“No sos gran cosa, le dije/ un día a mi reflejo/ en el estanque verde/ y sonreí”, se lee en “Las polillas”, uno de los poemas de El trabajo del sueño recientemente publicado por Caleta Olivia con traducción de dos poetas argentinos: Patricio Foglia y Natalia Leiderman. En esos cuatro versos rondan algunas claves de la poesía de Mary Oliver (1935-2019). Su “áspera alegría”, la concepción de la naturaleza como un espejo del que se pueden cosechar fragmentos de verdad, el uso de la primera persona como una máscara conveniente e intercambiable con seres y “la familia de las cosas”, y el latido de un acento que, como se explicita en varios poemas de este libro de 1986, le debe mucho a la música. “Por todas partes en este mundo, su música/ reverbera, más allá de lo que él mismo// pudo. Y ahora entiendo/ algo tan escalofriante, tan maravilloso -// cómo la mente se aferra al camino conocido, atravesando/ cualquier encrucijada, adherida a las cosas”, postula en “Robert Schumann”. En los versos de Oliver parece resonar siempre una nota que instruye sobre su propio método poético, tan cercano a la experiencia. ¿Qué otra cosa sino el poema “etéreo y sin forma/ necesita/ de la metáfora del cuerpo”?
Después del emersoniano American Primitive (1983), con el que obtuvo el premio Pulitzer, la poeta estadounidense publicó El trabajo del sueño. Reúne cuarenta y cinco poemas que, además de profundizar en el recorrido de una conciencia abierta al mundo (la suya), se enfocan en diversas circunstancias personales e históricas: la relación con el padre violento (“cada uno de sus sueños/ congelado adentro suyo,/ su maldad desvanecida”), los campos de exterminio nazis, el presente roto por la guerra y la injusticia; el suicidio de sus pares, los miembros de la tribu poética, y también, pese a la fragilidad y el dolor, la insistencia de la felicidad. “¿Cómo es que vivimos en este mundo?/ Algunas cosas compensan otras, supongo./ A veces lo que está mal no duele en absoluto, sino que brilla/ como luna nueva”, argumenta en “Consecuencias”, síntesis de la “fórmula Mary Oliver” para aceptar y transformar fracasos y adversidades con una fe tan perseverante que puede parecernos sobrehumana. A las criaturas de este mundo se les concede, en el universo oliveriano, una lámpara o una espina: “cada laguna con sus lirios encendidos/ es una plegaria, escuchada y respondida/ generosamente/ cada mañana”.
Oliver y la fotógrafa Molly Malone Cook vivieron juntas desde finales de los años 1950 hasta 2005, año de la muerte de Cook. Además del “bestiario poético” (en la línea de Marianne Moore, con textos protagonizados por tiburones, gansos salvajes, tortugas, serpientes negras y halcones) y de los escritos testimoniales y filosóficos, como los de su amigo y maestro Stanley Kunitz (al que le dedica un poema), una de las series más notables de El trabajo del sueño es la de los poemas de amor. “También quise/ ser capaz de amar. Y todos sabemos/ cómo funciona eso/ ¿no?// Lento”; “cualquiera sea/ el nombre de la catástrofe, no es nunca/ lo opuesto del amor”; “el pasado, el futuro,/ la puerta de nuestra casa se abre/ para vos y para mí”, son algunas de las modulaciones de este motivo. Oliver es contenida y discreta, tal vez porque intuye que “la vida es bastante parecida/cuando todo va bien -/ resonante/ cotidiana.// Pero ¿quién que no esté/ bajo el sello del desastre/ puede entender cómo es la vida/ cuando todo empieza a temblar?”.
Por último, el sueño. “Tiempo de la nieve, tiempo del sueño”, así comienza un poema ambientado en una reserva natural surcada por ríos helados. Envés de la vigilia alerta y zigzagueante de la poeta en bosques y playas, hospicios y jardines, en los sueños se procesa una tarea oscura: “¿Mienten los sueños? Una vez fui un pez/ y lloré por mis hermanas en las enormes/ encrucijadas del delta”; “en tus sueños has manchado y asesinado/ y los sueños no mienten”. Una vez despierta, “sobresaltada/ con dos o tres sílabas/ como agua en la boca”, el trabajo de la poesía volverá a empezar.
Mary Oliver
El trabajo del sueño
Caleta Olivia
106 páginas