El 20 de abril se cumplió un nuevo aniversario de la muerte de Paul Celan, ocurrida en París, en 1970. Un –parafraseando a Artaud– “suicidado por la sociedad”. Cincuenta y un años pasaron, entonces, desde que se arrojó al río Sena desde el puente Mirabeau quien es considerado casi unánimemente el poeta lírico más importante de la segunda mitad del siglo veinte en lengua alemana, en un linaje que tiene como antecedentes nada menos que a Friedrich Hölderlin en el siglo diecinueve, pasando por Rainer Maria Rilke, Georg Trakl y Gottfried Benn en la primera mitad del veinte. Celan, cuya obra imponente consiste en casi un millar de poemas propios –la mitad publicados en vida–, y unos dos mil quinientos poemas de otros autores y autoras –ya que fue un políglota y traductor de múltiples lenguas–, continúa siendo estudiado y publicado, debatido y analizado, tanto en Europa como en América hasta el presente, especialmente desde comienzos del nuevo siglo y hacia el año 2020, cuando se cumplió el doble aniversario en “número redondo” de nacimiento y fallecimiento, al calor de lo cual se publicaron cantidad de nuevos ensayos y materiales inéditos (ficciones, prosas y aforismos), biografías y correspondencias.
En tal sentido, la editorial cordobesa Alción ha publicado Antología poética 1952-1976, en versión y selección de Patricia Gola. Con prólogo de Michael Hamburger, se trata de un volumen bilingüe, que contiene unas sesenta y cinco piezas, junto al discurso “Pensar y agradecer”, dicho durante una premiación en la ciudad de Bremen, en 1958, y una carta de Celan a Hans Bender, fechada en París, el 18 de mayo de 1960, traducida del francés por Hugo Gola. Este es un trabajo que revisa y amplía una anterior edición universitaria, publicada en Puebla, México, en 1987.
De familia rumana, de origen judío, Paul Celan (Paul Pésaj Ancel, o Antschel) tuvo que soportar tanto la ocupación nazi como la estalinista, al vaivén de los avances y retrocesos –de las ocupaciones de territorio– de los contendientes de la segunda guerra mundial. Perdió a su madre y a su padre, enviados a un campo de concentración y exterminio, él pasó nueve meses en un campo de trabajos forzados en Moldavia, y se afincó, tras la guerra, luego de un breve período en Viena –donde publicó su primer poemario, La arena de las urnas (1948), destruido al poco tiempo por la cantidad de erratas que encontró–, en París, obteniendo además la nacionalidad francesa. Allí, trabajando como docente en la Escuela Normal Superior y como traductor, estableció diversas relaciones. Con Theodor Adorno hubo algunos cruces y encuentros que no prosperaron; tiempo después, tampoco con Gershom Scholem, ni con Martin Buber. Sí con Ingebor Bachmann, con Jacques Derrida –quien luego le dedicará su Schibboleth (1986)–, y con Edmond Jabès, con quien compartió la redacción de la revista L’Ephémère, junto a Yves Bonnefoy y Michel Leiris, entre otra gente notable. Y también con Günter Grass. Este, en “Literaturas alemanas” (1979), un discurso durante un viaje al sudeste asiático, señaló: “Desde el poema ‘Fuga de la muerte’ de Paul Celan hasta ‘Canción del sábado por la tarde en Colonia’, de Rolf Dieter Brinkmann, el horror no ha cesado, el pasado no puede terminar, el tema alemán sigue planteado”. Varios años después, definido por el mismo Grass como “un amigo difícil, casi inaccesible” en “Escribir después de Auschwitz” (1990), le reconoció apoyo, estímulo e ideas para su novela Años de perro, integrante de la “Trilogía de Danzig” junto a El tambor de hojalata y El gato y el ratón. Dijo: “A Paul Celan le debo muchas cosas: sugerencias, contradicciones, el concepto de soledad, y también, ante todo, la noción de que Auschwitz no tiene fin”. Para Grass, “el hecho de haber sobrevivido a Auschwitz se le convirtió en una pesada carga que al final acabó haciéndosele insoportable”.
En Gramáticas de la creación (2001), George Steiner lo llamó “negador de la invención”: “Un poema de Celan es un absoluto, aunque él mismo haya llegado a postular y decretar su imposible realización”. Celan “vivió su propia atadura a la lengua alemana como algo casi insoportable”; la brutal contradicción entre la lengua de los genocidas, con la cual sin embargo se puede producir, también –de modo altamente paradójico–, la belleza de la poesía: “Cada vez que un poema de Celan no está a la altura de su absoluto, el alemán ha triunfado. Cuando lo alcanza, el alemán gana”. Analiza Steiner: “un poema de Celan está amargamente en conflicto con la ‘literatura’ y todos los aspectos de la vida literaria. Él definía la verdadera poesía como un ‘absurdo’, dada su incapacidad para mejorar la conducta humana y su proclividad a embellecerla enmascarándola. Y, sin embargo, la poesía es un absurdo tan indispensable como el aire que respiramos, como la redención que, muy probablemente, nunca llegará. ¿Cuál es su sentido en el presente? ‘Pensar Mallarmé hasta sus últimas consecuencias’”.
En La poesía del pensamiento (2011), cuyo subtítulo es Del helenismo a Celan, Steiner regresa al angustiante dilema existencial de la supervivencia de la lengua alemana luego de la Shoah, y al hecho de que una víctima se exprese artísticamente y trabaje con la misma. Steiner, autor además de Heidegger (1978), estudió la –complicada, compleja– vinculación entre el filósofo y el poeta. Conjetura que probablemente Celan llegó por Bachmann a Ser y tiempo y a otros trabajos fundamentales, y que se puede apreciar cómo el poeta, según consta en los archivos, subrayaba, glosaba y comentaba los libros. Hubo un interés mutuo. Steiner recuerda que Heidegger asistió a una de las últimas apariciones públicas de Celan, cuando “ofreció una lectura en la Universidad de Friburgo el 24 de julio de 1967. Al día siguiente fue a visitar a Heidegger en su famosa cabaña de Todtnauberg. ¿Lo había invitado el maestro? ¿Había solicitado Celan el encuentro? Si fue así, ¿por qué? ¿Qué pensó que podría salir de él? Preguntas esenciales para las que no tenemos ninguna respuesta”. ¿Qué se dijeron en ese encuentro? “Nunca lo sabremos”, asegura Steiner. La espera –en silencio o con alguna insistencia, algún requerimiento o espectativa– de que el maestro dijera algo respecto a su antiguo apoyo al régimen nazi quedó en nada. Y Celan tuvo un nuevo motivo de mortificación.
Similar frustración habría con Emil Cioran, también de origen rumano, una amistad que incluyó traducciones del propio Celan y que se rompió para siempre al conocerse públicamente la adscripción juvenil de Cioran a Guardia de Hierro, organización nacionalista y antisemita, y las posteriores decenas de artículos en favor de Hitler, que se comenzaron a conocer desde 1967. Y era inevitable: hay poemas de Celan –de espíritu más anarquista que socialista– en recuerdo de combatientes caídos, como Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht, y de intelectuales víctimas del fascismo como Walter Benjamin.
Es notable en la poesía de Celan lo que se podría denominar “pulverización del lenguaje”: pocas palabras para conformar versos cortos, con frases despojadas, breves, casi lacónicas, como parte de una composición donde “los blancos” (el silencio) son fundamentales, y conforman así figuras y alusiones, que a veces se expresan de manera directa. Aunque se haya catalogado más de una vez su poesía como “hermética” –y también, un tanto confusa o equivocadamente, en sus primeros momentos, como “surrealista”–, lo fundamental consiste en lo que resulta –renace– de las masacres y el dolor de la historia, y de la vida que, pese a todo, continúa: una poesía tan noble como nueva, pasible de múltiples interpretaciones y de comunicación, de diálogo abierto.
El revelador discurso de la antología de Alción, “Pensar y agradecer”, permite comprender su visión de las potencialidades de la poesía, en la larga travesía de destrucción y (posible) resurrección del lenguaje. ¿Qué ocurrió? Explica Celan: “Accesible, próxima e intacta, permaneció –en medio de las pérdidas– la lengua. Ella, la lengua, permaneció intacta a pesar de todo. Pero debió entonces de pasar por su propia falta de respuestas, por un mutismo terrible, pasar por las mil tinieblas de un discurso homicida. Ella pasó por ahí y no encontró palabras para lo que sucedía; pero ella atravesó por ese suceso. Pasó y debió salir a la luz nuevamente ‘enriquecida’ por todo eso”. “En esta lengua”, explicó, “he intentado, en aquellos años y en los años que siguieron, escribir poemas: para hablar, para orientarme, para averiguar dónde me encontraba y hacia dónde quería ir, para crearme la realidad”. Asegura: “El poema puede ser, dado que sin duda es una forma de aparición del lenguaje y a que es, conforme a su esencia, dialógico, un mensaje en una botella, abandonado en la creencia –ciertamente no siempre esperanzada– de que podría llegar a la orilla en cualquier momento, en cualquier lugar, a la tierra del corazón quizá. Los poemas, en ese sentido, también están en camino: se dirigen hacia algo. ¿Hacia dónde? Hacia lo abierto, hacia lo que puede ser ocupado, hacia un Tú que puede ser interpelado. Tales son las realidades sobre las que trata, pienso, el poema”. Tales son las ideas y los esfuerzos de él como poeta, y, piensa también, de las generaciones más jóvenes de poetas. En aquella persona que, “terriblemente a la intemperie, avanza con su existencia hacia el lenguaje, herido de realidad y en busca de realidad”.
Por otra parte, la carta de Celan a Hans Bender, en la que le propone un “compendio de pensamiento y experiencia”, discute contra la concepción de “oficio” para la poesía; este debería ser, básicamente, la “condición de toda literatura” –un “trabajo exacto y honesto”–, mientras que la poesía en particular “tiene sus abismos y profundidades”.
Frecuentemente colapsado, atormentado, Celan tuvo que soportar los últimos años de su vida una nueva amargura: una acusación de plagio, que Peter Szondi analizó, desmontó y refutó con brevedad y precisión en un trabajo que quedó inédito, puesto que no le pareció en su momento seguir polemizando en torno a un tema para él superado, y se publicó póstumamente, como parte del volumen Estudios sobre Celan (1972). Pese a todo, Celan no soportó ya nada más y, como diría Jean Améry, levantó la mano contra sí mismo, poniendo fin a sus días a la edad de cuarenta y nueve años. Dejando sus poemas, algo que son –como le dijo en su carta a Bender– “regalos que transportan con ellos un destino”.