Imposible, con un único trazo, dar una imagen confiable del escritor y del hombre que fue Ernesto Sabato. Y no por lo que tuvo de polémico: porque era contradictorio. Polémicas fueron, sí, algunas de sus obras, a mi juicio las mejores. Informe sobre ciegos, pongamos por caso, que le otorga su real gravitación a Sobre héroes y tumbas, la novela a la que pertenece. Vasta digresión despiadada y, a la vez, deslumbrante; inaceptable desde un principio moral y, sin embargo, seductora como es seductor un precipicio; cruel y a la vez desopilante. En ese texto Sabato puso en juego, sin retaceos, lo que tenía de excepcional. Como lo hizo, sin atender a posibles cuestionamientos, en sus libros de no ficción Uno y el universo y Hombres y engranajes, piezas únicas de la literatura argentina; y también en varios fragmentos de otros libros suyos y en muchas de sus opiniones. En este punto quiero hacer una aclaración. Sabato no fue un artista de la escritura, al modo en que pudieron serlo Borges o Cortázar o Marechal; tampoco fue un narrador notable. La novela El túnel –confieso que me deslumbró en la adolescencia--, fuera de algunos fragmentos memorables difícilmente resista la lectura actual. Sobre héroes y tumbas, con excepción de Informe sobre ciegos, es una novela que de algún modo ha envejecido; y Abaddon, el exterminador, decididamente es una mala novela. Cuando Sabato deslumbra, no lo hace por lo espléndido o sugestivo de su prosa ni por la belleza formal de sus ficciones; deslumbra por sus ideas, por la precisión brillante con que las expresa, y también por la audacia con que, en lo mejor de sus ficciones, se sumerge en la locura y en el instinto de maldad, y habla desde ese lugar incómodo. Se arriesga, como se arriesgó más de una vez, al pronunciarse contra el poder. Pero no siempre lo ha hecho.
Muchas veces actuó y se expresó como si le resultara intolerable ser cuestionado y solo deseara que lo honrasen, aun a costa de sacrificar él lo que esencialmente lo constituía: su inteligencia impiadosa, su mirada irritante pero reveladora. Cualquiera que lo objetara se convertía en su enemigo, lo que hizo que muchas veces prefiriera los halagos incondicionales –tan cercanos a la obsecuencia—a las críticas. Tenía un inigualable sentido del humor pero ante el público lo ocultaba detrás de la imagen de hombre sufriente. No digo que no fuera sincero cuando decía que le dolía el país y, más adelante, que le dolía el planeta, pero una no podía dejar de pensar: demasiado dolor, ¿no? La proclividad a ser halagado lo llevó, al menos en dos oportunidades, a “recibir atenciones” de dos dictaduras militares. Claro que su honestidad y su profundo sentido de la justicia hicieron que, al tiempo, se pronunciara en contra de esas adhesiones, y lo hiciera con contundencia. Ese hombre contradictorio era Ernesto Sabato.
Lo conocí cuando yo tenía diecisiete años; había ido con los directores de El grillo de papel –Abelardo Castillo y Arnoldo Liberman—y sus novias a una fiesta en su casa. Sabato tenía cincuenta años, no había publicado Sobre héroes y tumbas –todavía no se debía sentir encumbrado por los otros—y estaba en su esplendor. Me acuerdo que yo lo escuchaba hablar y pensé que estaba ante el hombre más inteligente que había conocido en mi vida. Muchas veces, después, fui a su casa con la gente de la revista; debo decir que con pocas personas me reí tanto. Solo que, al parecer, le resultaba inconveniente ese humor punzante y la reemplazó por la imagen lastimera. El otro día, con motivo de los diez años de su muerte, pasaron por televisión un video suyo. Juro que me dispuse a escucharlo para conmoverme con el recuerdo pero terminé enojándome como me enojé tantas veces con Sabato en vida. En ese video, para explicar por qué había abandonado la física, le atribuía a la ciencia un poder destructor que, de paso, lo enaltecía a él, sin aclarar que lo destructor no era la ciencia sino el uso brutal que había hecho y sigue haciendo de ella el capitalismo más feroz, y cualquier poder inescrupuloso.
Para compensar, quiero contar una anécdota de mis dieciocho años. Era de noche, no sé de dónde vendríamos. Caminábamos por la calle, Sabato, Matilde, la gente de la revista. En algún momento Sabato y yo estábamos separados del grupo y él me preguntó sobre mi relación con la física y la literatura. No sé cómo vinimos a parar al Segundo Principio de la Termodinámica, que a mí me había dado vuelta la cabeza (todavía me la da vuelta). Ahí me contó que en ese Principio había trabajado él en Francia, en el Insitituto Curie. Poco después me regaló su trabajo sobre el Segundo Principio, dedicado. Guardo esa charla nocturna con lo mejor de sus libros, con lo más jugado de sus acciones, con su desopilante relato del método Olendorff para aprender alemán. Con todo esto construyo el Sabato que estimo, el que sigo admirando.