Fue una mañana fresca la del 30 de abril de 2011 en Salta. Y la noticia de la muerte de Ernesto Sábato llegaba como viento del Sur. Ese mismo día Rául Aráoz Anzoátegui accedió a recibirme en su casa; “Y no quiero decir que era su amigo, porque ahora es un Dios del pasado, un personaje”, dijo el poeta salteño, como sospechando que pronto él entraría a esa legión del pasado.

La memoria sobre su amistad con Sábato fue la última entrevista que concedió Aráoz Anzoátegui, quien moriría en octubre del mismo 2011. A diez años, recuerdo fragmentos de aquella conversación, en la que hacia el final, el poeta de 88 años me pidió que le leyera textos del jujeño Néstor Groppa, entre otros. Así estuvimos un buen rato, entre textos de poetas del grupo La Carpa y de Sábato. Él recostado en el espaldar de la cama, me indicaba con inusitada precisión dónde estaban ubicados los libros, en un estante a la vuelta de la habitación.

La amistad entre Sábato y Aráoz Anzoátegui

Sábato visitó por primera vez Salta en 1955, acompañado por el escritor tucumano Guillermo Orce Remis. Hizo varios amigos, entre los que menciona la familia Leguizamón, pero sobre todo trabó relación con el poeta salteño Raúl Aráoz Anzoátegui, con quien cultivó una intensa amistad. La memorable casa de Limache tuvo un especial significado para el autor de El Túnel. Allí vivió y compartió con su amigo salteño momentos tensos de la historia nacional; y encontró sosiego junto a su familia cuando el destino golpeó sus ánimos, tras la muerte de su hijo.

La tarde sigue fría en el “mes más cruel” de 2011, cuando entré a la habitación de la memoriosa casa de Limache, Aráoz Anzoátegui me espera con unas fotos: escenas cálidas de Ernesto (así lo llamaba el poeta) y él, rodeados de amigos en esa misma casa, en otro tiempo, pero en la misma vida.

“Él me aceptaba como su amigo, porque era mayor y yo solo puedo estar agradecido de esa amistad; ahora no quiero salir a decir que era mi amigo, porque ahora es un personaje que como todo personaje pasa al Cielo de los Prohombres”, dijo Aráoz Azoátegui y me mandó a buscar un libro en la parte superior de la biblioteca. Primero me pidió que leyera casi dos páginas, entonces recordó: “allí fue cuando lo conocí”.

Salta y los dos rostros del peronismo

Efectivamente, Sábato llegó a Salta en 1955, en la etapa más candente del peronismo. Y es en la casa de Aráoz Anzoátegui donde siguió a través de la radio los acontecimientos de la caída de Perón. No es el poeta salteño quien lo ha contado, sino ese libro que guardaba con exactitud en la parte superior de su biblioteca, el número 237 de la revista Sur (noviembre y diciembre de 1955).

Allí Sábato, en una crónica que titula “Aquella patria de nuestra infancia”, deja un emotivo testimonio del nacimiento de una amistad acuñada en Salta: “Una vez más me pregunté si seguíamos formando una patria, si era cierto que estos millones de hijos extranjeros que vivían en Buenos Aires tenían algo en común con aquellos gauchos de grandes bombachas de Salta, con sus silenciosos indios de las dolorosas vidalas, con sus blancos llamados Güemes, o Leguizamón, o Aráoz”…

“Sigue, sigue, para recordar”, me decía Araóz Anzoátegui con aquella voz grave, redonda. Y yo, que había ido a hacer una entrevista empezaba a disfrutar aquel papel de lector y con las palabras de Sábato en mi boca la casa de Limache se abría a aquella noche de 1955: “Y en silenciosa noche de Salta, en medio de rumores contradictorios, hombres como yo, venidos de Buenos aires, recibimos de hombres de Salta la orden de estar atentos a su llamado. Y entonces sentí que sí, que realmente éramos una sola patria, todos nosotros, a pesar de los miles de kilómetros que nos separan, a pesar de nuestros acentos, de nuestras bromas, de nuestras enemistades y resentimientos fraternos. Y sentí que Raúl Aráoz Anzoátegui era un hermano de tierra y de sangre, mi hermano de patria”.

Fue allí, en la casa de Limache, en ese mismo relato, donde Sábato vivió emocionado la caída del “canalla”, donde escuchó la “remota voz de Puerto Belgrano” dictándole el ultimátum a Perón.

“Allí fue cuando lo conocí, entonces éramos todos antiperonistas, pero Ernesto se da cuenta que de todo nuestro antiperonismo nos encontramos después una patria más militarista y con más injusticia social”. Recordaba el poeta salteño que también en esa misma casa, en la que un tiempo antes había deseado la caída de Perón, fue donde Sábato, el indagador del destino, descubre “el otro rostro del peronismo”.

Sábato ya había renunciado a la dirección de la revista Mundo Argentino, a raíz de su denuncia sobre las torturas a militantes obreros; pero fue allí -recuerda el poeta- mientras comían un asado, cuando vio los rostros tristes de las cerrillanas que servían, y supo que esa tristeza era por la caída del peronismo.

Entonces se decide a escribir su ensayo “El otro rostro del peronismo”, en donde sin desconocer su aversión por el general Perón, reivindica la figura de Evita y la fe de la clase obrera; aquella fe convertida en tristeza que vio reflejada en los rostros de las cerrillanas en la casa de su amigo y poeta salteño.

Sábato y el Milagro salteño

Desde su primera visita, a Sábato lo había conmovido la gran fe que los salteños depositaban en el Señor del Milagro. “No era un hombre de fe -aclaraba Aráoz Anzoátegui- pero lo conmovía la fe del pueblo, la creencia de los hombres lo conmovía mucho”.

El agnosticismo de Sábato no lo privó de cierto acercamiento a la fe; ya sea a través de su profunda fe humana, o de la angustia que fue de cierto modo el motor impulsor de su literatura y su posición frente al mundo. No es extraño asociar el Fausto de Goethe y el empeño en el conocimiento de la fuerza humana de Ernesto Sábato; aquel joven científico argentino que ansiaba vivir mucho, y que hacia el declive de su vida confiesa en su libro de memorias Antes del fin, el sufrimiento por una vida más allá de sus seres queridos; no pudo o no quiso decir, tal vez por una fe tácita, las palabras de Fausto: “detente, fugaz instante, eres tan bello”.

Esa irrecuperable pérdida lo acercó a la fe del Milagro salteño después de la muerte de su hijo Jorge Federico, ocurrida en un accidente automovilístico en 1995. “Vino a que se hiciera el milagro por Jorge –confesó en aquella entrevista Aráoz Anzoátegui-, él no era un hombre de fe, pero creía que la fe de una muchedumbre podía mover montañas, y él pensaba que una montaña se podría mover”. El Milagro salteño fue un cimiento que alivió la angustia de sobrevivir a sus seres queridos; una extraña fe de un hombre agnóstico que conmovió al mundo con esa singular mezcla de angustia y entereza, de escepticismo y de fe.

Otro gran salteño, Eduardo Falú, desentraña en una remota conversación este rasgo: “pero yo conozco a un Sábato que conserva la fe, la esperanza, las fuerzas ocultas muy poderosas en él… Creo que sin mencionar la palabra Dios, y a pesar de ser un hombre de ciencia, cree en los misterios del universo”…

Eduardo Falú y Ernesto Sábato

Fue precisamente su hijo Jorge, quien le recomendó al folklorista salteño Eduardo Falú, para musicalizar la historia del general Lavalle, que el escritor cuenta como un relato paralelo a lo largo de la novela Sobre Héroes y Tumbas. Así surgió la obra épico lírica El romance de la muerte de Juan Lavalle, que editó el sello Philips en un “longplay” en 1964, apenas tres años después de publicada la novela, con arreglo coral de Francisco Javier Ocampo y con la voz de Mercedes Sosa en la vidalita “Guarda mi llanto”.

“Yo había sentido una honda emoción al leer en la novela Sobre héroes y tumbas el relato sobre la retirada y muerte del general Lavalle. No podía, pues, sino acoger con entusiasmo el proyecto de realizar con Sábato una obra poético musical, que retomaba una enorme tradición de la raza”. Apunta Falú en las palabras de presentación del disco. La elaboración de esta obra estuvo signada por la admiración que ambos artistas sentían mutuamente y que se mantuvo a través de los años manifiesta en una íntima amistad.

En Salta, El romance de la muerte de Juan Lavalle subió a escena el 11 de abril de 1997, en el desaparecido Teatro de la Ciudad, como parte de la programación del XXI Abril Cultural, con la actuación de Sábato y Falú, acompañados por la solista Perla Aguirre y la agrupación Coral Santa Cruz.

Salta en la novela Sobre Héroes y Tumbas

Al llegar a Salta, y viendo que no puede recibir ayuda de la provincia, el general Lavalle decide su última patriada: escoltar la retirada del pueblo hacia Jujuy. En ese peregrinaje va acompañado por Damasita Boedo, aquella muchacha salteña que lo venera hasta su último momento. También es salteña Trinidad Arias, madre del coronel Bonifacio Acevedo, “mujer hermosa de rasgos aindiados” y ascendiente matriarcal de Alejandra, protagonista de Sobre héroes y tumbas. El mismo padre de Alejandra, Fernando, le recuerda a Martín, el otro protagonista de la novela, “a un muchacho Cornejo, de Salta”. Se vislumbra en las descripciones de estos personajes, una fuerza en la fisonomía que le otorga una belleza misteriosa (entendiendo el misterio dentro del universo de Sábato) y cierta dureza de carácter.

Esta fue la Salta de Ernesto Sábato, ligada a la historia del país, a sus hombres creadores y a la fe. Un pequeño, pero entrañable punto en el mapa para un hombre de un recorrido enorme.

Mítico por su obra y porque eligió vivirlas con conciencia crítica, la muerte de Ernesto Sábato actualiza una larga reflexión que por épocas toma diferentes máscaras, pero que se mantiene vigente casi como un sentimiento nacional, como si para ser argentino fuera una obligación la duda, y tener que formular esa pregunta: ¿qué es “ser argentino”? En su vida y obra, sigue vigente sin dudas parte de las claves de esa interrogante, testimonio de la historia espiritual y política de la Argentina.