Somos tal vez un tanto injustos, o sólo descreídos, con los servicios que nos presta, en este momento de encierro, que va para largo, ese portal que se llama YouTube y al que se accede fácilmente si, por supuesto, se tiene Internet. Yo recurro a sus servicios con frecuencia y le estoy reconocido ante todo por las muy útiles recetas de cocina, que me han permitido sortear graves situaciones y, en otro plano, ver películas de un antaño irrecuperable de otro modo, cómo habría visto sino Pimpollos rotos o las menos afortunadas que dirigió Fritz Lang en Hollywood o la épica Enamorada, del “Indio” Fernández, con una María Félix de sueño. Pero no es sólo eso, pura distracción se dirá, hay mucho más y de otro orden: encuentros olvidados y que es muy bueno recuperar, con la nostalgia y el, a veces, dolor, que producen o produjeron. Figuras, personas, circunstancias, en algunos casos fragmentos de historia que reavivan sensaciones y que a muchos puede importarles conocer.

No lo esperaba pero se me ofrece un encuentro en el que interviene un grupo de escritores que conozco. Debe ser en algún momento de 1989 y lo pilotea Cristina Mucci en su programa Los siete locos: es probable que no sepa en qué se ha metido. Los invitados son Pacho O’Donnell, María Sáenz Quesada, Marta Mercader, Luis Gregorich, Beatriz Sarlo y David Viñas, tal vez alguien más. Como era de esperarse, Viñas embiste y rápidamente pone incómodos a los demás; no pasa mucho tiempo y Beatriz Sarlo se levanta y se va, pero Viñas no se inmuta y continúa fustigando a los intelectuales que se dejaron llevar, o quisieron hacerlo, por el encanto de la dictadura.

¿No le importaba el gesto de Sarlo o esa decisión tan evidente tenía una historia? No lo podemos saber, lo que en cambio sabemos es que alguno de los presentes, sorprendido por el desplante de Sarlo, le dio un giro a la conversación, pasado el mal rato del que nadie intentó hablar. Estamos en democracia -dijo quizás O’Donnell con ese tono ponderado que no lo abandonó nunca en sus frecuentes cambios de ubicación- y tenemos que encarar los problemas actuales y las tareas del futuro, el pasado ya no cuenta; argumento que en silencio suscriben los demás menos Viñas que no cede y vuelve sobre el viejo y quemante tema de la responsabilidad de los intelectuales en su relación con las instituciones. 

La tajante distinción entre intelectuales sumisos e intelectuales críticos que dispara molesta a los invitados porque les recuerda a varios de los presentes –eso vendrá después a medida que Viñas se enardezca y los demás recubran la respiración- sus tránsitos por la vida política, del peronismo al radicalismo, pasando por el menemismo e, incluso, caso Gregorich, por trabajos durante la dictadura. O’Donnell que empezó exiliado y luego radical, con cargos altos durante Alfonsín, luego funcionario menemista, embajador y todo y luego militante revisionista, Juan Manuel de Rosas, una pasión que no sé cuánto duró durante el kirchnerismo.

En fin, la energía que pone Viñas en su discurso, casi un alegato, se diría su rasgo predominante, está en su expresión, severa y concentrada, sin ninguna concesión a la cortesía, la agudeza de los detalles que percibe, lo cual, pero no sólo eso sino muchas otras cosas, me retrotrae a todo el tiempo en el que estuvimos distanciados por razones que no importa invocar habiendo sido tan cercanos durante tantos años; su vehemente y contundente discurso, el “no”, declara, es el comienzo del pensar y su terminante y definitiva aserción guarda una relación nada oculta con el modo en que enfocó sus trabajos sobre la literatura argentina y que siempre me costó definir; hoy creo verlo claro, para él siempre se trató de “buscar al culpable”, muchas veces lo halló, en otras esa búsqueda hizo desaparecer la literatura pero no puedo menos que reconocer que sus ataques frontales al oportunismo tienen un fundamento ético que se debería apreciar, sobre todo en estos tiempos en que la literatura parece haber renunciado a su poder y muchos que se dicen intelectuales, seducidos por la languidez del discurso macrista, sienten que ser “críticos”, como quería Viñas, es una antigualla, que la vida pasa por otro lado, como a tal cosa ha sido sometido por su vástago el apellido de León Rozitchner, que quiso y fue un intelectual crítico, con todas las de la ley. 

Los otros, salvo Beatriz Sarlo, que se fue, callan o se defienden tímidamente, cuidándose de arriesgar un juicio que puede caerles encima, el punto es delicado.

Pero de ese episodio televisivo se desprenden otros temas que no quiero perder. Por ejemplo la salida de Beatriz Sarlo de la conversación y la escasa importancia que le concedió Viñas a su abrupta partida. Desconcertante: tres años antes, en otro escenario, la casa de Tomás Eloy Martínez, en Maryland, ella se disgustó conmigo porque yo cuestionaba no recuerdo muy bien qué de Viñas, creo que sus comportamientos personales, no sus creencias políticas; es más, en función de su adhesión sin reservas a su figura –no era la única, Viñas tuvo muchas adoradoras antes y después de regreso en 1984- le brindó su casa o algo semejante a su regreso de México y, finalmente, este triste final, ella dejando de escucharlo, él fingiendo que no pasaba nada.

¿Trascendente episodio para la historia de la literatura argentina? Eso, que ya pasó y hace rato, lleva a un episodio más amplio durante el cual se produjo la disputa conmigo y su exaltada defensa de Viñas, aunque no fue ella la única que contribuyó a la glorificación acrítica que la vida le brindó durante muchos años.

Como lo señalé, fuimos convocados, no sólo ella y yo, por el generoso Saúl Sosnowski, a un encuentro que se llevaría a cabo en Maryland, y cuyo título era “Represión y reconstrucción de la cultura argentina”, entre noviembre y diciembre de 1984. Formaban parte del heteróclito elenco de participantes Osvaldo Bayer, José Pablo Feinmann, Luis Gregorich, Tulio Halperín Donghi, Juan Carlos Martini, Liliana Heker, Jorge Lafforgue, Santiago Kovadloff, Tomás Eloy Martínez, Hipólito Solari Yrigoyen, Mónica Peralta Ramos, León Rozitchner, Beatriz Sarlo y yo.

No me resulta fácil recuperar las discusiones que tuvieron lugar y que fueron muy calientes pero otras imágenes no se me borran: cuando empezamos a llegar no sé por qué no fuimos a hoteles, recuerdo que estábamos apiñados en el departamento de Tomás Eloy como si fuéramos estudiantes; no todos, la mitad, la otra mitad, Gregorich, Halperín, Heker, Solari Y., Kovadloff, también Bayer y Martini, deben haber ido a algún hotel. Durmiendo en el piso, charlando hasta por los codos, celebrábamos el reencuentro, el final de la dictadura, suponíamos que se abrirían todas las puertas que se nos habían cerrado durante los ocho duros años que, por fin, terminaban.

Cuando nos encontramos todos en un salón de la universidad empezaron los encontronazos. Rozitchner estaba muy enojado con Feinmann a causa de Perón, Feimann lo seguía considerando una alternativa o una promesa, no Perón sino el peronismo, Rozitchner exhibía su tesis del terror que atribuía tanto a la dictadura, como encarnación del terror de las derechas por la emergencia de las masas, como al propio Perón; Bayer y Martínez demolieron a Gregorich y le atizaron la memoria, hasta tal punto que, compungido, intentó que yo lo protegiese del vendaval de reproches, a mi juicio muy justificados, que llovieron sobre él, sólo porque no me encarnizaba. 

Todo parecía indicar que muchas cuentas pendientes empezarían a ponerse sobre la mesa, el acuerdo sobre la brutalidad de la dictadura era total pero el después no era tan claro para cada uno, no hay más que considerar lo que pasó después, el macrismo de Kovadloff, el anticristinismo de Sarlo, las evoluciones de O’Donnell, para qué entrar en detalle. 

El exilio, que para varios –Bayer, Martini, Rozitchner, Solari, yo mismo- había sido una solución dramática, de vida o de sobrevida, para otros parecía ser un dato menor, ni comparar con el exilio interno que en la cultura había sido un dato mayor. Pero el exilio apareció, yo mismo lo evoqué hablando sobre literatura durante el ominoso período que se resistía a terminar: cualquiera podía considerar que muy pronto desaparecería de la agenda, tal como lo percibimos algunos cuando el propio Alfonsín prefirió no responder a una carta que desde México le envió un grupo que se había aguantado unos cuantos años la incertidumbre y la lejanía.

Las disertaciones, a la manera de un congreso, y las discusiones, donde afloraban diferencias y aun enconos, fueron recogidas en el volumen que organizó Sosnowski y poco después hizo publicar en la Argentina. No lo he vuelto a ver pero puedo creer que el sentido de todo lo que pasó era menos la posibilidad de una reconciliación posible que una puesta en claro de lo que había pasado y de lo que podía pasar.

 

No sé dónde quedaron las notas que fui tomando reunión tras reunión de modo que sólo mi memoria puede venir en mi ayuda y mi memoria es débil en cuanto a argumentaciones precisas; sólo me queda una primera idea, muy fuerte, la de que discutir sin tapujos era más fácil fuera del país que en el país, en la certeza de que un encuentro semejante habría sido impensable en la Argentina. Y otra cosa: tal vez eso que vivimos en un derroche de pasión y de inteligencia crítica quedaría encapsulado en los archivos de la Universidad de Maryland, gran triunfo de Sosnowski, pero que no irradiaría sobre la Argentina donde el sistema político, de los otros nada se puede esperar, requiere de los intelectuales adhesión y apoyo pero desdeña lo que puede implicar de luz y de paso aleja a unos y corrompe a otros. Creo que a eso se refería Viñas, como si fuera el octavo loco, en el perdido programa de televisión que tiene como nombre el título de la novela de Arlt.