“La música de la familia”, como la llamaba la abuela Tauba, recupera la voz y la mirada de la niña que fue. Tauba, hermana mayor del poeta Juan Gelman, llegó a Buenos Aires el 5 de julio de 1927, en los brazos de su madre. Venían de Ucrania, escapando “un poco de la persecución a los judíos, otro poco del Ejército Rojo de la Unión Soviética”. Las huidas fueron moneda corriente en la historia de la familia paterna de Julieta Lerman, editora, traductora, poeta y música, que acaba de publicar su primer libro de narrativa Suite para violoncello (La Gran Nilson Editora). Lerman encuentra una voz y un tono excepcionales: cuanto más bajo parece el volumen de la escritura más intensa y sugerente se vuelve la prosa.
Suite para violoncello es la historia de un linaje femenino fundado por Tauba, rebautizada Teodora en Buenos Aires, bioquímica, “loca de la música”, el estudio y los libros, el orgullo de su nieta porque se separó “del señor que le pegaba” con dos hijos chicos. Uno de esos hijos, el escritor Pablo Lerman, es el papá de Julieta. En la narración también emerge el fantasma de la persecución, que empieza mucho antes de Teodora, con el abuelo materno de Gelman, Moisés Abraham Burichson, rabino de Odessa, que desapareció en la Shoa. “En honor a él, Juan eligió para su hijo dos nombres con las mismas iniciales: Marcelo Ariel. Parece un mal chiste del destino (…) que Marcelo llevara escrito en clave el mismo final trágico de su bisabuelo. Desapareció en la dictadura argentina en 1976”, recuerda la narradora.
“Del cello lo que me gusta, y me gustó siempre, por culpa de mi abuela, es el sonido. Ella me enseñó a escucharlo. Y eso me quedó para siempre, en cualquier música que escuchaba identificaba la línea”, revela Lerman (Buenos Aires, 1980), que estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires (UBA) y cursó estudios musicales en el Conservatorio Superior de Música Manuel de Falla. “También me gusta que el cello pueda ser un bajo y a la vez pueda cantar; tiene justamente el registro de la voz humana”, explica la escritora que toca el cello en Proyecto M.E.G., una orquesta de cámara de música barroca, dirigida por Demián Sielecki; y en la Catalejo Orquesta.
“En mi familia, como en todas las familias, flotaba todo tipo de mandatos más o menos implícitos. Lo gracioso, entre comillas, de mi abuela es que era totalmente explícita: decía muy directamente lo que había que hacer y no hacer. Y esos mandatos en general tenían que ver con el arte y la cultura, como cuento en el libro: leer libros, ir al teatro, a conciertos. Ese es un legado muy preciado que nos dejó, pero en su momento era pesado y por eso los chicos nos reíamos de ella”, confiesa la autora de los poemarios París intramuros (2008), El diario de Emma (2010) y Una cosa mínima (2011). La escritora y cellista, hermana del director de cine y teatro Diego Lerman, cuenta que su “rebeldía” fue elegir tocar la flauta cuando su abuela quería que tocara el cello. “No sé por qué lo asocio con otra rebeldía entre comillas cuando empecé a escribir y me decidí por la poesía, en parte para diferenciarme de mi papá que escribe novelas. Igual, por las extrañas vueltas de la vida, terminé cayendo en el cello y en la narrativa”, reflexiona Lerman.
-A propósito del epígrafe de Suite para violoncello, esa idea de que para pintar una cabeza has de renunciar a toda la figura, ¿cómo funciona respecto de tu abuela?
-El epígrafe de Nicole Krauss lo puse sobre todo por el tono del texto, esa mirada de niña (y a veces no tan niña) que intento recrear. Sobre lo que dice de pintar una cabeza, podría ser mi abuela o podría ser el cello. Para mí, el cello funciona como excusa para hablar de otras cosas (la historia familiar, mi abuela, la infancia, las pérdidas y otras emociones que no se pueden nombrar muy directamente). En cuanto a mi abuela, en relación al “linaje femenino” de mi familia, es una mujer muy interesante y bastante atípica para su época: pudo tener una profesión y mantenerse, se separó de su marido violento con dos hijos chiquitos, empezó otra carrera de grande y era muy apasionada con las cosas que le gustaban (la música especialmente), ¡y tomó clases de cello a los sesenta años! Eso quise captar de ella.
-El hecho de que este sea un libro de narrativa ¿es como “la puerta de atrás” que preferís porque es menos “pomposa” que la puerta principal de la poesía?
-Puede ser, está buena la asociación. Creo que más que nada lo no pomposo tiene que ver con el tono y el espíritu con que me embarqué en la escritura del libro, de darme el permiso de detenerme en cosas nimias, de asociar cualquier cosa con cualquier cosa (un recuerdo, un sueño, una lectura, una película mala, un poema, una canción) y dejarme llevar por esa corriente sin saber exactamente para dónde iba, sin dirigirla tan concienzudamente. En ese sentido, el cello funciona como puerta trasera, que me llevaba a mi abuela y a tantas otras cosas.
-Esa frase de tu abuela “hay que acostumbrar el oído”, convencida de que había que aprender a escuchar música, ¿cómo funciona en la escritura? ¿Se aprende a escribir como se aprende a escuchar música?
-No lo había pensado como algo homologable, pero puede que lo sea. Supongo que se aprende a escribir aprendiendo a escuchar, sí, y a observar sobre todo, que es como una escucha engordada… Yo asocio la escritura a algo más visual que auditivo, en el sentido de que, aunque lo musical esté muy presente, está imantado a un punto de vista, a una mirada que se plasma en el ritmo, las cadencias, la sonoridad, los silencios. Un texto es una visión del mundo, como decía Wittgenstein: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”.
-Te devuelvo una pregunta que aparece en el libro: ¿en qué momento te convertiste en escritora?
-Eso que digo en el libro realmente lo pienso: ¿en qué momento una persona se convierte en escritor? ¿Alcanza con escribir para ser escritor? Creería que no, que es más complejo que eso. Y también, como pregunto en el libro, ¿es necesario escribir para serlo? Desde un punto de vista, evidentemente sí. Y desde otro punto de vista, escribir también incluye o supone momentos de no escribir, como decía Montale. En ese sentido, yo identifico ese momento post-adolescente que cuento en el libro como un momento inaugural en que me decidí a escribir poesía a modo de juego, juego serio, como todo juego.
-¿Cómo fue la experiencia de escribir tu primer libro de narrativa?
-Hermosa,
muy placentera. Y también un poco fallida, porque en algún momento pensé que
estaba escribiendo una novela, y evidentemente no lo es. Quizá algún día llegue
la novela. ¡Ojalá! De todos modos, los libros de poesía también tienen una
narrativa, cuentan historias, o pedacitos de historias, que el lector tiene que
completar. En ese sentido, yo asocio este libro más a la poesía creo… porque,
aunque hay relatos, cuentan fragmentos de historias que muchas veces quedan
suspendidas o bordean algo que no se termina de decir, o quieren decir más de
lo que dicen.