El Judicial es el más aristocrático de los poderes estatales. Los jueces, en principio, ejercen sus cargos de modo vitalicio. El pueblo soberano no participa en su elección ni en su remoción. Hasta ahí, lo demarca la Constitución Nacional (CN, en adelante). Es demasiado poder --en particular para la Corte Suprema, cinco individualidades-- pero es el sistema que hay al que es difícil pensarle un recambio.
La Constitución, en cambio, no estatuye que la amplia mayoría de los magistrados eluda el pago del impuesto a las Ganancias. Esa prebenda fue establecida en la era de la Corte menemista y se sigue usufructuando. Combina injusticia fiscal y bajeza ética.
La Corte Suprema (CSJN) es un organismo colegiado, como los Congresos, Legislaturas y Consejos Deliberantes. A diferencia de estos jamás debate en público, un esquema flojo para un sistema republicano que exige visibilidad. La CN, suponemos, pasa por alto el tema quizá porque fue concebida hace mucho tiempo.
Otra regla no escrita, reprochable: los jueces (los cortesanos especialmente) rehúyen participar en el ágora, en los medios sobre todo. No se someten a reportajes, no debaten en otros ámbitos. Curiosa conducta en el siglo XXI en el que los medios de difusión y las redes sociales constituyen el modo privilegiado en que se informa “la gente”. Los Supremos se esconden de la opinión pública. El rebusque, como tantos vicios ancestrales, está naturalizado o (por usar una valiosa expresión en boga) invisibilizado. Las sentencias suelen ser muy extensas y redactadas en dialecto incomprensible para reforzar el blindaje.
Concordantemente casi todos los supremos escamotean sus declaraciones juradas de bienes (a diferencia de los funcionarios políticos) o interponen cientos de trabas kafkianas para impedir acceder a ellas. Horacio Rosatti se diferencia, en ese aspecto.
Si se añaden las características subjetivas y funcionales de los actuales miembros de la CSJN se hace sencillo entender por qué es un mal Tribunal. Casi no dialogan entre sí desde que se conformó la nueva integración. Varios se detestan, el presidente Carlos Rosenkrantz lleva el galardón en esa puja.
La doctora Elena Highton de Nolasco debería haberse jubilado, hace años. Amañó con el ministro de Justicia macrista, Germán Garavano, un recurso de amparo para quedarse. Un juez amigable le dio la razón, el Gobierno incumplió el deber de apelar. La jueza conserva el sillón tras una maniobra de baja calidad institucional y berreta. Algún impacto en su conciencia por el desliz o acaso el crudo transcurso del tiempo resintieron la calidad de sus fallos, que antaño supieron tener mejor nivel.
Demasiado poder tiene desde el vamos la Corte. Un criterio expansivo sobre sus potestades agrava la tendencia. La conducta torpe o aviesa de dirigentes políticos que judicializan todo potencia esos defectos. Las malas sentencias redondean el círculo.
La división de poderes opera asimétricamente. Todas las decisiones de los Ejecutivos y los Legislativos son revisables o anulables por otros poderes. Las sentencias de instancias inferiores, otro tanto. Las de la CSJN, no. El mecanismo del juicio político (muy exigente en materia de mayorías parlamentarias) puede destituir cortesanos pero no invalida sus sentencias que, dentro del derecho argentino, son intangibles.
Como se insinúa en este pórtico y se desarrollará, algunas falencias nacen de la Constitución vigente que debe acatarse. Otras de traducciones interesadas, otras de abdicaciones de los representantes del pueblo. Allá vamos con la intención de revisar mitos pomposos y contar cómo funcionan las cosas, en el mundo real. Pispearemos la sentencia reciente, desde ya, pero remontándonos a la Constitución, el modo en que se la interpreta. Vamos por partes, enseñaba el jurisconsulto Justiniano The Ripper.
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Silogismos, sofismas, fallas de fábrica: Gente común por carencia de conocimiento o conocedores del derecho por mala fe o candor, propenden a suponer o divulgar que una sentencia es un razonamiento. Casi un silogismo: una premisa mayor (la Constitución o la ley), una menor (los hechos en litigio) y la decisión, corolario racional de ambos. Llevado al extremo podría fantasearse que un buen software o una cadena de algoritmos llegaría a la misma sentencia que un tribunal justo. No (siempre) es así, puede acontecer en asuntos comunes, de baja monta. Ni siquiera en todos los casos, este cronista da fe. Pero en cuestiones políticas relevantes los fallos se edifican de abajo para arriba. Se define la sentencia y luego se acomodan los razonamientos para que “quepan” en las normas superiores. La voluntad y el poder, primero.
Juristas de nota o del Nacional “B” lo niegan. Aducen que la CN es clara. De tan sabia contiene las respuestas a situaciones inéditas surgidas décadas después. Aseveran que Juan Bautista Alberdi predijo todo, dos siglos y medio antes de la pandemia.
Sin embargo las normas son abiertas, ambiguas a veces. A menudo contienen fallas de fábrica o se tornan obsoletas ante los virajes históricos.
La Constitución de 1994, por caso, se convocó con dos finalidades primordiales aunque no exclusivas. Todo el mundo lo sabe. Una, abrir las puertas de la reelección al presidente peronista Carlos Menem. Otra “garpar” el apoyo del radicalismo, encarnado por el entonces ex presidente Raúl Alfonsín. El Pacto de Olivos que el pueblo convalidó en las urnas, dotándolo de legalidad y legitimidad.
La matriz, empero, no debe teñir las lecturas futuras. Un ejemplito, lateral: el enmarañado sistema de ballotage busca favorecer a los partidos que roscaron (PJ y UCR) y complicar la aparición de terceras fuerzas. En interpretaciones postreras esa matriz debe olvidarse, cosificarse el texto, ceñirse a su letra. En el extremo, admisible, inventarle un espíritu más constructivo.
La Carta Magna contiene aciertos y errores, grandes y menudos, como toda obra humana. La Convención Constituyente es un órgano colegiado en el que convergen distintos partidos y personalidades. Bien diferente a la Corte, pues. Así las cosas, la dinámica colectiva, las interacciones a la vista del público, pueden mejorar el antecedente... hasta un punto.
Cabe puntualizar que el Congreso que convocó a la Constituyente acotó mucho el debate al legislar un bloque hermético, el “Núcleo de coincidencias básicas” cerrado mediante la ley 24,309. Fea la actitud. La Constituyente (que expresaba correlaciones de fuerzas y representaciones nuevas) fue restringida por la entente peronista radical. Si uno fuera pavote repetidor de lugares comunes diría que en buena dosis la Constituyente funcionó como una escribanía del Congreso. Pongamos mejor que se limitó indebidamente la soberanía del cuerpo colectivo votado al efecto por el padrón ciudadano.
Varias instituciones que se crearon nacieron flojitas. Entre ellas, algunas que eran pagos al radicalismo. Mencionemos dos: el Consejo de la Magistratura, una quinta rueda que atrancó el carro. Y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA). Ambas se supeditaron a leyes posteriores, incluso a una Constitución local en la CABA. Esas normas ranquean por debajo la CN, pueden ser pésimas y hasta inconstitucionales. El Consejo y la CABA nacieron trabados, confusos, mal legislados
Resaltemos lo evidente: remitirse a la Constitución no descifra el dilema de cómo conjugar competencias compartidas entre Nación y Ciudad, en materia sanitaria y educativa, en el transcurso de una pandemia jamás vista e impredecible. Los Supremos aseveran que sí. La claque académica, mediática y los cambiemitas los aplauden pero las soluciones son indeseables.
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El arte de juzgar sin mirar: Una parábola judicial, que nos recuerda el entrañable abogado laboralista Pedro Kesselman, atribuye a un juez la expresión: “no me moleste con hechos cuando tengo una decisión tomada”. Viene a cuento, claro.
Los tres votos cortesanos consideran que faltaron evidencias para convalidar el DNU presidencial. Peliagudo allegarlas si el expediente no se abre a prueba: una clásica encerrona kafkiana. Para entorpecer del todo, los supremos desconocen lo que en lenguaje procesal se llaman “hechos notorios”. Datos de la realidad que son de dominio público como el riesgo de colapso hospitalario, reseñado en todos los medios. Ninguno lo nombra, ninguno alude a los docentes fallecidos por covid en la CABA. Siquiera una mención respetuosa. Bruta señal acerca de la sensibilidad y el sentido solidario de los cortesanos. Esa tragedia no los conturba… ni quieren que les ataña.
Los jueces, dirá usted, deberían moverse: ir a las escuelas, observar cómo funcionan las burbujas, recorrer sanatorios y hospitales. Vade retro, si algo no hacen los magistrados es ver lo que juzgan. Se alienan, se distancian, otra característica que los distingue negativamente de los “políticos” electos.
Los jueces de la Constitución (a diferencia de los deportivos) deciden sobre lo que no cae bajo el alcance de sus sentidos. Con asiduidad es lógico. En otros supuestos se puede-debe achicar esa distancia, se llama “inmediación” en jerga técnica. Está permitido y se elogia en la doctrina pero los cortesanos rechazan involucrarse, mancharse los zapatos en el barro de la realidad. Síntoma de arrogancia, prueba del afán de no saber.
El presidente Carlos Rosenkrantz desconoció incluso datos vertidos por su correligionario o compañero o covecino cambiemita Horacio Rodríguez Larreta. Para el ex abogado de Clarín el impacto de la presencialidad en el transporte es “conjetural”. No así para el Jefe de Gobierno porteño que se ufanó de cuanto disminuyó el uso de transporte público tras establecer clases remotas en niveles superiores del sistema educativo. Rosenkrantz miente, un dechado de coherencia con sus aliados.
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Judicializar, mala praxis: Judicializar decisiones que competen a los poderes políticos es mala praxis. Fomenta la ambición temática de la Corte que expande su poder en proporción directa a las inconstitucionalidades que decreta. Gana terreno como un Pac-Man: a expensas de los otros poderes del Estado, un juego de suma cero.
La mala praxis caracteriza-beneficia a las derechas que fomentan la antipolítica. El presidente Alberto Fernández pisó el palito al abrir un escenario propicio para la concordancia entre el Jefe de Gobierno Rodríguez Larreta y la Corte. El porvenir es un jardín de senderos que se bifurcan, jamás está todo escrito de antemano. Pero el itinerario de la judicialización macrista y aval de la Corte era el más factible. Los rivales son de temer y aviesos. Están en el inventario. El deber del Gobierno es anticipar sus movidas y no dejarle pelotas picando cerca del arco.
El fallo “abstracto” de la Corte sobre un DNU no vigente, tiene pinta de amenaza. Hasta de sugerencia a la oposición. No sería tan repudiable (subrayamos “tan”) si fuera un parate a la proliferación de Decretos de Necesidad y Urgencia (DNU). En respuesta, el Ejecutivo elevará un proyecto de ley con parámetros objetivos para tomar medidas restrictivas.
La intuición del cronista, nada original, es que la Corte va más allá. Demarca un sendero ya fatigado por Juntos para el Cambio. Trabar el debate en el recinto, enardecerlo. Si el proyecto se rechaza, festejar. Si el Gobierno nacional logra hacerlo ley con mayorías ajustadas, salir de raje hacia Tribunales. Y encontrar una Corte amigable que se entrometa en cuestiones políticas y que impulse un resultado negativo, una vía hacia la ingobernabilidad. Crear un esquema filo confederado en el que la oposición de cualquier provincia impida la conducción nacional de la política sanitaria en pandemia. Entre paréntesis (esa unanimidad imposible caracteriza al fiasco de otro engendro de la Constitución de 1994, la Coparticipación federal).
De nuevo: no aseguramos que así ocurrirá. Sospechamos que es ese el designio de la Corte, seguir intrusando en decisiones políticas sin hacerse cargo de la gobernabilidad. Habrá que ver.
Con cualquier horizonte, el oficialismo y la opo serán juzgados en el cuarto oscuro, tras pactar una leve prórroga de las Primarias Abiertas (PASO) y las elecciones de medio término.
Nadie desea desenlaces atroces. Ojalá el cuadro mejore, bajen los contagios, disminuyan las muertes, se alivie la presión sobre el sistema de salud. Pero si el cuadro se agrava, la población sufrirá, “los políticos” serán puestos en la picota.
En cambio, los cinco poderosos que nadie votó y casi nadie conoce seguirán enfrascados en su subcultura, encerrados en sus domicilios, valiéndose del discurso incomprensible, lavándose las manos como un precursor célebre.