Esta semana y por el fallo de la Corte Suprema se me pasaron por la cabeza ráfagas de recuerdos de nuestra democracia, que tiene de vida poco más de la mitad de la mía.
La agitación transpirada saltando en la columna del PI, en l983, después del cierre de campaña en Once. La juventud. Mire mire qué locura, mire mire qué emoción, se acabó la dictadura la reputamadrequelorreparió. Las fiestas callejeras, el auge del Centro Cultural San Martín. El primer programa de La Cigarra, que conducía María Elena Walsh.
Los primeros sobresaltos, después. La imponencia del Juicio a las Juntas, primero, y después el levantamiento. La movilización. La frase de Alfonsín que me gusta recordar entera: “La casa está en orden y no hay sangre en la Argentina”. Lo tomamos a mal, muchos años, pero estaba resurgiendo el valor de la vida, aunque no nos diéramos cuenta.
Y después la remarcación enloquecida de los precios. El mercado pegándole puñaladas a la democracia y la Sociedad Rural abucheando al Presidente. Empezaban a limarlo hasta que lo echaron anticipadamente.
Ya había desencanto democrático, pero ni por las tapas comparable al que sobrevino cuando apareció Carlos Menem y lo subió al palco a Alsogaray. Allí comenzó el descrédito. Fue entonces que la democracia nos empezó a parecer inútil, una farsa, un aparato de opresión a los sectores populares, a muchas clases medias y al aparato productivo.
Era el neoliberalismo, que siempre entra camuflado en el bolsillo de los inescrupulosos. Tardamos mucho en darnos cuenta. Cuando ganó la Alianza nos parecía que nos habíamos alejado de nuestros males, pero Clarín pidió que volvieran a poner a Cavallo en el Ministerio de Economía y De la Rúa le hizo caso. No nos agarramos de las mechas. Estábamos hechizados. Recién después del estallido que se llevó decenas de vidas y en medio del fuego que calentaba las esquinas en las que lo rodeaban los vecinos, nos bajó la ficha de que el neoliberalismo había entrado con Menem y se había quedado con De la Rúa, y que ya no importaba si ganaban los radicales o los peronistas, porque los ajustes venían con todas las indicaciones de desgracias con cada préstamo.
La democracia seguía siendo un artefacto descompuesto. La política fue fácilmente estigmatizada. Eran muñecos de torta que decían lo que no pensaban y hacían lo que no decían. Hasta el 2003.
Y entonces Néstor hizo de pronto que la democracia, esa anciana de espalda vencida en su derrota, rejuveneciera con un esplendor que nos dejó boquiabiertos. La política podía servir para transformar la realidad. Si las mayorías, si los sectores populares eran representados por el poder político, y si ese poder les daba aunque fuera un poco de felicidad, la democracia era otra cosa.
Fue algo poderoso, vigoroso y tan potente, que cuando llegaron a haber cinco o seis países de la región en esa sintonía, el imperio comenzó a ejecutar su nuevo Cóndor, que era voltear gobiernos a través de las propias instituciones. Poniendo en el poder político a los representantes del poder real. Apoderándose del Estado, atacando ilegalmente a todos los líderes populares, persiguiéndolos judicialmente a través de fiscales y jueces entrenados para eso. Los corruptos y corruptores decían y siguen diciendo que “luchan contra la corrupción”. Lo hacen por plata.
Con Cristina mostraron, ya en sus dos gobiernos y después, los dientes con los que creen que hay que morderla a ella, y no lo logran, porque hacen fuerza y no perforan nunca el vínculo que existe entre esa mujer y los millones de personas que durante sus gobiernos vivieron lo mejor de sus vidas, y que experimentaron la democracia, además, como un modo de no vivir en soledad.
Hoy la democracia está de nuevo en peligro, se conoce la hilacha y se ven los vínculos, se repite la coreografía, justo en medio de la pandemia, lo que los hace fascistas. Sólo un fascista puede querer sacar ventaja electoral de la muerte.
Ya sabemos que hay fricciones en el Frente de Todos y hay cuestiones importantes en las que cada sector se va a frustrar. Pero saltando por arriba, como hizo Néstor, quizá esta jugada siniestra de querer limar la autoridad presidencial tenga su boomerang. Porque nos obliga, a nosotros como pueblo y a los dirigentes y funcionarios como tales, a volver a pensar en la épica de la democracia, en sus formidables capacidades transformadoras.
Lo vivimos y sabemos que esas virtudes sólo llegan cuando se dan las peleas. Que son duras y a veces parecen imposibles de remontar. Pero es que ésa es la épica: el poder político emancipador siempre será David mientras del otro lado Goliat compra a todos los comprables y convence a millones de que la mentira es la verdad. La épica son las pruebas que hay que pasar y el coraje que tendremos que tener. Del lado popular uno huele que hay ganas. Los principales dirigentes del FdT lo primero que hicieron fue mostrarse juntos. Así tenemos que estar. No se trata sólo de un gobierno: se trata de que no nos arrebaten la sagrada herramienta de la democracia representativa, porque hoy, tal como está el mundo, lleva ese nombre lo más parecido a la revolución.