Los siete narradores de los otros tantos cuentos que integran Vértigo, el libro de Ariel Aguirre publicado este año en la colección Prosistas de la Editorial Biblioteca Vigil, comparten al menos dos características en común: 1) son varones; 2) no tienen una idea consciente de lo que está pasando, mientras se gesta una calamidad. Intuyen que algo se ha salido o está saliéndose de quicio. Algo, o alguien. Que puede ser otro, otra, o ellos mismos. Pero no varían sus planes iniciales. Siguen fieles a su primera idea de las cosas, mientras todo se va por la pendiente del desastre. Cada cuento sigue el derrape de ese pequeño mundo que se desmadra, caos agravado en varias ocasiones por el insoportable clima veraniego de la ciudad de Santa Fe o de sus alrededores, donde están ambientados, y donde el autor nació en 1991 y da talleres literarios. Vértigo se presenta el viernes 14 de mayo, a las 19, por Facebook Live de La Biblioteca Vigil.
Ariel Aguirre publicó varios libros de cuentos y un único libro de poemas, Las cuerdas que nos sostienen (Neutrinos, 2016). Allí exploraba algo así como el post-operatorio de una separación con una lucidez que iba mucho más allá del sentido común individualista de la época. La voz amante y doliente de aquellos poemas retorna en uno de los cuentos, "Puf rosa", el único que en su controlado patetismo se aparta del tono general de humor negro del libro. Los críticos musicales suelen celebrar los discos de divorcio como un subgénero del rock que marca picos de calidad o convoca a la identificación. Y todo eso había logrado Aguirre. Ahora, en dos cuentos ("Casamiento" y "Recital"), satiriza y parodia a los poetas, a la poesía y a su incomprensible sistema de consagraciones.
En Japón existe un arte de la invención llamado Chindōgu, que consiste en crear objetos aparentemente prácticos pero inútiles, diseñados para fallar; pero tienen que fracasar de un modo cómico y hermoso, si bien la escena no dejará de ser vergonzosa. Los cuentos que integran Vértigo pueden leerse como Chindōgai literarios. Incluso al primero, "Volar", que se inscribe en un realismo fantástico y parece prometer un libro en ese género (expectativa que no se verá defraudada por el desopilante "Taxi" ni por el pesadillesco "Última vida"), cabe pensarlo como el bello fracaso de una escena de seducción que hubiera desembocado en una iniciación sexual. Si así se hubiera escrito, fracasaría como cuento; y cada cuento triunfa cuando sus personajes no funcionan en sus propios asuntos (ley que rige únicamente para este libro, o los sucesivos del mismo autor).
Y hay algo del asombro poético que sigue trabajando en la mirada de un narrador perplejo, desbordado por los acontecimientos, shock donde el autor encuentra la excusa psicológicamente verosímil para construir un punto de vista subjetivo de belleza tortuosa, y desplegar así una prosa de frases que fluyen articuladas en pausas con un ritmo fluvial. El lenguaje es el coloquial cotidiano. En estas decisiones y en la de narrar Santa Fe se cierne la sombra de Juan José Saer, "el" escritor que narró Santa Fe, pero sólo en esas decisiones. Si en Saer el único acontecimiento es el lenguaje, en Aguirre el lenguaje es un medio para un fin: el de contar una historia.
Una historia donde el narrador no sabe bien lo que pasó, no controla el devenir de los acontecimientos pese a las destrezas que tenga con sus armas, vehículos o instrumentos, y en casos extremos ni siquiera sabe dar cuenta del registro ontológico de sus percepciones (¿esto pasó? ¿es un sueño?), lo que enriquece mediante la ambigüedad tanto el universo ficcional como el género o el estilo (¿es fantástico? ¿es realismo?). Vértigo es la sensación de la caída, o de imaginar y temer su posibilidad. "Estaba luchando contra mí mismo, una lucha que ambos estábamos perdiendo", dice el narrador, con la dignidad estoica del típico perdedor, en "Taxi".
En "Taxi", un taxista desquiciado por las consecuencias de una tormenta de granizo termina implicado en una guerra entre silfos, o duendes de la selva. La enumeración de especies autóctonas de árboles y la invención de gentilicios élficos desbordan hasta el delirio, y más allá, la inocente expectativa de un primer párrafo poético, el monólogo interior de un Proust subtropical: "Tengo recuerdos desde pequeño de no haber podido dormir cuando venía la lluvia. Ese calor espeso y las nubes cuchicheando sobre el fondo de la ventana". Cómo llega Aguirre desde ahí hasta una fantasía antiespecista que parodia el fantasy, siendo urbano, verosímil y gracioso todo el tiempo, es uno de esos pases de magia literaria dignos de un Elvio Gandolfo. O del Negro Fontanarrosa.
El lector que gozará del humor de estos cuentos no debe ser un erudito ni un lector de poesía sino cualquiera capaz de Schadenfreude, una palabra alemana intraducible que nombra la alegría producida por la desgracia ajena. No es exactamente envidia ni sadismo, sino el regocijo vagamente vengativo que se siente al ver esos breves registros en video de mujeres racistas (las Karens) cuyo intento de hostigar se enfrenta vergonzosamente con la carcajada del negro que sostiene el teléfono.
Los pasos de comedia de Aguirre están cuidadosamente construidos para llegar al clímax donde todo lo que podría haber estallado estalla, como sucede en ese coloquio de Hemingway entre pescadores de agua dulce que es "Los negros". En "Los negros" convergen literaturas de la violencia y la locura; es como una cruza cervecera y cumbiera entre "El matadero" de Echeverría y los idiotas dañinos que siembran horror y muerte en los cuentos de Silvina Ocampo y Horacio Quiroga, pero el efecto final es cómico. El Colo, el primo impresentable que viene de Rosario, concentra en su ser de bomba humana todo el racismo y la paranoia que convierten en un infierno la vida entre la clase media de esta ciudad, pero sacado de contexto en una isla frente a la capital de la provincia da tanta risa como los videos de Karens. Una risa nerviosa, sí.
El mecanismo de la comicidad es similar en "Casamiento" y "Recital", que se centran en la figura ridícula del inadaptado sin habilidades sociales. Pero en estos la risa resulta culposa y el relato, lineal, mientras que en "Los negros" hay complejas variables de sorpresa. Quizá sea uno de los mejores cuentos sobre el racismo y la homofobia que se hayan escrito, entre otros motivos porque como el blanco odiador está en desventaja táctica, el relato no reproduce la violencia simbólica que representa.
Situada en el barrio de Tablada en Rosario, la Editorial Biblioteca Vigil tiene su propia imprenta, El Molinillo, y retoma desde la década pasada un proyecto editorial faro que fue interrumpido por la última dictadura: el de la Biblioteca Popular Constancio C. Vigil, Cultural, Social y Mutual. Un equipo integrado por Patricio Bordes (director editorial), Micaela Pertuzzo y Valentina Militello (foto de tapa y diseño, respectivamente), Jorge Jacobi (asesor y revisor) y Marianela Goicochea (revisora) logra dar al libro una calidad gráfica que suma placer sensible al de su lectura.