“Todo esclavo se lo plantea. Por la mañana y por la tarde y por la noche. Sueña con ello. Cada sueño es un sueño de fugas incluso aunque no lo parezca. Como cuando sueñas con zapatos nuevos." Las palabras escritas por Colson Whitehead en las páginas seminales de El ferrocarril subterráneo describen un sentimiento generalizado en la plantación de Georgia donde transcurre parte de la acción, durante los años previos a la Guerra de Secesión. Los primeros, breves capítulos recorren fugazmente la dura vida de Ajarry, una mujer secuestrada en una aldea africana y trasladada a través del océano en un barco negrero; también la de su hija Mabel, cuyo escape a campo traviesa es incitado por las constantes vejaciones a su cuerpo y espíritu. Esas mismas páginas presentan también a Cora, una adolescente nieta de la primera e hija de la segunda, quien finalmente, luego de dudar durante varios días, acepta la propuesta de otro esclavo, Caesar, de huir hacia el norte en un legendario tren subterráneo. Una red ferroviaria que, según dicen, atraviesa gran parte del territorio estadounidense varios metros debajo de la superficie hasta llegar a regiones donde ser negro es un poco más fácil.
Una búsqueda veloz en Wikipedia acerca la siguiente definición: “El Underground Railroad fue una red clandestina organizada en el siglo XIX en Estados Unidos y Canadá para ayudar a los esclavos afroamericanos a que escaparan de las plantaciones del sur hacia estados libres de los EE.UU. o a Canadá. El nombre tiene su origen en el hecho de que los miembros utilizaban términos ferroviarios de modo metafórico para referirse a sus actividades”.
La novela de Whitehead, publicada en 2016 –ganadora de un premio Pulitzer, alabada por el entonces presidente Barack Obama y traducida al español casi de inmediato– transforma esa metáfora ferrovial en una realidad concreta: un vasto tendido de vías de reluciente metal construido bajo tierra, lejos de la vista de terratenientes, capataces y cazadores de esclavos, una vía de escape subrepticia hacia la ansiada libertad.
El texto era demasiado tentador para que su adaptación al medio audiovisual se hiciera esperar, y el resultado podrá verse a partir de este viernes en la plataforma Amazon Prime Video: una miniserie de diez episodios dirigidos por Barry Jenkins, el mismo realizador de la ganadora del Oscar Luz de luna (2016). Un proyecto que muchos han descrito –tal vez exagerando un poco, tal vez no– como la Raíces del siglo XXI, en referencia a la célebre producción televisiva de los años '70 que relataba la odisea y martirologio de los africanos convertidos en esclavos en los Estados Unidos de América.
Entrevistado por la revista británica Sight & Sound, cuyo último número destacó El ferrocarril subterráneo como tema de tapa, Jenkins confirma con creces que la idea de trasladar el libro a la pantalla siempre estuvo recubierta por varias capas de interés personal. Recuerda incluso que la primera vez que escuchó hablar del mítico ferrocarril subterráneo, siendo apenas un niño, imaginó un puñado de hombres y mujeres negros manejando locomotoras en los años previos a la guerra civil, liberando esclavos de las plantaciones sureñas y llevándolos hacia la libertad.
“Había algo mágico en esa imagen -afirma el cineasta- y aún recuerdo esa sensación de orgullo negro, la más fuerte de la que tenga memoria. Descubrir que el término era simplemente una metáfora de la red de rutas secretas y casas seguras utilizadas para escapar fue similar a cuando te enterás de que Papá Noel no existe. Pero no tanto la pérdida de una fantasía como el descubrimiento de lo difícil y duro que era escapar de la esclavitud."
En la misma entrevista, Jenkins declara que la lectura de El ferrocarril subterráneo le trajo a la memoria esos recuerdos de infancia, empujándolo de inmediato a ponerse en contacto con el autor del libro. Su segundo largometraje, Luz de luna, todavía no había sido estrenado y el nombre del realizador no era ni remotamente conocido, como lo es hoy en día. Pero la conversación telefónica entre ambos artistas derivó en una primera tentativa de adaptar el texto: “Lo único que le pedí en aquel momento, como algo no negociable, era que debía ser una serie y no una película”.
La razón, sin duda, no es otra que el carácter expansivo, con múltiples personajes y circunstancias, de la novela –más allá del “protagónico” de Cora, interpretada finalmente por la joven actriz sudafricana Thuso Mbedu–, que una versión cinematográfica hubiera reducido de manera inevitable. “Al aceptar el premio Nobel, la novelista Toni Morrison declaró que la condición de la esclavitud estadounidense era inefable. Realmente creo que es así, y supongo que nadie es capaz de crear una película o un programa de televisión que realmente describa con precisión lo que fue la vida para nuestros antepasados. Pero eso no significa que no lo pueda intentar. Como también dijo Morrison, el lenguaje no puede precisar la esclavitud, el genocidio o la guerra. Pero la fuerza está en intentar alcanzar aquello que es inefable."
La libertad subterránea
“Y América también es una vana ilusión, la mayor de todas. La raza blanca cree, lo cree con toda su alma, que está en su derecho de apropiarse de la tierra. De matar indios. De esclavizar a sus hermanos. Si hay justicia en el mundo, esta nación no debería existir, porque está fundada en el asesinato, el robo y la crueldad. Y, sin embargo, aquí estamos."
En boca de Elijah Lander, un mulato que recorre el país dando encendidos discursos, Colson Whitehead enlaza el tortuoso derrotero de los afroamericanos con las matanzas de aborígenes, y abona el camino para que el lector se apropie de los posibles paralelismos con tiempos más recientes, incluida la más urgente coyuntura. En pantalla, la versión seriada de Jenkins alterna fugaces destellos de belleza –los planos evocativos con el sol sobre el horizonte remiten, casi sin paradas intermedias, al cine de Terrence Malick– con la brutalidad de la vida cotidiana en los sembradíos, la violencia intolerable y gratuita, la humillación perenne. Y los campos de “frutas extrañas” colgadas a la intemperie durante días, horrendos monigotes ejemplificadores de una ley injusta e intolerable.
La joven Carla se ha criado en ese ambiente, no conoce otro mundo posible. Hasta que la posibilidad de subirse al tren en Georgia y recorrer el largo camino hacia el norte abre sus ojos (y también algunas heridas que creía cicatrizadas), perseguida por el incansable cazador de fugitivos Arnold Ridgeway. El ferrocarril subterráneo, la serie, se suma así a una extensa lista de títulos recientes que hacen de la experiencia afroamericana a lo largo de la historia el núcleo duro de sus narraciones. Desde el juego con géneros como el suspenso y el terror –la pionera ¡Huye!, la reciente Su casa, las series Lovecraft Country y Them–, a la reconstrucción de seres y hechos reales como en las oscarizadas La madre del blues, Una noche en Miami y Estados Unidos versus Billie Holiday (todas ellas con fuerte impronta musical), pasando por la fantasía realista de 5 sangres, del papá del nuevo cine negro Spike Lee, la superheroicidad de Pantera negra y la notable saga de cinco telefilms Small Axe, por nombrar apenas un puñado de ejemplos nada exhaustivo. Lo notable de la miniserie dirigida por Jenkins es su cualidad densa, concentrada y, en más de un sentido, épica, posibilidad otorgada por los más que evidentes elementos de realismo (casi) mágico de las catacumbas ferroviarias.
El rodaje de El ferrocarril subterráneo se cerró a comienzos de marzo del año pasado, en el inicio de la pandemia de covid-19 y poco antes del asesinato de George Floyd a manos de la policía de Mineápolis. En la mencionada entrevista con S&S, Jenkins recuerda que, durante el proceso de montaje, llegó a sentir que “hacer arte tal vez no era lo más apropiado para ese momento. Tanto que imaginé volver atrás, hacer todo de nuevo e incorporar lo que estaba pasando. Pero, mientras avanzábamos en la edición, me di cuenta de que ya todo estaba ahí. Lo que ocurría en las calles en ese momento ya estaba presente en la serie, porque es algo que viene ocurriendo desde siempre”.
Respecto de la representación de la violencia en pantalla, que seguramente horrorizará a más de un espectador sensible, el realizador, casi en modo de autodefensa, afirma que “si se cuelga a un hombre de 120 kilos por las muñecas y se procede a abrir su carne con un látigo, el peso del cuerpo hará que la carne se abra aún más. Eso no es algo que estamos inventando o recreando de modo sensacionalista. No estaría haciendo mi trabajo si hubiéramos hecho algo diferente a presentar esa realidad. En la serie, eso ocurre en una de las regiones más verdes y fértiles del país, especialmente en el momento en el cual transcurre la historia. El hombre es quemado hasta su muerte al atardecer, entre árboles de mangle. No degradar la belleza pictórica del entorno lo hace aún más horrendo. Lo que sí debo decir es que no nos esforzamos por hacerlo más bello de lo que es”.
El escritor Colson Whitehead, autor de varias otras novelas de enorme éxito crítico y público como Zona Uno, El coloso de Nueva York y la reciente The Nickel Boys, también fue entrevistado por la publicación del British Film Institute, y la variedad y calidad de las flores lanzadas hacia el responsable de la adaptación no suelen ser la norma. En palabras del neoyorquino, cuando finalmente pudo ver los diez episodios, “los cambios respecto de la novela me hicieron preocupar por los personajes y preguntarme qué ocurriría después. ¡A pesar de que fui yo quien escribió el libro! Fue algo raro, casi surrealista. Me impactaron y emocionaron muchas de las pequeñas escenas en las cuales Barry pone en pantalla las metáforas latentes del texto, como aquella sobre el Gran Espíritu o la relación entre Ridgeway y Homer. En la novela, esas imágenes son abstractas, pero gracias a una suerte de alquimia, Barry las transformó en algo real. No sabía que iba a hacer con la descripción del pueblo, el monólogo interior de Cora, las ideas de Ridgeway acerca del mundo, así que verlos en la serie fue una experiencia fascinante. Barry tomó esos momentos y modos menores y los transformó en acordes y temas importantes”.
Cora huye junto a Caesar (Aaron Pierre, en un papel que seguramente le abrirá varias puertas) y detrás de ella parte Ridgeway, obsesionado con atrapar a la hija de aquella otra mujer que supo escapar de sus manos más de una década atrás. Cora sueña con Mabel, y la frustración y el odio hacia su madre por haberla abandonado de pequeña se materializa en la imagen de un afilado cuchillo cortando el cuello de aquella que le dio la vida. Ya a bordo de un vagón de tren, los sueños de sangre y dolor se mezclan con los esperanzados, antes de una primera parada en un pueblo de Carolina del Sur que no puede describirse sino como una utopía hecha realidad. No sólo por sus edificios anacrónicos, que anticipan un futuro de cemento y vidrios espejados, sino porque allí los blancos ayudan a los negros a tener una educación y un trabajo decente y bien pago.
Cora acepta trabajar en un museo especializado en la vida de los esclavos en el sur, ilustración didáctica de una realidad que, hasta no hace mucho tiempo, formaba parte del pan de cada día de la protagonista. Más tarde, luego de ser apresada y de escapar nuevamente de las garras del perseguidor, deberá esconderse en un desván, como otras jóvenes en tiempos más recientes.
Reflexionando acerca del período de preproducción de su última creación, Jenkins recuerda en una entrevista con la revista Rolling Stone: “Cuando comencé a investigar la vida de los esclavos, tratando de hallar transcripciones reales de sus testimonios, encontré que la condición en la que habían vivido era absolutamente horrible. Pero sentí que para que yo, Barry Jenkins, pudiera existir –para que el linaje, el legado de toda esa gente llegara a mí, el haber sido lo suficientemente fuertes como para que yo pueda estar vivo en este país– tenían que haber hallado su fortaleza a través del amor, el sentido de comunidad, la familia. Incluso a través de la construcción de familias fracturadas por la degradación de tener que estar separados de sus parientes. Fue entonces cuando supe que debía haber momentos de una belleza muy realista, arraigada en la vida cotidiana de esas personas. No podemos suponer que no hicieron nada por nutrirse y preservar aquellos aspectos de su belleza que podían controlar, aferrándose a ellos”.
Cora se aferra a la esperanza y sueña con enormes y luminosas estaciones de tren donde la gente va y viene, recibiendo los tickets de manos de empleados amables y esperando la llegada del tren que los llevará al destino más deseado.