Entre las muchas consecuencias provocadas por la pandemia, hay que registrar también el impacto que las nuevas condiciones de la vida cotidiana imponen a los procesos educativos. Además del juego político que se hace en torno al tema, es necesario reflexionar acerca de la relación entre comunicación y educación y sobre los aportes que la comunicación hace a la educación. Asumiendo además que en nuestro país –salvo contadas excepciones- ha sido muy lenta la incorporación de la educación a distancia en las propuestas curriculares en todos los niveles. También en ese sentido la pandemia nos sorprendió y nos tomó descolocados, para no decir que sin herramientas suficientes para dar respuestas adecuadas.
Las tecnologías relacionadas con la comunicación irrumpieron por necesidad en la educación y este hecho puso en evidencia lo poco que estaban acostumbrados y preparados, tanto las y los docentes, como el estudiantado de todos los niveles a este tipo de prácticas. De manera improvisada, con más o menos éxito, se incorporaron a la educación las herramientas tecnológicas de la virtualidad, en la mayoría de los casos sin los soportes tecnológicos adecuados ni la preparación pedagógica pertinente. Tampoco respondiendo a una planificación con objetivos claros: cada uno y cada una hizo lo que pudo con los recursos que tuvo a su alcance. Con éxitos diversos y dificultades reiteradas.
La pregunta, no obstante, es si ¿hay marcha atrás? O si la incorporación de las herramientas de la comunicación y la tecnología llegaron para quedarse. Es probable que, tal como sucedió con el teletrabajo, algunos de los cambios permanezcan en el tiempo y perduren más allá de la emergencia provocada por la pandemia.
Seguramente no hay una repuesta contundente a estos interrogantes. Por lo menos por el momento. No obstante lo que emerge es que hay prácticas que enriquecen y amplían incluso las posibilidades de la educación y que, al mismo tiempo, ponen en cuestión que la presencialidad sea el único e insustituible modo de enseñanza y aprendizaje. Esto sin pretender afirmar que la distancia y la virtualidad llegaron para reemplazar totalmente a la educación presencial. De ninguna manera.
Solo para tenerlo en cuenta. De manera clarividente, en el 2005, el educador y comunicador mendocino Daniel Prieto Castillo advertía que “mientras se predica que debemos prepararnos para una sociedad del conocimiento, el peso de lo presencial sigue siendo como un ancla que nos sujeta a un fondo del cual no alcanzamos a despegar. Insisto en no descalificar en bloque todo lo presencial, pero la sociedad del conocimiento tiene como herramienta privilegiada la digitalización y a su vez ésta abre alternativas inéditas al aprendizaje” Y remataba Prieto Castillo en esa ocasión diciendo que “insistir en que la formación para esa sociedad del conocimiento está sólo en las aulas, es no entender casi nada de lo que ocurre en el mundo actual”. Podríamos hoy mismo hacer nuestras aquellas palabras, a pesar del tiempo transcurrido y de las nuevas circunstancias.
También porque –más allá de algunas discusiones estériles y con propósitos más políticos que educativos y comunicacionales- existe ya una nueva normalidad educativa en la que lo presencial y lo virtual se han integrado casi con naturalidad. Asumiendo que se trata de una naturalidad aún imperfecta y que falta reflexividad y análisis para ir decantando y reformulando. Pero está presente en todos los niveles de la enseñanza: desde el jardín de infantes hasta la educación superior con todas las diferencias y particularidades que conlleva cada uno de estos niveles.
Entre otros temas porque las y los docentes –sin perder de vista que las apropiaciones de los aportes de la comunicación y las tecnologías impactan de manera distinta atendiendo a las franjas etarias y las experiencias previas- han percibido también ventajas en la nueva modalidad, desarrollaron nuevas prácticas y tomaron nota de algunos beneficios. Descubrieron otras formas de enseñar, incorporaron diferentes habilidades. Para parte de ellos y ellas con lo aprendido será suficiente. Pero habrá también quienes, reconociendo sus propias limitaciones, aspiren a formarse en lo comunicacional y lo tecnológico al servicio de la educación.
Para quienes aún no lo tenían claro se reafirmó que el principal agente educativo es el propio estudiante y que para ello las metodologías activas, basadas en propuestas colaborativas y flexibles que impulsan la participación y la interactuación son esenciales. No se trata apenas de recursos tecnológicos, sino de encontrar la manera de integrar lo comunicacional como sentido en la educación. Las y los docentes ya no podrán ser simplemente expertos en su propia disciplina, sino que de manera simultánea tendrán que desarrollar pedagogías y metodologías con competencia comunicacional y digital. Todo lo cual abre un nuevo campo debates, intercambios e interaprendizajes entre educación y comunicación.