El fallo de la Corte Suprema, a más de los graves problemas de timón económico, acentúa el debate sobre cómo dilucidar respuestas.
A través del dictamen nos enteramos de que a Buenos Aires le corresponde asegurar "la educación de sus habitantes", así como su modalidad, por encima de toda emergencia o catástrofe sanitaria.
También nos desayunamos con que en Kafkalandia, como ilustra Mario Wainfeld, es clave la inexistencia del AMBA porque así lo estipulan los términos del federalismo constitucional. No es "una región". A efectos jurídicos es una ensoñación geográfica, dice la Corte en verba práctica.
Alrededor de 15 millones de personas entre las que diariamente se intercambian trabajo, lugares, transporte público, no están. No existen. Son un ente, diría Videla.
Sin embargo, primero y último, la novedad es que la Corte advierte que su definición debe aplicarse a "casos futuros".
Significa que, si llega a haber el colapso del sistema de salud de la región que no existe, la Ciudad podrá mantener su autonomía decisoria al margen de cualquier medida de un gobierno nacional que, enseña la Corte, está pintado.
La sensación de impotencia es abrumadora.
Un dato determinante pasa por la improbabilidad de manifestaciones públicas contundentes.
Al estar vedada la respuesta movilizatoria, el camino queda casi limpio para estas andanzas.
¿Alguien cree que procederían así si tuvieran la amenaza de un contraataque callejero inolvidable, como el que los hizo retroceder cuando el 2 x 1 a favor de los genocidas?
Pero eso es lo diagnóstico, que de todos modos sirve para recordar que los agredidos son muchos.
En el recetario, no pareciera haber otra fórmula que acumular convicción en cada espacio que se pueda. Confrontar con ayuda económica que haga sentir, en los bolsillos populares, lo imperioso de ratificar credibilidad en este experimento enmarañado que gobierna, desde los rincones dejados por el poder real. Comunicarlo como se debe. Conmover intereses de alguna manera que pueda ser más efectiva que declamatoria.
No hay relato esperanzador de ofensiva, y a la vez es irrefutable lo complicadísimo de establecerlo en medio de una pandemia desgarradora.
Despreciar al Presidente porque corre riesgo de Alfonsín; reclamar comprensiblemente destemplados que "hagan algo"; trazar soluciones mágicas como si se contara con soviets organizados en etapa revolucionaria, no es más que un cúmulo de descargas emocionales.
Pasados algunos días desde el episodio, asimiladas opiniones varias y producida cierta contestación “oficial” al mandoble de los cortesanos, corresponde el intento de profundizar en cuáles son las herramientas de que dispone o dispondría el Estado (en una escena pandémica, no hay que cansarse de reiterarlo) para aquello de tocar intereses de minorías en función de las necesidades mayoritarias.
El gobierno nacional respondió al fallo de la Corte a través de una imagen de unidad que congregó al Presidente, a Cristina, a Massa, a Kicillof.
Eso estuvo objetivamente muy bien, per se y porque, de yapa, sirvió para licuar el escandalete Guzmán/Basualdo/tarifas energéticas/costos de ajuste a cargo de quiénes, que el Gobierno se infligió sin más injerencia que la de sí mismo, en otro de sus ya típicos enredos o sismos de falta de coordinación comunicacional (para ser benévolos).
El problema es que a esa foto priorizadora de la unidad debe ponérsele política, en su sentido de gesto y/o medida/s que empujen, si no entusiasmo, imagen de autoridad.
Ese es un tema que empieza a recorrer a adherentes, cuadros, militancia, votantes y expectantes del Frente de Todos, en voz todavía baja por fuera de los enojados dispersos que mascullan en las redes y que, cómodamente, dibujan un pueblo levantisco dispuesto a enfrentarse contra lo que viniere.
Lo de cuáles herramientas efectivas inmediatas y mediatas tiene el Gobierno, el Estado, para generar consecuencias concretas y no sólo impresión de épica confrontativa, es determinante salvo que --en vez de discutir cómo se disputa el Poder-- el asunto consista en poetizar sobre quiénes tienen las cosas más largas.
El recurso del aporte “solidario” de las grandes fortunas primereó cuando pocos le tenían confianza, y expuso su eficacia. Se trabajó con muñeca parlamentaria. Se convenció con muy buen discurso. Se recaudó dentro de las estimaciones previstas.
Accionar frente al desaguisado de/con las distribuidoras eléctricas, como ayer reseñó Alfredo Zaiat en su artículo demostrativo de que detrás del debate por las tarifas hay un modelo energético que no sirve, es otra opción a contemplar porque su audacia carecería de riesgos incontrolables.
Pero, también para ejemplificar y no son hipótesis menores: si lo que se decidiera frente a la emergencia nodal de restricción externa (falta de dólares para sostener recuperación económica, porque somos un país dependiente) fuese tocar renta exportadora agropecuaria, aumentando retenciones; y si “el campo” contraatacara sentándose sobre sus silobolsas, reteniendo despachos de granos, ¿cómo y con quiénes se obliga a que liquiden sus tenencias?
Si se trata, como debiera tratarse, de controlar o directamente estatizar la denominada Hidrovía paranaense porque se fuga por allí una cifra abrumadora de divisas, y eso cuenta con el crecimiento de la conciencia política gracias a prédicas de gente como Mempo Giardinelli y Jorge Taiana, ¿tan claro está el tiempo de implementación que llevaría en armado logístico y, sobre todo, con qué fuerzas físicas se enfrentaría la contraofensiva? ¿Y con cuáles otras medidas se reemplazarían las divisas mermadas?
Igualmente, es tal el grado de indignación, con las brutalidades de la llamada prensa hegemónica, que se reclama Ley de Medios ya. Es estimulante, porque revela, o recuerda, que la batalla legal la habrá ganado Clarín&Cía., pero la cultural quedó en pelea porque ya “nadie” se llama a engaño sobre cómo operan los medios de comunicación convencionales. Y aledaños. Sin embargo, ¿qué fantasía rige? ¿Que se aprieta un botón y aparece de la nada un decreto o mayoría parlamentaria que, también de la nada, provoca el surgimiento de nuevos medios dispuestos, capacitados y con solvencia económica para enfrentar al aparato dominante?
Dicho nueva pero insistentemente, porque no se tiene a mano las respuestas, es seguro que las preguntas son algunas como ésas.
Y también sería seguro que el Gobierno, así como no debe prenderse en provocaciones de inmediatistas por si no fuera poco con la ferocidad corporativo-mediática de sus enemigos, debe generar algún hecho que lo reinstale en esa ofensiva de la que parece carecer.
No es que no haga nada, ni mucho menos. La pandemia lo tomó de lleno apenas asumido; van llegando vacunas; controla desbordes sociales muchísimo mejor que países de la región, porque su malla asistencial lo permite; lidia con una deuda externa catastrófica; es una coalición complicada que sirvió para articular cómo quitarse de encima la peor de las pesadillas.
Pero no alcanza y no es cuestión de que sea justo o injusto, sino de los tiempos que imponen sufrimientos reales. Y operados. Las dos cosas.
La inflación en alimentos y productos de primera necesidad es otro aspecto, central, al que histórica y estructuralmente no se le encuentra la vuelta en etapas de crisis. Está claro que no son suficientes las sanciones, ni los controles, ni los “acuerdos” sectoriales.
¿Entonces? ¿Cómo se agarra la sortija? ¿Cómo se hace para hallar el punto intermedio justo, o aproximado, entre el posibilismo inmovilizador y el consignismo vacuo?
La invitación es a pensar, sin tampoco incurrir en demoras insondables pero sí con responsabilidad política, con qué acciones auténticamente resolutivas, con qué relato, con qué figuras, ocupando cuáles espacios preeminentes, se responde a esta avanzada de la derecha que --mucho cuidado-- ya ni siquiera tiene pudor al definirse como tal.
Hace unos años, entremedio de la derrota electoral y la llegada de Macri, hubo en las redes, fugazmente, una provocación que viene (muy) a cuento de (algunas de) las dificultades para encontrar salidas dentro de complejidades extremas.
Hay que hacer un estudio sociológico y psicológico sobre la gente que vive como clase media-media baja; se indigna como rico; escribe como politólogo; responde como apolítico; cobra como empleado; discute como dueño; postea como budista y contesta como Violencia Rivas.
Hay que gobernar eso, eh.