Te llamo Lis, pues al elegir este nombre tan leve como bello parecería que poseo algo tuyo que nadie más conoce. Escribo desde las fronteras de la locura y el desamor, desde la foresta plagada de espinas, asomándome al claro de un bosque adverso e inquietante donde presiento y me ilusiono que habré de poder entregarte ésta en mano. Anhelo más que nada en este mundo hacerlo. 

La noche se cierne sobre la ciudad como un cuervo sin piedad y andan los carromatos policiales vigilando no sé qué cosa, pues se sabe que esto que nos está ocurriendo es tan invisible e inatrapable como el giro de un murciélgo en una noche sin luna. 

También así estoy yo: en una larguísima noche boreal prescindiendo de la luz de los astros, deseando morirme, pero antes ansío volver a contemplarte aunque sea lo último que vean mis pupilas en este mundo hostil y pestilente. 

Esta esquela fue escrita con el fervor de los acalorados, de los febriles, de los amantes solitarios, de los adversos en un mundo de bacterias, contagios , locura y desdén por lo que vendrá, ya que vamos siendo acostumbrados a ver morir a cada rato. A mí nada de eso me conmueve o importa ya. 

La ciudad es una villa fantasmal, bares cerrados, la gente que esquiva las miradas, tapadas su bocas con paños y encima hace días que llovizna. Nada ya tiene sentido en este desierto donde no te puedo ni siquiera imaginar cerca. 

Te has apartado, te han encerrado en una caja de cristal veneciano, alejada del mundanal ruido y de mí mismo, pobre alma sufriente. Nada me importa. Ni los viejos, ni los niños, ni los animales, ni el dinero, ni la salud. Ni las cifras, ni los coloreados mapas de lo funerario donde parece ser que la Parca vive -vaya oxímoron impiadoso-cometiendo tropelías. 

Son estas las oraciones sufrientes de un nocturno, de un insomne enamorado, quien a la luz temblorosa de unas velas, ha volcado con la pluma y la tinta en un papel perfumado con las más variadas especias traídas de las Indias, y con todo lo que puede caber en un caballero que honra a su dama con lo que cree poder tener, sus mínimos talentos para escribir. Te amo desesperadamente. Te lloro como si ya fueses una finada gloriosa, como si yo mismo desde este destierro hubiera visto pasar tu cureña o carro victorioso repleto de flores y flashes camino hacia el podio final que es donde reinas, según me han dicho. 

Te idolatro como a una flor preciosa, como a una gema, como a una diosa en la Tierra bajo la soberana estrella radiante de la bóveda celeste. Antes que ocurriera esto, este veneno que me ha corroído y que se llama fama, tu fama, era yo un poeta que si bien apenas había intercambiado unas breves palabras contigo en el mercado, creía haberte hecho saber que me interesabas de una forma alucinatoria pero vaga a la vez. Lo disimulaba para no generarte incomodidades que podrían afectar tu buen nombre y honor de mujer casada. 

No me importó nunca que tuvieses marido, ni tus quehaceres, ni que ocasionalmente hayas posado para ese artista de la ciudad. Lo que me desveló y aún lo hace es tu figura, de la cual no he podido desprenderme y en que te has convertido luego de ese juego de vanidad como lo fue posar en un retrato tan vulgar. Te he espiado cuando ibas a la mercería, cuando acudías a la iglesia, cuando conversabas con alguna paseandera, detenidas en el puente, mirando el río a vuestros pies. Y siempre, créeme, guardé unas esperanzas inmensas de poder acceder a hablarte de corazón a corazón, de alma a alma gemela. Pues siento que eso somos: dos gotas de agua que podrían fundirse en un vaso con el cual poder desaguar la sed que me está quemando el pecho. 

Pero claro, ocurrió todo aquello. De pronto, la señora, esposa de un mercader gris como cualquier otro, se convierte en una cometa del firmamento y ya nada vuelve a ser igual. Y en el medio de mi despertar amoroso hacia ti, la enfermedad que nos separa a empellones, oh amada mía. 

Tus sirvientes, por no llamarlo esbirros, me han echado a empujones cuando descubrieron cartas similares a esta como la que hoy te escribo y que porto escondida entre mis ropas. Aquellas acciones repetidas me repugnaron a tal punto que, arrastrado por la ira, me he tomado a golpes de puño con ellos y terminado con mis huesos entre rejas. Dicen que está prohibido visitarte, aluden cuestiones de salud pública, plaga terminal y otras sandeces. 

Vivo entre penumbras, mi amada Lis, la iridiscencia que me rodea es cada vez más tenue y presiento que por una razón estúpida y mundana, será terrible la frustración de no solo no entregarte esta esquela perfumada -¡Oh, anhelado acto de amor!- sino solo la fortuna de poder contemplarte a los ojos como lo hacen o hacían a diario muchos .

Y además pagaban por verte .¡Locura impúdica y sacrílega! ¡La belleza no tiene precio, malditos emperadores del comercio y la corrupción del Arte! Temo no volver a verte. Presiento que mi salud empeora y me escondo en los rincones a moquear. Pero la verdadera razón, más terrestre y mísera, es que me encuentro en la ruina y ya ni me alcanzan mis dineros para humillarme abonando la entrada que tienen sellada con carteles que prohíben el ingreso y temo no poder adorarte, besarte a la distancia como un pueril consuelo, allí donde vives y reinas, en el Museo del Louvre, mi amada Lis, más conocida por el populacho como Mona Lisa.