A los 16 años, luego de un intento de suicidio me llevaron a verla. Fui con un importante malhumor porque esperaba un nuevo sermón. Ahora más de izquierda, menos severo, tal vez un poco más humano, pero sermón al fin. Alcira me preguntó si María Elisa, la tía con la que vivía en ese entonces, se portaba bien. Esa fue su entrada triunfal, me puso de su lado y me hizo su cómplice. Me reí. Siempre me preguntaban si yo me portaba bien, dando por sentado que no lo hacía. Ella dejó claro que el problema no era mi conducta. El asunto era cómo se portaban los adultos que me rodeaban. Algo que yo tenía claro y que repetía de diversas formas, pero que nadie era capaz de escuchar en aquel entonces, cuando las rémoras de la dictadura no eran aún memoria ni distancia, sino vida cotidiana, palabras soeces y castigo habilitado.
Ese mismo año mi familia de sangre me echó de todas sus casas y a mí me quedaba un año de secundario. Estaba por irme a vivir a una pensión, fantasía que había construido con las historias que circulaban sobre la juventud y la rebeldía de mi padre, pero Alcira me dijo que vaya a vivir a su casa hasta al menos terminar el colegio. Así, mi adolescencia empezó a ser menos traumática y nos quedábamos charlando, fumando y tomando café durante horas. Aprendí que Roberto era un pensador brillante y Ana María una mujer bravísima. Que Roberto nunca hubiese soportado irse del país y dejar en banda a las personas que dependían de él. Que mamá estaba más asustada pero que nunca hubiera podido dejarlo a él a gamba.
Que la militancia armada fue una consecuencia de 18 años de proscripción. Que era un aire de época y que sus ejemplos eran el Che y la revolución cubana. Que no se aguantaba más tanta política cipaya y tanto hambre para el pueblo. Que a mis dos años ella me hacía bailar al ritmo de “yo no soy leninista, yo no soy leninista y que le voy a hacer“, y que a mi padre se le desviaba el ojo de la bronca que le daba. Que hicieron un viaje a Chile para ver la experiencia de Allende y que mi madre se la pasó con vértigo y con asma. Que Perón no los había traicionado y ahí era cuando peleábamos y me contaba alguna historia sobre los chinos y cómo se organizaban, para que saliéramos del embrollo del peronismo. Siempre trayendo quilombos.
Alcira tenía dos hijos dos años menores que yo. De un día para el otro yo tuve dos hermanos más chicos, unos adolescentes peleones que cada tanto hablaban en mejicano y se amaban entre ellos con locura. Vivimos los cuatro juntos durante tres años. Cuando terminé el secundario me dijo que no me fuera, también habló con uno de mis tíos y le aclaró que ella estaría a cargo de mi manutención pero que él se ocupe de comprarnos una casa a cada una de nosotras. A mis dos hermanas que ya eran grandes, y a mí que estaba empezando a despuntar autonomía. Hasta aquel momento mi abuela y ese tío nos habían mantenido a las tres a través de mensualidades que entregaban a quienes fuera que estuvieran a cargo de nosotras. Así fuimos pasando de casa en casa, según las necesidades económicas de cada familia. Y aquí venía esta mujer de voz ronca y humor ácido a dar un batacazo en nuestro destino. No todo se trata de guita, éstas chicas necesitan amor y un lugar dónde estar.
Alcira reconstruyó la confianza, el lazo primordial para no querer morir.
Después de esos años, seguimos tomando café por horas, cada vez que a mí la vida se me hacía aciaga o la confusión del presente me arrasaba. Me encantaban nuestras charlas largas y nuestras escandalosas presentaciones frente a los otros cuando la llamaba mi mamá putativa, siempre repitiendo en sorna puta-tiva un par de veces. Un chiste nuestro que solo nos hacía reír a ella y a mí. Ella me decía Soberbi y yo le decía Argu, la mula. Entre la terquedad y la soberbia construimos un fuerte de amor y bromas pesadas. Le encantaba decir que si seguía haciendo películas porno ella iba a tener que ir con pasamontañas a los estrenos. Pero me prestaba plata para producirlas. Todo lo que llegaba de Alcira era un estímulo de vida, un apoyo a los sin-razones para seguir. Anoche mismo, cuando el duelo final estaba suspendido por esas pocas horas que habían vaticinado hasta la despedida, se despertó del sueño de la morfina y gritó ¡Viva Perón! creyendo que estaba del otro lado. Me regaló la última carcajada.
Me enseñó a querer a esos jóvenes militantes que habían sido mis padres y me enseñó a darle una vuelta de humor a la impotencia y a la injusticia. Supongo que en estos días surgirán muchos escritos sobre su militancia y su incorruptible ética. Sobre su pensamiento crítico, su lucidez y su brillante oratoria. Pero para mí, hoy es importante contar esta pequeña anécdota sobre su paso en esta tierra. Porque esa dimensión humana es una de las potencias vitales que hacen de la muerte un imposible. Es una obviedad decir que ella vivirá en su hijo, mi hermano Juan Pablo, en mis hermanas Andrea y Paula, en sus nietos Brunito, Furito, Joaquín y Mateo, en mí y en todas las personas que la amamos.
Pero lo que hace imposible su muerte es esa vida de ejemplar compromiso afectivo con los muertos y con los vivos. Con los que se fueron temprano y con los que nos quedamos acá, aún sin convicción. Porque la vida es sagrada si vale la pena vivirla y ella nos deja ese legado. Hagamos que la vida sea algo vivible para la mayor cantidad de personas posibles. Hoy mi hijo me abrazó llorando y me dijo que él también la va extrañar mucho. Yo no sé si la voy a extrañar, todavía no es eso, es más bien unas ganas de correr hasta su casa y que me haga un café batido y me explique algo de lo que me está pasando. No puedo creer que eso no sea posible, pero te juro, Argu, que voy a honrar tu legado.
*Cineasta, hija de Roberto Carri y Ana María Caruso, secuestrados y desaparecidos en 1977. Alcira Argumedo actuó junto a Analía Couceyro en su película Los Rubios.