En febrero de este año se cumplieron 110 años del natalicio de la cantante y compositora catamarqueña Margarita Palacios. En 2020 se cumplieron 125 años del nacimiento del investigador Juan Alfonso Carrizo, y en 2017, 70 años de su muerte. También el año pasado se cumplieron 30 años de la muerte del dramaturgo Juan Oscar Ponferrada. En 2018, los 120 años del natalicio de Luis Franco, y 30 de su fallecimiento. También debe recordarse a la folklorista Selva Gigena y a la poeta María Emilia Azar de Suárez Hurtado.

Son fechas, a veces necrológicas, pero hay muertos que no mueren y que siempre se los está matando.

Catamarca no aprovechó ninguna de estas conmemoraciones para poner en valor la obra de estos artistas. Y poner en valor sería no sólo una declaración o un homenaje aislado, sino poner en circulación obra y pensamiento, que permita el movimiento de las producciones de sentidos de la cultura de la provincia.

Esta apretada lista, en la que caben muchos nombres más, bosqueja un entramado cultural que debe hilarse en su devenir con las producciones culturales actuales, para que Catamarca pueda establecer un relato crítico de sus construcciones identitarias y sus entramados socio-culturales.

El domingo pasado Guillermo J. Burckwardt se preguntaba en su columna de este medio, si Catamarca es conservadora. Encerrar entre signos de interrogación lo que es una imagen asociada a Catamarca en el imaginario nacional, pone en juego el reconocimiento de que las construcciones identitarias no son homogéneas. Pero, sobre todo, que los estereotipos siempre funcionan a favor del poder. En este sentido, decir que Catamarca es conservadora deja fuera de discusión la diversidad cultural y allana el camino para que en la construcción cultural, por ejemplo, emerja como único estandarte una figura como la de Fray Mamerto Esquiú, capaz de resolver en una misma dirección los ideales hegemónicos catamarqueños: un equilibrio entre catolicismo y Estado.

Esquiú tiene su lugar asegurado y merecido, pero este “estar en su lugar”, así como la convicción de que Catamarca es conservadora, pesan como estereotipos en una política de Estado que no incluye a la cultura como variable de desarrollo, ni como relato de su relación con el sistema cultural de la región. Catamarca queda atrapada entonces en la fatalidad histórica de un desfavorecimiento económico y da la espalda a un patrimonio simbólico capaz de igualarla en el entramado de un pensamiento y una construcción cultural nacional. El estereotipo de ser pobre y conservadora funciona bien para el poder.

No se trata de una persona, de un funcionario, sino de una tradición hegemónica en la que perviven tanto prácticas coloniales, como el binarismo sembrado en la noción del “ser argentino”: civilización o barbarie.

Al respecto de los estereotipos con que opera el discurso colonialista para construir la identidad del otro, el ensayista indio Homi Bhabha señala: “La fijeza, como signo de la diferencia cultural/histórica/racial en el discurso del colonialismo, es un modo paradójico de representación; connota rigidez y un orden inmutable así como desorden, degeneración y repetición demónica. Del mismo modo el estereotipo, que es su estrategia discursiva mayor, es una forma de conocimiento e identificación que vacila entre lo que siempre está 'en su lugar', ya conocido, algo que debe ser repetido ansiosamente...”.

Pensar la cultura por fuera de los estereotipos, por fuera de imágenes fijas y tradicionalismos estancos, es conectar la noción de cultura directamente con el desarrollo.

En los últimos tiempos las políticas estatales han mostrado una marcada preocupación en busca de un desarrollo social. En este sentido, los discursos y diversos logros no han incluido hasta el momento el campo cultural como un eje estratégico.

La convención de 2005 de la UNESCO, sobre la protección y la promoción de la diversidad de las expresiones culturales, destacó “la necesidad de incorporar la cultura como elemento estratégico a las políticas de desarrollo”. En el mismo sentido, remarcó que la cultura aparece como objeto último de un desarrollo bien entendido, dirigido a lograr la plena realización del ser humano.

De esto se infiere, que todo discurso o gestión productiva que no tenga en cuenta la relación entre cultura y desarrollo corre el riesgo de un cortoplacismo. El desafío de las políticas de Estado sería superar el binarismo producción de bienes vs. producción simbólica. En esta lógica se crea la necesidad de que asfaltar una calle es algo imprescindible, mientras que no lo sería publicar un libro, como si el desarrollo material pudiera prescindir del desarrollo de la imaginación.