Las prácticas desarrolladas a través de la historia configuran discursos y saberes sobre nosotros mismos y los otros, creando identidades hegemónicas y no hegemónicas que juegan su valor como capital social, a la hora de interrelacionarnos en un lugar determinado.

Cuando nos preguntamos por la identidad colectiva, en singular, pareciéramos referirnos a lo hegemónico. Una sentencia común afirma: “Catamarca es conservadora”. Y esto, tal vez encierre determinadas características.

En la historia Argentina, se ubica al conservadurismo en el período comprendido entre 1880 y 1916. En lo político, de ideología liberal devenida conservadora y, para cierta historiografía, oligárquica. Su característica principal fue el control de las elecciones a través de las cúpulas de poder, el clientelismo y el fraude electoral, según Natalio Botana. Desde lo económico, se impuso el modelo agro-exportador periférico al imperio británico. Pequeños grupos de estancieros se repartieron las tierras fértiles argentinas y los capitales anglosajones tomaron el control mayoritario de ferrocarriles, frigoríficos y bancos. La corriente cultural de esa generación, se adhirió de manera fanática a las corrientes culturales europeas; creyeron en el progreso indefinido, en el liberalismo extremo. Eran evolucionistas.

El conservadurismo social, entre otros rasgos distintivos, se sostiene en la rígida invocación de valores morales y éticos de la tradición dominante, en nuestro caso occidental europea y en la defensa formal de la religión oficial. También en la imposición del patriarcado. Es adultocéntrico , rechaza los derechos progresivos del niño. Homofóbico. Niega los derechos de la mujer frente a su esposo y cualquier tipo de feminismo. Se opone al aborto, a la eutanasia, a la legalización del casamiento entre personas del mismo sexo. Promueve la vida afectiva y sexual desarrollada dentro del matrimonio, especialmente la de las mujeres.

“Catamarca es conservadora” como categorización, registra determinados comportamientos que diferencian al ser catamarqueño del extraño, etiquetando o clasificando a quienes se relacionan de una u otra manera. Surgen, entonces, personas que se sienten identificadas y otras que no, lo que tiene seguramente consecuencias en las relaciones interpersonales y en su propia autoestima.

Dentro de este tipo de configuraciones totalizadoras de la identidad colectiva, en singular, habrá un resto que quede por afuera, indudablemente. Las otras identidades. Esta distinción identitaria, por un lado, acerca a quienes son parecidos, los resalta, y por otro, aleja de los diferentes.

El resto que queda por afuera, lo que nominamos al principio como lo no hegemónico del poder hacer, tener, ser, vivir con tranquilidad, etc., se irá visualizando en la medida que tome mayor relación de fuerzas frente a lo hegemónico. Posiblemente, pueda tener una voz, generar un discurso, difundirse. Transmitir saberes. Por ejemplo, economías populares, ambientalismos, identidades plurales, feminismos, nuevas configuraciones familiares…

Lo que digo hasta aquí es que, no somos indiferentes al conservadurismo, ni mucho menos cuando no nos sentimos incluidos dentro de esa sentencia catamarqueña con valor hegemónico. Nos impulsa a razonar el hecho de que no podemos dejar de atender que hay otros con necesidades que deben ser contempladas. Habría que localizar un elemento o un significante común que nos identifique. ¿Qué es lo valioso para ser conservado por todos? No construimos lazo social con lo que nos es totalmente extraño. Resulta difícil generar altruismo con mosquitos, muñecos de plástico o con seres desconocidos. Necesitamos tener algo en común.

La posibilidad de articular una demanda frente a los malestares de la época, la necesidad de resolver nuestros asuntos en conjunto, no puede estar signada por categorías demasiado excluyentes. Más allá del sentido descriptivo, se puede leer en los discursos de este tipo: “Catamarca es conservadora”, el peligro de sostener una táctica que cristaliza la identidad y obtura el paso de otro tipo de deseos. 

No se trata, por tanto, de simples y repetidos decires ,sino de percepciones convencidas de la realidad -en este caso “del ser catamarqueño”- que se van grabando en nuestra mente y se alejan cada vez más de las posibilidades de explicar, dudar, reflexionar, investigar. Estas sentencias generales se imponen como centralizadoras de prácticas, discursos y saberes sobre nosotros mismos y el otro. Una mirada dura y enérgica frente a lo que se haga o deje de hacer. Un tapón social.

En suma, en la búsqueda de derechos y oportunidades para el colectivo, se podrían pensar, construir, modos de articular demandas de buen vivir, desde discursos más oportunos. Tener presente que nuestras palabras sostienen y son parte de un entramado de poder. De una microfísica de las relaciones humanas. O sea, que somos actores sociales y que nuestros discursos tienen incidencia. Las palabras no las dice el viento. Ni las lleva.

*Psicólogo