Las políticas públicas del libro, o para el libro, no pueden ni deben desligarse de otras políticas más generales –la cultural, o la económica, por ejemplo- ni de la polémica, desde mi punto de vista no resuelta, sobre el grado de intervención del Gobierno para un adecuado desarrollo del libro.
La empresa privada no puede existir sin orden social y la empresa moderna –grande o pequeña- requiere un alto grado de orden. Independientemente del orden que las empresas y las instituciones privadas derivadas de ellas pudieran generar, en el fondo, éstas se apoyan en pautas más fundamentales que solo el Estado puede mantener y desarrollar.
En el Estado, es el gobierno el que con sus políticas cultural y económica puede alentar el florecimiento o la agonía de las ediciones de libros. Una política gubernamental sobre el libro debe intentar recuperar y ordenar prioridades que han ido perdiendo vigencia y que es necesario reflotar para recapturar acciones no cumplidas en los últimos tiempos y directrices mal formuladas o inexistentes.
En el terreno de la cultura y particularmente en el ámbito del libro, la concreción de estas primeras reflexiones es especialmente difícil, más en el campo conceptual que en práctico.
Creo que en nuestro país, por ejemplo, el Congreso de la Nación puede estar dividido en numerosos asuntos, pero me lo imagino y deseo unánime a la hora de votar disposiciones que desarrollen el libro, la lectura y cualquier otro aspecto básico de la vida cultural. Sin embargo, las asignaciones específicas para estas áreas son tan pequeñas como inexplicables, sobre todo porque estamos llegando a poder afirmar que la edición y el futuro del libro, en su aspecto tradicional y en su adecuación a las nuevas tecnologías, puede subsistir o morir según la distribución de recursos que acuerden o permitan los legisladores en general y el Poder Ejecutivo en particular.
Como en otros países, Argentina ha financiado las acciones culturales tanto con recursos públicos (nacionales, provinciales, municipales) y por el sector privado. Mediante subvenciones y estímulos, como altos niveles de compras públicas de libros, el sector ha recibido el oxígeno necesario para desarrollarse. Actualmente, el soporte público de la cultura ha declinado.
El libro
Como bien dice Escarpit, “un libro, como todo lo vivo, es indefinible. En todo caso, nadie ha logrado definir lo que es un libro. Porque un libro no es un objeto como los demás. En la mano, no es sino papel. Y el papel no es el libro. Y sin embargo también está el libro en las páginas; el pensamiento solo no es el libro. El libro es una máquina para leer, pero nunca se puede utilizar mecánicamente. Un libro se vende, se compra, se cambia, pero no se lo debe tratar como una mercancía cualquiera, porque es, a la vez, múltiple y único, innumerable e insustituible”.
Una política pública del libro puede y debe perseguir la restitución de los elementos originales:
-Que los compradores se conviertan en lectores.
-Que los proveedores de materia prima sean los creadores, los escritores.
-Que los editores no son fabricantes sino intermediarios entre los autores y los lectores.
Porque en la realidad el extraño y difícil equilibrio entre la política industrial y cultural del libro debe ser parte esencial de la preocupación de toda acción pública a corto, mediano y largo plazo que quiera recibir la denominación de política cultural del libro.
La figura del editor tradicional es hoy difícil de encontrar. La dimensión económica alcanzada por la industria del libro, el proceso de concentración editorial, el elevado precio del dinero, la crisis de mercados tradicionales, etc, han creado las condiciones para que este editor tradicional haya sido sustituido por empresarios, técnicos en gestión financiera, vendedores más preocupados por índices de circulación, derechos subsidiarios o crear éxitos de librería, que por descubrir libros destinados a formar parte de la literatura de nuestra época.
Ser editor hoy, en este sentido tradicional, ha llegado a convertirse en una auténtica carrera de obstáculos, porque tropieza con los costos y los intereses de los lectores.
La misión de una política cultural del libro aquí y ahora debe mejorar la formación e información, incentivar selectivamente la edición para permitir la viabilidad de esta figura de difícil, pero necesario, equilibrio y debe, asimismo, dinamizar las corrientes de intermediación.
Aparte del editor, los dos grandes intermediarios culturales entre el escritor y el lector, son el librero y el bibliotecario. Estas dos figuras poseen una naturaleza semejante y son en cierta medida, complementarios. Arriesgando su propio capital o encuadrados en la estructura de una determinada institución pública o privada, constituyen dos inestimables figuras de las que depende en buena medida el juego, más o menos responsable, de intermediación cultural y dinamización de las corrientes a las que nos referimos al imaginar la figura que representaba una industria editorial equilibradamente desarrollada.
El librero y el bibliotecario, o, mejor, la biblioteca, sufren hoy una profunda crisis motivada por un buen número de circunstancias difíciles de sobrellevar, por lo que deberían ser objeto de atención preferente si quiere llegarse a desarrollar una política pública renovadora. Recordemos que el librero y el bibliotecario son quienes recomiendan las lecturas, los libros, los autores, a los lectores. Y sabemos que sin los lectores las ediciones de libros no tendrían destino. Las nuevas tectologías comunican y contribuyen a la información, pero libreros y bibliotecarios asesoran desde su función a los potenciales lectores.
Una política pública del libro debe preocuparse porque los compradores se conviertan en lectores y aumente su número, y por considerar muy especialmente a los escritores, que en general son la parte más débil de la larga serie de sujetos del mundo del libro.
Por ejemplo, creo que en el Fondo Nacional de las Artes que se supone al servicio de los creadores, debieran flexibilizarse las condiciones para tomar un crédito. Porque las exigencias actuales son tantas que desalientan a quien pretende publicar un libro con esos recursos y se va formando una carrera de obstáculos para lograr la edición.
Conclusiones
La coordinación interministerial –cultura, industria, producción, economía-, el incremento de los recursos públicos para la adquisición de libros, una profunda reestructuración –como la del Fondo Nacional de las Artes, a la que me referí-, una adecuada legislación que respete los diferentes en juego, serían los ejes de la acción necesaria.
En cuanto al incremento de recursos públicos para la adquisición de libros, mi provincia, Catamarca, es un ejemplo, porque junto a la política de entrega de viviendas entrega libros de autores catamarqueños. Se trata de un convenio entre la SADE y la Secretaría de Estado de la Vivienda.
Las políticas públicas del libro deben incentivar la maduración de las instituciones representativas de los colectivos que protagonizan la creación y edición del libro, como lo es la SADE; fomentar la creación de empresas mixtas capaces de enfrentarse adecuadamente con la enorme complejidad de los problemas técnicos que hoy nadie, en solitario, puede asumir, asimilar y resolver: la formación de los profesionales, el desarrollo de la distribución.