Es imposible no coincidir con el concepto inicial: todo lo que sea acceso a un banco gigantesco de música, de canciones, de artistas, de cultura, no puede sino ser bueno. Siempre queda la nostalgia por aquella poesía de buscar y buscar el disco imposible, y el inefable éxtasis del hallazgo y el orgullo de compartirlo con amigos, el rito de escuchar en privado o en grupo, esas cosas. Pero el advenimiento de la revolución digital, la nueva explosión del negocio musical a través del streaming, abrió un torrente de posibilidades que se agradecen.
Claro que el torrente se volvió océano, y bucear en el océano es abrumador. La "democratización" -las comillas se imponen dado que para acceder al mundo digital hay que pagar al menos un servicio de internet- trajo también la necesidad de curaduría, de guías que permitan encontrar rumbos artísticos y no solo una gran masa informe de obras esperando un click. Toda la música cuelga por ahí y muchos artistas acceden a herramientas de producción y difusión antes inalcanzables, pero no basta con lanzar las botellas al agua. Y para conocer quiénes intervienen en cada obra sigue siendo necesario ir a otras fuentes de consulta: eso es lo que busca integrar el proyecto de Musica.Ar, y es una movida ya imprescindible.
En el fondo sigue estando la misma discusión, una cuestión eterna. Al permanecer viejas legislaciones inaplicables al mundo streaming -por omisión involuntaria o deliberada-, el esquema de negocios en el siglo XXI sigue siendo tan injusto como los viejos contratos que destinaban migajas a los principales responsables de que esa obra existiera. O más. No hace mucho, varios artistas ingleses de primera línea reclamaron al Gobierno que tome cartas en el asunto: hoy tienen la vida largamente resuelta, pero aún así saben muy bien que fueron carne de cañón para un negocio varias veces millonario, que hay decenas de miles de músicos que apenas consiguen pescar en el océano. Y que debería llegar la hora de hablar en serio sobre el reparto de la torta.