Atlantis 7 Puntos
Ucrania, 106 minutos
Dirección y guion: Valentyn Vasyanovych.
Duración: 127 minutos.
Intérpretes: Andriy Rymaruk, Liudmyla Bileka, Vasyl Antoniak, Lily Hyde,
Philip Paul Peter Hudson.
Estreno en Mubi.
El plano cenital que abre Atlantis imita el tipo de imagen que podría obtener una cámara infrarroja: un hombre termina de cavar una fosa mientras otros dos arrastran un cuerpo casi inmóvil, rematado antes de ser introducido en la improvisada tumba. Una placa anuncia que la historia transcurre en 2025, “un año después de la guerra”, aunque a casi nadie se le ocurriría definir el cuarto largometraje del ucraniano Valentyn Vasyanovych como una película de ciencia ficción. Serhiy y su compañero atraviesan los días y noches como pueden, atenazados por los corolarios traumáticos de la guerra, empleados en una compañía metalúrgica de la zona que está a punto de cerrar para siempre sus puertas, practicando de manera obsesiva el tiro al blanco. El procedimiento formal de Vasyanovych es de sobra conocido por los seguidores del cine “de autor” internacional: planos fijos extendidos en el tiempo, la mayoría de ellos conformados por encuadres precisamente calibrados, y una calculada distancia emocional que impide el desarrollo de una trama en su sentido más convencional. No se trata, a pesar de la primera impresión, de un recurso caprichoso o superficial.
Ganadora del premio a la Mejor Película en la sección Orizzonti del Festival de Venecia, Atlantis crea un universo visual y narrativo propio, y requiere el compromiso y la paciencia del espectador para terminar de completar todo su sentido. La cualidad post apocalíptica se evidencia en su totalidad cuando la cámara comienza finalmente a moverse: parajes desolados, caminos de tierra anegados, minas antipersonales abandonadas luego del conflicto, el agua de la zona totalmente contaminada. El cierre de la usina es anunciado en una escena que parece homenajear a la novela 1984, e incluye fragmentos de Entuziazm, el documental de 1930 de Dziga Vertov que celebra el rol de los mineros en la región del Donbás, la misma donde transcurre la acción en Atlantis. Ironía que las imágenes semi documentales de una ciudad devastada y semi abandonada no hacen más que reafirmar.
Serhiy es contratado para transportar agua limpia en un camión desvencijado, nueva oportunidad para recorrer los detritos estructurales de una sociedad que apenas ha comenzado a reconstruirse. En uno de esos viajes el joven protagonista se topa con un par de voluntarios civiles cuya misión consiste en hallar las tumbas colectivas de soldados de uno y otro ejército en contienda, el ucraniano y el ruso. Vasyanovych ofrece dos escenas tremebundas, pero sin ánimos de escandalizar: el reconocimiento forense de los cuerpos es esencial a la memoria de los muertos y sus familiares y a la posibilidad de curación de los vivos. Al fin y al cabo, la película es, en esencia, un retrato de heridas sin cicatrizar, en el cual la muerte –inesperada o planeada con antelación– está siempre agazapada, a la espera de la mejor oportunidad.
La gravedad de Atlantis no es menor y, en ese sentido, adhiere a una extensa tradición cinematográfica eslava. Pero la película también se permite momentos de humor, como cuando Serhiy improvisa ingeniosamente un baño caliente en el paraje y las circunstancias menos esperadas. Eventualmente, la relación de Serhiy con Katya, otra voluntaria con la cual comienza a compartir las jornadas de trabajo, entrega un brote de comprensión y cariño en medio de la devastación. Las últimas escenas de la película podrían haber caído en el voluntarismo emocional, pero el realizador logra con creces que el deseo y el impulso vital en medio de la muerte se sienta tan necesario como inevitable.