"Si pudo contra el cigarrillo, cómo no va a poder contra esta nueva fobia al viento que tanto lo acosa. No abandone la medicación ni las precauciones. Nos vemos en dos semanas".

Las despedidas de mi analista  son una mezcla de aliento y piedad. Tal vez, el humo del tabaco en que se vieron rodeadas la mayor parte de mis acciones en los últimos treinta años no haya sido más que un viento domesticado. Mi soberbia disfrazada de Eolo en miniatura, manejando ráfagas desde mi mano derecha o usando el aire de mis gastados  pulmones. A veces temo convertirme en humo y ser arrastrado por el viento, al igual que mis palabras. Intento resguardarme en lugares cerrados. La mayor parte del tiempo que paso despierto lo desperdicio en mi oficina, trabajando para otros en cuestiones que no me apasionan. No sufro lluvias, calor ni frío. En mis ratos libres miro documentales sobre tornados, ciclones y huracanes. Los domingos por la tarde recorro la ciudad esquivando baches de tedio junto a mi familia, en un auto con ventanillas cerradas, aislados de las inclemencias del tiempo, como viajeros del espacio en una burbuja con ruedas. A pesar de todo, percibo que el viento me persigue, me rastrea con paciencia esperando el momento propicio para secuestrarme. Mi perseguidor corre con la ventaja que otorga la inconciencia. No sabe de culpas ni deberes, de esfuerzos ni de  dependientes. Solo recorre el mundo como símbolo de libertad. Como a toda esencia, es imposible verlo con los ojos de la cara. El otoño en Rosario me resulta irresistible. El silbido de mi enemigo fue como un canto de sirenas. Como nave infernal piloteada por un ebrio, pude sentirlo  estrellarse contra el frente de los edificios de calle Mendoza, girar en U alrededor de un mástil sin bandera, antes de dirigirse hacia mi humanidad y enancarme a la grupa de su caballo desbocado. Como barrilete a la deriva con el piolín cortado a base tierra, surqué un cielo nublado sin contrapeso de relato alguno que me someta a una realidad inventada. Jineteé sobre el lomo del río en sudestada, despeiné palmeras sobre el boulevard, sostuve el vuelo de un hornero perdido en la tormenta, hice sonar campanas de escuelas en la periferia, crucé campos monótonos de soja, terminé estrellado contra  gigantescos silos como un Quijote crucificado contra molinos de viento.

"¿Entonces a las nueve lo llamo para la cena?", fueron las primeras palabras que recuerdo al volver en mí en uno de los tantos pueblos gringos de la zona, tan parecidos y a la vez tan distintos, de la boca  de una mujer de gestos duros, suavizados por una sonrisa gastada pero eficiente. "Aquí tiene las llaves de su habitación, al final del pasillo. Señor, ¿me escucha?" Otra vez la misma historia, otro cuchitril como guardia de hospital en donde recuperarme de una nueva recaída. Como náufrago que no cesa de vomitar agua salada tendido boca arriba sobre la arena mojada, me recosté en la cama de mi pieza sin ventanas y comencé  a escupir fragmentos de obras enquistadas en recovecos de mi alma en llanta.

"En una calurosa tarde de principios de julio, un joven salió del cuchitril que había realquilado en la callejuela de S. y se encaminó lentamente, como indeciso, hacia el puente de X" ¿Cómo se dirá cuchitril en ruso? ¿Desde qué lugar escribía Dostoievski? ¿Por qué será que llevo grabados inicios de libros sin haber intentado memorizarlos jamás? 

"La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo". El Ciego, un Aleph entre agujeros negros. ¿Cómo se puede escribir de esa manera?

"Platero es pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos" ¿Qué será de Analía que lloraba sentada en el primer banco de la clase mientras me escuchaba leer el capítulo en el que moría el burro. ¿Todavía será sensible a la palabra? ¿Por qué nuevos dramas llorarán sus ojos? Mientras recuperaba mi mente tarareé una canción, regalo de un poeta que supo parir mi ciudad, presagiando mi próximo destino. "Sentado entre maderas / y las flores caen / la llama del tabaco/ y la  cruz de los barcos" Colgado con mi vista de un techo manchado, distinguí claramente el dibujo de un centauro descifrando jeroglíficos tallados en las alas de una mariposa con cabeza de búho. Tres golpes en la puerta acompañados de una dulce voz me situaron en el tiempo. "¿Ya está lista la cena?". Una mesa tendida para un solo comensal. Saboreé la sopa espesa observado por la cocinera. Sentí que me miraba como a su marido muerto, o al novio que nunca volvió. Tal vez fui por un instante el hijo que nunca tuvo, o el padre que añoraba

"No me gusta comer solo. Si me quiere acompañar...", le dije, señalándole una de las sillas vacías. No tardó en acercarse con un plato caliente y una botella de vino empezada. "Parece chico el cuartito,  pero entran un montón de recuerdos". Fue lo primero que se me ocurrió decirle para romper el hielo. "Las habitaciones son como las personas, profundas o playas según el alma que las habite. Existen mansiones frías y desalmadas, así como  cálidos cuchitriles". Una sola palabra puede ser un puente. Quedé detenido en el medio de una pasarela suspendida en medio de un abismo de silencios. El ruido del vino llenando las copas precedió a su pregunta. "¿Qué lo trajo por aquí?". Un peatón deseoso de llegar a la otra orilla es incapaz de mentir. "Me trajo el viento, como oscuro humo de un incendio lejano". La anfitriona, lejos de sorprenderse por mi respuesta, me contestó con naturalidad. "El viento siempre tiene razón. Hacía mucho tiempo que lo estaba esperando".

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