Todo lo que puede entrar en un cuaderno: pensamientos fugaces o muy sesudos, citas de autores favoritos, proyectos por realizar, proyectos realizados, anecdotario, frases escuchadas al pasar, recuerdos que por alguna razón vuelven a la mente, dibujitos, críticas de obras o películas vistas, autocríticas, listas, fotos, recortes de diarios y mucho más. Un cuaderno de artista es como una sala de ensayo y lo que se puede ensayar es… prácticamente todo. Así de diversos, movedizos y atrapantes son los Cuadernos de Andrés Di Tella. Después de años de dedicarse a las imágenes, presenta un libro que parece ser la voz en off que acompañó y sostuvo su enorme trabajo cinematográfico durante el tiempo y que recién ahora podemos escuchar. Con su título denotativo y concreto, Cuadernos oculta apenas lo maleable, frágil y complejo que traen sus páginas.

Al tratarse de apuntes tomados por una persona durante diez años o más, los temas y problemas cambian. En capítulos que varían en su extensión, va construyendo un tono que se permite algunos saltos. Textos breves, de un párrafo, se suceden con otros que pueden llegar a las 10 páginas. Van de lo autobiográfico a lo ensayístico o a la apasionada recopilación de figuras –como álbum de figuritas personal-- que acompañaron su vida con imágenes y palabras. La primera decisión que se observa es la de no ordenar los fragmentos temáticamente, sino en una concatenación más rítmica, como un montaje de atracciones. Textos disimiles que no permiten bajar ni por un momento la atención del lector. Y provocan sentidos justamente a partir de esa sucesión de historias disímiles.

Lo que mantiene unido y da sentido al conjunto es, por supuesto, la figura del autor. La primera persona es la argamasa que mantiene enlazadas las partes que viajan en tiempos y espacios. Y esto no es casual. Para Andrés Di Tella la primera persona es un estandarte estético, una posición ética dentro de sus universos cinematográficos y también aquí: es su política de autor. Como si dijera –sencillamente, humildemente-- sólo puedo contar desde mí haciendo explicita esa marca enunciativa. Esta premisa articula la voz narrativa, pero también se vuelca sobre el contenido. Las preguntas acerca de la identidad vuelven y vuelven al relato: al reflexionar sobre escrituras y documentales autobiográficos, pero también de un modo más profundo cuando el narrador aborda lo que denomina su novela familiar.

En el primer capítulo, por ejemplo, un bar en Villa Ortuzar donde el autor acude a garabatear en su cuaderno, le despierta una serie de asociaciones barriales. Está a una cuadra de la casa de su infancia demolida algunos años atrás –la dirección está grabada en su memoria--, la misma casa donde murió su madre. Una imagen potente, arrasadora, que sin embargo, no lo asfixia, ni lo deja clavado al recuerdo doloroso. La evocación no se queda quieta y va hacia otra casa, también en las cercanías de su mesa de café, donde vivieron los fundadores de la Escuela del Sol, una institución de vanguardia en los 70, donde él estudió. El recuerdo del estilo libertario de sus viejos profesores se enriquece con un dato del que se enteró hace poco. Exactamente enfrente de esa casa estuvo la de Norah Lange, a donde Borges acudía semanalmente a sus tertulias. El amor platónico entre ambos – forjado en largas caminatas, poemas recitados a voz en cuello, incluso desde la azotea de esa mismísima casona estilo Tudor— fue derribado por la aparición en el grupo de Oliverio Girondo. Debido a esa desilusión Borges dejó de escribir poemas y comenzó su camino de cuentista. Unas historias le ocurrieron a él, otras se las contaron; unas casas están de pie, otras fueron demolidas, pero sus habitantes parecen caminar todavía por esas mismas calles. Como el mismo Andrés niño. Con esa mezcla de pasado y presente, de relato de iniciación propio y ajeno, comienza este libro. Cuadernos también es un relato de fantasmas.

En uno de los capítulos que siguen, El documental y yo, se abre la reflexión cinéfila, que como no podía ser de otro modo, está profundamente situada a partir de la experiencia de Di Tella como espectador y como realizador. Menciona el caso de dos críticos que a raíz del estreno de su filme así llamado, le comentaron que era “muy temerario” que un director se exponga tan personalmente en un documental. La anécdota le sirve para problematizar la cuestión, los mitos y verdades sobre la objetividad en este género, la disimulada e inevitable presencia de la ficción, el lugar del documentalista en este universo y qué derecho o necesidad tiene de contar sus problemas en una película de estas características. Lo hace en un recorrido que es a su vez una exquisita historia del documental en el que aparecen cameos de su iniciador Robert Flaherty, el Direct cinema americano, el Cinema verite francés y el enorme Jean Rouch, sutil inspiración para Di Tella. Y llega a una conclusión interesante: la ficcionalización o falsificación –presente en el documental de maneras más o menos explícitas- puede alumbrar una autenticidad, revelar una verdad que no hubiera aparecido por otros medios.

Pero el pensamiento sobre la identidad y el modo en que se puede plasmar en un objeto artístico no se queda sólo en el terreno de la especulación, sino que aparece encarnado de un modo radical en el capítulo El curioso incidente del perro durante la noche. Allí el autor abre el proceso de creación de Fotografías, su anteúltimo film que tiene como centro a su madre, Kamala Apparao. En parte el asunto ya había sido planteado previamente, cuando presentó su “novela familiar”. Hijo de un matrimonio singular, entre Torcuato, un argentino de origen italiano y Kamala, que para el registro infantil de Di Tella es “la única hindú de la Argentina”. La historia de ese amor que comenzó en los años 50, en una Londres atónita por ese cruce étnico, sus dificultades, la llegada de los hijos, incluso el tiempo en que vivieron con ellos en Inglaterra, en los que el autor atravesó un significativo episodio de discriminación por su color de piel. Esta cuestión toma una actualidad inmediata cuando Di Tella viaja a la India a filmar –narrado en el capítulo Diario de la India-- y la pregunta sobre la identidad, lo que él considera propio y lo que hasta ese momento pensó ajeno, se torna ambiguo o como él mismo escribe, mutante

“La identidad ya no es un punto de partida, sino que la autobiografía se convierte en una experiencia que permite dibujar una identidad, uniendo los puntos. La identidad como algo contingente, necesariamente incompleto, que muta en forma permanente, en función de la experiencia, que la enfrenta con distintas posibilidades.” Iniciar ese camino hacia un origen, reinventa ese origen y lo convierte en algo que no está enterrado en el pasado, sino vivo, que puede ser repensado y también filmado o como aquí: escrito.

La melancolía de evocar la vida y los cariños idos se complementa en Cuadernos con el entusiasmo que le generan a Di Tella algunas películas, algunos libros, algunas obras de teatro y también algunos encuentros con personajes célebres. La obra de Ricardo Piglia, Lucrecia Martel, Witold Gombrowicz, Matsuo Basho, Macedonio Fernández, Jonas Mekas, Narcisa Hirsch, Luis Ospina y muchos otrxs se cuela en las páginas de un modo muy contagioso, muy vital. Todo mención tiene una capacidad inspiradora, productiva. Si como dice dice Piglia en Formas breves, la crítica es la forma moderna de la autobiografía, al escribir esas lecturas que lo marcaron, Di Tella está escribiendo la suya.

 

Fragmentaria, mutante, viajera. Cuadernos está hecho de fragmentos y es en sí un fragmento que en un momento termina: como si dijéramos, el autor llegó hasta la última hoja. Pero podría seguir y esto ser sólo el comienzo, el working progress de unas memorias en construcción. Esperamos que así sea.