a mí y a muchas amigas), las mujeres consentimos recargar nuestros propios hombros a costa del binomio “mujer independiente” y “madre dedicada” (por no sumar el “conejita de Playboy” al combo). Hay algo, un mensaje cifrado en el aire, que parece decirnos “ahora además de cuidar a les niñes tienen que pagar la mitad de la cuenta” y en esa cornisa estamos, caminando con el eco de Mrs América en el tímpano, nuestros propios cuerpos en alerta (venimos de militar el aborto legal con toda la furia del deseo pero también de buscar un lugar donde nuestro placer sea prioritario) y la esperanza puesta en otros modos de organización, otras formas de cuidado que alcancen las biografías de lxs que vienen, lxs que están creciendo con estos modelos de personas quemadas, divididas en sus tareas públicas y sus quilombos privados.

Mi trauma con las 3 de la mañana no fue solamente el llanto desconsolado de mi bebé por un cólico o los pezones agrietados, fue muchísimo más concreto, por eso la frase fue tan quirúrgica: a las 3 de la mañana yo tenía que estar lo suficientemente bien como para atender a ese pequeño cuerpo, sobrevivir con algo de hidalguía y conservar la única neurona que quedaba viva en el embate para pensar en mi trabajo al día siguiente. Y claro, no hacerme la víctima porque yo había querido este rol tan sagrado, tan santificado y precioso, tan irreversiblemente bello que el eco de la queja no tiene lugar. Bendito sea el patio del jardín donde con muecas desesperadas nos dijimos todo con las otras, compañeras de adaptación circunstanciales, sin las cuales me hubiera pensado tan sola en este mundo.