Podría recordar el cuerpo de Pía cuando ella afirmaba sobre su cabeza un rodete que era una cita capilar de Rosa Luxemburgo o de Emma Goldman, y formaba parte de la coalición del Ojo Mocho y ya piaba la pregunta por el feminismo, antes de transformarse en la intelectual de pensamiento más hospitalario de aquel grupo en sus marcas activistas que siempre desbordaron las ingenierías de la clase, la nación, el relato de los vencidos por sobre los vencedores. O cuando, micrófono en mano, hablaba en asamblea con una voz que carecía del tono castrense que pervivió aún en nuestros mejores revolucionarios y de la dulzaina psi propia de nuestra clase media porteña: firme y campechana –luego la vi templarse en la plaza, enronquecer en busca de la palabra común, nunca prescriptiva. Pero yo la recuerdo de entrecasa y en postura de sirsasana: no es trivial que en la dedicatoria de su último libro, Quipu, nudos para una narración feminista (Estructura Mental de las estrellas, colección Plan de operaciones) el único nombre que figure es el de su profesora de yoga “porque este libro le debe tanto a la práctica como a su sonriente tenacidad”.
Para Luce Irigaray, la respiración es una metáfora entre lo que va y vuelve entre el alma, el yo –o cualquier otra unidad con que se nombre el propio cuerpo– y el mundo; el soplo que sale hacia el otro y que vuelve a sí transformado por el aliento del afuera: aspirar y expirar es el primer gesto del recién nacido, su primera autonomía. El yoga enseña a retener una reserva de aliento que tal vez sea traducible en estilo, eso que María Pía López busca en su palabra que quiere hecha de retazos, basura artística de función reinventada como la que enciende nuestra imaginación cada mañana en los volquetes de Balvanera, entre su casa y la mía.
La palabra quipú encierra una querella antigua y anterior a la crónica colonial y el teatro misionero de evangelización donde la sangre se cuenta en tinta: narra, contabiliza, reserva, establece un entre nosotros mucho antes de que Freud afirmara que lo único que las mujeres habían aportado a la civilización había sido el tejido luego de anunciar una caprichosa relación entre esta práctica y los pelos del pubis destinados a tapar la castración.
La crítica feminista descubrió que en la Historia, a menudo las mujeres utilizaban el tejido o el bordado para narrar cuando el escribir les era negado. El bricolage, metáfora que Pía utiliza para proponer una forma de teorizar, conocer y accionar político, reivindica la figura del amateur no como el que ignora los saberes del experto y del especialista sino el que les agrega la improvisación como arte express y que, en lugar de obedecer al mandato del consumo, crea con materiales de ninguna prosapia, un objeto de utilidad feliz que discute a Hanna Arendt el arte considerado secundón del animal laborans.
Pía sabe que hablar de” feminismos” es una forma correcta pero evasiva, en cambio el subtítulo de Quipu, “nudos para una narración feminista”, es admitir un sujeto político impuro a riesgo de normalización, opresión y reproducción de nuevas exclusiones. Quipu discute las propuestas de la razón punitiva o las insurgencias teen agers que niegan la historia como si la edad biológica garantizara el pensamiento radical y en línea garantizada hacia a un futuro emancipatorio, como problemas con que vivir, según la valiosa consigna de Donna Haraway. María Pía López, autora de una novela llamada No tengo tiempo, teje en su quipu una historia política del tiempo. Primero el personal, cuando en su infancia las vacaciones al mar se posponían y eran la suerte de los otros. Luego hace el elogio del horario laboral acortado por las luchas obreras, del tiempo merecido de las vacaciones pagas, del ocio peronista que diseñó para el lujo y no para la necesidad, chalecitos californianos y palacios de escalera de mármol y piletas públicas verde esmeralda como las de La Salada en Ezeiza, de donde se partía para alcanzar los mares lejanos
Pero en el feminismo de Pía se sabe que el tiempo de condena hacina, tortura y humilla sin abrir al femicida a su comprensión de la violencia como esa trama patriarcal que Rita Segato teoriza en los conceptos “mandato de violación” y el femicidio como ritual expresivo desprivatizado en mafias paraestatales.
Nelly Richard recomendaba que en feminismo había que hablar varias lenguas. Es que la lengua materna ya no es una, no hay monoligüismo posible, estalla en idiolectos que van de la escritura en papel a la retórica oral de la plaza, de la voz pública que finge atenerse a la lengua-nación mientras le inocula sus gíglicos espontáneos a la voz que chismea –y hay en el chisme información que se pasa y teje cuidados aunque lo haga en lengua de víbora-, de la que comunica un slogan político de síntesis ejemplar –ni una menos– o la que teje palabras entre. Para Pía, el conventillear es la red de cuidados en acción que mueve sus hilos hacia la red política, pero no en plan rentabilidad militante, sino con atención puesta a que el peso de los legados no nos cierre a la invención del acontecimiento y donde el rostro propio y el de al lado, el grito de nuestras miradas en busca de reconocimiento, la conversa sobre lo común , en el diario estar juntes, deshaga los automatismos fachos para establecer una pedagogía mutua del roce.
Pía sugiere leer a las precursoras no en la momificación del homenaje o en el ancestralismo como pureza de origen o trama folclórica, por eso lee en Flora Tristán no la precursora en clave femenina de los marxismos con una paja en el ojo del género, la abuelita rara capitalizada en la sangre insurrecta de Paul Gauguin, ese bancario que se fue a las islas, sino a la cronista de los barrios obreros del Londres del siglo XlX en cuya miseria Engels solo leyó la extranjería como barbarie.
Una escritura del goce no es de por sí política pero hay escrituras que constituyen políticas de los placeres mientras amordazan la lengua convencional de la denuncia –su credibilidad sostenida en una deliberada pobreza, su deber fáctico, su solemnidad– para hacerla estallar en mil flores retóricas como la de Pedro Lemebel en sus crónicas. Y la de Pía que va enhebrando aún en su lengua pública y en el arco de las alianzas que exige desterrar los goces solitarios en guiños de elite y ritmos a tontas y a locas, unas mostacillas léxicas que ya circulan sin autoría en los corrillos conversados: “barriletear”, “recienllegadismo”, “plebeyón”. Y las usa en este manual de todo lo que importa en los feminismos como tarea común y alegría a sostener, contra las militancias tristes, genealogía sin patrones y genio “plebeyón”.
Cada nudo de Quipu es al mismo tiempo una invención teórica, una metáfora gozosa y un nombre para una bibliografía libertaria latinoamericana.
El saltimbanqui (palabra talismán de Pía) es la irrupción en una serie –el equilibrio de la ecuyère sobre el caballo al galope , el número de las cachetadass y los baldes de agua entre payasos, las hazañas del látigo en la jaula de los leones, el baile de los monitos vestidos y en dos patas–, lo que parece interrupción espontánea, desvío de atención, fuera de programa. Su destreza es el cultivo saltarín en el desafío de la imposibilidad anatómica, el que muestra todo lo que puede un cuerpo, el que recobra una y otra vez su estabilidad para volver a desarmarla en una revolución permanente. Es que en los nudos para una narración feminista del quipu, la revolución no tiene pasado ni fracaso porque no se limita a la toma de poder como recuerda Pía; no levanta muros ni los derriba –sostienen sólo los de sus pintadas insurrectas–, por eso no soluciona, no liquida disputas –liquidar siempre se suele hacer con la firma de alguna desigualdad–, vive con sus tramas en conflicto, sospechando en la estabilidad , la burocracia despótica, y sin dejar de educar al estado y sus instituciones, retiene su fuerza de darlo vuelta todo, saltimbanqui.