Sobre mi escritorio, enganchada a un sujetafotos de alambre, hay una postal. La traje de una muestra de arte, hace unos años. Debería escribir que la imagen de esa tarjeta me “recuerda” a mi madre, pero esa forma verbal sería errónea, porque la mujer de la foto no es mi madre, y el escenario no es real. Sería mejor usar “evoca”. Pero la realidad es que esa postal que muestra a una mujer sonriente, andando en bicicleta por una calle que pasa delante de un panteón, me recuerda a mi madre. La escena es falsa, pero algo en mí dice que no importa.

Tomo el sujetador, saco los cuatro o cinco papelitos con anotaciones que puse allí para no perderlos y la acerco.

Claro que existen fotos con la verdadera imagen de ella. Están a varios kilómetros, en lo que queda de la casa donde fui una niña, guardadas en una caja marrón, junto a sus “escritos” (así les decía a esos textos que firmaba con su apellido de soltera).

A decir verdad, la única imagen de ella que tengo a mano me desagrada: mi mamá salió bien, aún no estaba enferma ni depresiva, pero yo tengo esa cara que detesto: de nena boba, llorona, amante de los discursos de fin de año de las maestras de primaria.

Si alguien me preguntara por qué elegí esta postal, no sabría muy bien qué decirle. ¿Será por la belleza de la mujer? Sí, un poco. Mi madre era una mujer hermosa. ¿Será por la alegría de su cara? También, quizás. Creo que mi madre fue, alguna vez, alguien alegre, pero es algo que solo se nota en sus fotos más antiguas, esas que, como a la chica de esta postal, la muestran en blanco y negro.

De todos modos, según lo que le escuché decir, en aquellas épocas tuvo un par de momentos difíciles. Habló de cierta melancolía que la invadía cada atardecer, del mal carácter de mi abuela Adela, de una breve internación en un hospital psiquiátrico que marcó su adolescencia. A mis once años, la imaginaba en una bata blanca, observando con extrañeza a esa interna que necesitaba tocar tres veces el picaporte de su puerta antes de irse a dormir.

También me dijo que el matrimonio había sido algo más relacionado con la huida de su madre que con el amor. A mí no me hacía falta la anécdota. Las peleas semanales entre ella y mi padre eran señal suficiente. –No es el hombre con el que yo me casé- decía. Algo de razón llevaba: en las fotos previas al casamiento, él no usaba barba, tenía una cabellera abundante y estudiaba Arquitectura. Quiero creer que las bofetadas también fueron algo del después, pero no llegué a preguntárselo.

¿Será la expresión? La mujer de la postal sonríe, pero lo hace dando la espalda, montada en una bicicleta. Parece invitarme a seguirla, con picardía, sabiendo que no podré alcanzarla. Puede ser.

El tema es que yo sé perfectamente que las fotos reales son capaces de mentir. Ellos, mis padres, parecían felices en aquellas en que se los ve conmigo en brazos. En la plaza, en la puerta de la casa de mis abuelos, en ese cumpleaños con torta y chocolate caseros donde también tengo cara de boba llorona. Pero tanto mi madre como mi abuela me contaron la verdad, que fue como agregarle al dorso de cada fotografía una nota a lápiz, como hacen quienes quieren recordar fecha y lugar. Solo que, en este caso, tendrían otro tono: A la imagen de mis padres sosteniéndome en el patio habría que anotarle “Casilda, 1974-posparto triste, dolor de oídos, llanto irritante”. A la del sillón azul y vestido al crochet: “Casilda – 1974, no quiero darle la teta o naciste sola porque el obstetra nunca llegó” A la que me muestra en brazos de mis abuelos paternos, “Casilda, 1976 - es igualita a mi suegra”. Pienso, entonces, que, en una foto que ambicione acercarse a la verdad, es probable que mi madre jamás se hubiera dado vuelta a sonreírme.

La última posibilidad que barajo respecto de la postal que corona mi escritorio tiene que ver con el deseo. La intención de la artista que hizo el fotomontaje es la de mostrar a un espíritu. La dama de la bicicleta es casi transparente. Alegre, con su pierna izquierda apoyada en el pedal, se desentiende de la solemnidad del panteón. “Q.E.P.D.”: las cuatro letras plateadas son parte del mármol que guarda el ataúd temprano de mi madre, pero a veces me asalta la idea de que también mienten. ¿Estará en paz? ¿Será, por fin, feliz? ¿Paseará su fantasma en bicicleta, sonriéndole a alguien que amó de veras?

 

No recuerdo el nombre de la autora de la imagen, así que me fijo en el dorso: Eugenia Carnicellini. Veo también que la muestra que incluyó esta obra está fechada en 2017, el año en que se cumplieron veinte años de la muerte de mi madre. El nombre de aquella exposición era “Todavía Viven”.