“Soy parte del grupo de riesgo y hace 12 días que estoy sin agua en mi casa. No tengo plata para comprar bidones, tengo que reciclar agua para todo; desde el Gobierno se la pasan diciendo que este virus se combate higienizándose, ¿pero cómo podemos hacer para higienizarnos si no tenemos ni una gota de agua?", denunciaba hace exactamente un año a esta cronista y a Las12, Ramona Medina, trabajadora de comedores y merenderos comunitarios de la villa 31 y 31 bis, y referenta del área de salud de la Casa de las Mujeres y las Disidencias de la Asamblea de La Poderosa. Y mientras lo hacía, su voz potente, construida a base de miles de carencias, temblaba por la rabia, la desesperación, la impotencia y la angustia. Nueve días más tarde, Ramona estaba muerta a causa del covid.
En ese entonces, la curva de contagios de la primera ola de la pandemia no tenía las magnitudes de ahora en la Ciudad de Buenos Aires, era poco lo que se sabía sobre el virus y estaba lejos todavía la discusión sobre las clases presenciales. Pero la realidad que atravesaban los barrios populares no era muy diferente de la actual: la gran pobreza estructural de estos sectores se profundiza con un aumento alarmante de contagios y la imposibilidad de hacer cualquier tipo de cuarentena en viviendas precarias en las que al hacinamiento, al hambre y al desempleo se suma la violencia por razones de género, que encuentra su caldo de cultivo en la crisis y las convivencias obligadas, sea por razones que impone la pandemia o por la falta de vivienda. El año pasado, además, a la falta de agua se le sumaba el abandono absoluto por parte del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. ¿Y este año?
La historia de Ramona Medina fue la crónica de una muerte anunciada. Su voz, aunque ya no podía proyectarla, empezó a amplificarse por todos lados en una sociedad que a veces pareciera despertarse cuando las enormes desigualdades ya se cobran vidas. También se empezó a conocer más sobre su trabajo, su militancia, su compromiso social, su fortaleza y su profunda intolerancia a cualquier tipo de injusticias, sean propias o ajenas. Con ella, se plantaron en la agenda pública todas las que atienden comedores, merenderos, espacios de acompañamiento a víctimas de violencia machista, cuidadoras sin salario que también son esenciales y que ni siquiera en la segunda ola están consideradas como prioritarias para acceder a la vacunación en la Ciudad de Buenos Aires.
Ramona vivió una vida digna y murió luchando, pero como la mayoría de las mujeres de estos barrios, también murió esperando: esperando un cambio de vivienda que el Gobierno le había prometido y que nunca se concretaba, esperando poder tener algún día las necesidades alimentarias y sanitarias cubiertas, y los mismos derechos que el resto de la ciudadanía.
Al cumplirse un año de aquel mayo fatídico, resulta urgente volver a preguntarse: ¿Qué ocurrió con todo lo que había develado la muerte de Ramona?
Un desalojo encubierto
“Hola mami, ¿qué estás haciendo?” pregunta un niño con tono cómplice en un video grabado desde el celular que envía a Las12 Mirta Rodríguez, trabajadora del comedor y merendero “Somos libres”, de la villa 31, y militante desde hace cinco años de la organización social Barrios de Pie.
En la filmación, Mirta está en una cocina preparando y sirviendo mate cocido con leche en varias jarras de plástico. Ella responde que lo hace para entregárselo “a la gente más necesitada” y su hijo, siempre detrás de cámara, la sigue en su recorrido hasta una mesa sobre la que hay platos con porciones de bizcochuelo. La voz del niño vuelve a preguntar: “¿Con bizcochuelo?” y, ante la afirmación de la madre, él agrega: “¡Qué rico!”.
Del otro lado del teléfono, Mirta cuenta que el video es de los primeros meses del año pasado, cuando ella y su familia aún vivían en el Bajo Autopista -el sector ubicado debajo de la autopista Arturo Illia y la “columna vertebral” que divide la villa 31 de la 31 bis: “Estábamos preparando la merienda que nos había donado un vecino pastelero para llevarla puerta a puerta, porque en ese momento había bastantes contagios en el barrio y mucha gente no podían ir al merendero porque estaban en aislamiento”, recuerda la mujer, y agrega que, ahora, el comedor donde trabaja está abriendo dos días a la semana y que siempre se llena, a pesar de que el Gobierno se sigue negando a registrarlo y esto les impide recibir alimentos frescos, por lo que solo reciben los alimentos secos que manda el Estado.
Unos minutos después, Mirta también envía una foto: “Esto es el Bajo Autopista”, dice para describir el lugar donde vivía antes. En la imagen se ve un gran bloque de cemento que hace de techo a una fila de viviendas construidas con una arquitectura singular y reconocible. Sobre una reja verde ubicada un poco más adelante, hay varios carteles y banderas que rezan: “La Secretaría miente, amenaza y hostiga”, “Bajo Autopista no se va, resiste”, “Vecinos unidos, jamás seremos vencidos”.
“Yo era vecina de Ramona” -dice Mirta-. “En octubre, a mí y a otrxs vecinxs nos desalojaron. El Gobierno de la Ciudad lo hizo pasar por una relocalización, pero la realidad es que nos obligaron a irnos.”
La resistencia del Bajo
El proceso de urbanización de la villa 31 no cambió sustancialmente en nada luego de la muerte de Ramona Medina. A principios de 2019, el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires empezó este proceso en el sector del Bajo Autopista, que era el lugar donde también vivía Ramona con su familia. Su objetivo era relocalizar a todas esas familias en pequeñas viviendas nuevas que estaban pésimamente construidas, que no tenían en cuenta las condiciones que cada grupo familiar necesitaba -al igual que le había sucedido a Ramona, cuya relocalización estaba demorada porque por la enfermedad crónica de su hija necesitaba una vivienda más grande que el Gobierno se negaba a reconocerle- y que, además, el plan para llevarlo adelante no incluía ninguna perspectiva de género.
Frente a esta situación, durante varios meses, muchas familias de ese sector se resistieron a mudarse. Como consecuencia de esto, el Gobierno empezó a presionarlas y a amenazarlas para no dejarles otra opción que aceptar el cambio de vivienda: “El hostigamiento que recibimos fue enorme: cada dos por tres nos cortaban la luz, el agua, tapaban las cloacas con los escombros de las viviendas de los vecinxs que se iban yendo y si llovía fuerte nos quedábamos con el agua hasta las rodillas”, recuerda Mirta aún con rabia.
Hasta ahora, el Gobierno ya consiguió relocalizar a más del 80 por ciento de las familias del Bajo, y ahora pretende hacer lo mismo con todas las viviendas restantes de la villa 31. Entre otros inconvenientes, las vecinas relocalizadas que fueron consultadas por Las12 aseguran que en las viviendas nuevas además de problemas eléctricos, derrumbe de ventanas y accidentes por la mala construcción de las barandas de los edificios, la gran mayoría no tiene agua caliente desde hace ya más de seis meses.
A su vez, desde la Asamblea Feminista de la 31 y 31 bis -en la que convergen múltiples organizaciones del barrio- también denuncian situaciones de violencia por razones de género, por la desprotección que existe cerca de la zona que antes era del Bajo Autopista y que ahora quedó prácticamente deshabitada.
María Muñoz, integrante de la Asamblea Feminista y militante de la organización política NEP (Nuevo Espacio de Participación), explica que los cuidados hacia ella y sus compañeras nunca llegan desde el Gobierno, sino de las mismas promotoras y vecinas de la 31. Y advierte que el año pasado, en plena pandemia, apareció una mujer joven muerta y un hombre que declaró haberla asesinado: “Hasta el día de hoy nosotras no sabemos absolutamente nada de ella, y todo esto ocurrió a unos metros de la comisaría, en un lugar muy peligroso, oscuro y descampado donde también, después de ese femicidio, hubo dos nuevos intentos de violaciones. Nosotras hicimos las denuncias, pero ni el Gobierno ni la policía nos escuchan”.
La sordera del Gobierno
Según un informe de la Cátedra de Ingeniería Comunitaria de la UBA y el Frente Salvador Herrera de la CTA, a partir del primer caso de Covid-19 registrado en abril del año pasado en la villa 31, luego de pasar 15 días sin agua en la mayoría de las viviendas en plena pandemia, la cantidad de contagios se multiplicó por cuatro. Y a pesar de que hace ya tres años que el Gobierno porteño anunció la inversión de más de mil millones de pesos para obras de infraestructura sanitaria (especialmente para agua potable y cloacas), resulta imposible encontrar una sola conexión formal de agua potable en todo el barrio. Es decir que la realidad sanitaria en la 31 continúa igual o peor que el año pasado.
Al comienzo de la cuarentena, un grupo de mujeres y disidencias referentas de distintos barrios populares de la ciudad, acompañadas por la Cátedra de Ingeniería Comunitaria de la UBA, el Observatorio del Derecho a la Ciudad, el Instituto de Pensamiento y Políticas Públicas y la CTA Autónoma de Capital, presentaron una acción judicial para garantizar el acceso al agua en todos los hogares porteños.
En mayo de ese mismo año, la Justicia falló a favor y le ordenó al Gobierno porteño garantizar 150 litros de agua por habitante por día, junto con la elaboración de un protocolo de actuación acordado previamente con las comunidades barriales. Sin embargo, una vez más, nada de todo esto fue cumplido. Ante la nueva falta de respuesta, ese mismo grupo de organizaciones presentó un proyecto de intervención inmediata para que al menos se pudiera garantizar un tanque de agua en cada hogar y de esa forma permitir el almacenamiento de manera segura, pero esa propuesta tampoco fue escuchada por el Gobierno.
María Eva Koutsovitis, ingeniera civil, coordinadora de la materia de Ingeniería Comunitaria de la UBA e integrante de la CTA Capital, explica: “Estamos ante un panorama muy complejo: a un año de la muerte de Ramona, la realidad es que no hemos avanzado en nada. En el último proyecto que presentamos a la Justicia, propusimos que el Gobierno compre 20 mil tanques de agua, lo que significa alrededor de 200 millones de pesos, un número que no tiene ninguna incidencia en relación al presupuesto que maneja la Ciudad de Buenos Aires, y así y todo aún seguimos sin tener ninguna respuesta”.
La ingeniera también advierte que recientemente el Gobierno de la Ciudad ha discutido un protocolo de formalización de los servicios públicos, entre ellos el servicio de agua potable y cloacas, pero que ese documento no fue acordado con la comunidad del barrio, y tampoco ha tenido ninguna intervención de la empresa prestadora: “Nos preocupa que el Gobierno avance en la formalización de servicios sin dar la discusión activamente para incluir la participación del conjunto de la comunidad del barrio, y que tampoco esté presente la empresa prestadora para poder asegurarnos realmente que esas obras de infraestructura luego se formalicen y puedan garantizar el acceso al agua potable en igualdad de condiciones para todxs”.
Las esenciales invisibles
Felicidad Salinas, vecina de la 31 y promotora de Género y Diversidad de la Asamblea Feminista, atiende el teléfono para cumplir con lo acordado, pero en realidad no está de ánimo para hablar con nadie. “Estoy bastante bajoneada, el lunes se murió una amiga mía por Covid”, dice con una mezcla de indignación y desconsuelo. La persona a quien se refiere es Teodora Ulloa, una mujer de 59 años, integrante del movimiento Barrios de Pie y cocinera del merendero Juana Azurduy, ubicado en el sector San Martín de la villa 31. Teodora murió la semana pasada, luego de haberse contagiado coronavirus por segunda vez.
Felicidad piensa algunas palabras para describir la personalidad de su amiga: “Teo siempre estaba predispuesta a ayudar. Era la encargada de hacer las tortas fritas y el mate cocido en el merendero, y a lxs chicxs que iban a tomar la leche ahí, a ella le gustaba decirles ‘mis niñxs’”, recuerda esta promotora de género. “Cuando el año pasado, en plena pandemia, el Gobierno empezó a reducir las raciones que enviaba a los comedores, Teodora estaba muy preocupada y todo el tiempo se preguntaba: ‘¿cómo voy a hacer para darle de comer a mis niñxs?’" Y luego agrega: “Pero acá en el barrio siempre es así, si en el comedor tenemos 150 personas, el Gobierno nos manda alimento para 100. La comida nunca alcanza, pero nosotras ya estamos acostumbradas y nos la vamos rebuscando como podemos”.
Para esta vecina de la 31, la muerte de su amiga hubiera sido perfectamente evitable si las trabajadoras esenciales de los barrios populares hubieran entrado en el plan de vacunación: “Las mujeres y diversidades de la 31 estamos a la intemperie, somos las primeras personas en riesgo porque estamos a cargo de los comedores, las ollas populares, las tareas de cuidado, y todo eso nos hace estar muy expuestas y nos termina sobrepasando. Teodora se murió igual que Ramona: poniendo el cuerpo y pidiendo ayuda. Nosotras siempre somos las que cuidamos, pero el Estado no nos cuida”.
A partir de junio del año pasado, el FOL (Frente de Organizaciones en Lucha), la FOB (Federación de Organizaciones de Base), el movimiento Barrios de Pie y la CTA llevaron adelante la campaña “Somos esenciales” para obtener el reconocimiento de los derechos laborales de más de 4.500 trabajadoras comunitarias -cocineras, promotoras sanitarias y de género, educadoras populares, etc.- que gestionan las políticas públicas en los barrios populares y que están en la primera línea de la pandemia, como era el caso de Ramona.
La campaña duró seis meses y durante ese tiempo, cada jueves de manera ininterrumpida, las trabajadoras comunitarias sacaron las ollas a la calle para visibilizar la esencialidad de sus trabajos y para exigir también que éstos sean remunerados. En diciembre esta campaña acompañó un conjunto de proyectos y la presentación de 15 mil firmas en la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires.
Al mes siguiente, en una conferencia de prensa, el ministro de Salud de la Ciudad, Fernán Quirós, aseguró que lxs trabajadorxs comunitarixs esenciales iban a ser incorporadxs al calendario de vacunación, pero al día de hoy y en plena segunda ola de la pandemia, ningunx de ellxs ha sido vacunadx.
¿Y en casa quién nos cuida?
Según datos de la OVD (Oficina de Violencia Doméstica), desde marzo de 2020 a marzo de 2021 se registraron 9.096 casos de violencia doméstica en la Ciudad de Buenos Aires. A estas cifras hay que sumarles además los casos que llegan a los CIMS, los Centros de Justicia, las Comisarías, los que son acompañados por redes comunitarias y los que se desvinculan de su agresor sin tomar medidas judiciales.
Particularmente en los barrios populares, frente a la violencia machista son las redes de cuidado comunitarias que articulan las promotoras de género y diversidad de los barrios las que protegen: “Estas trabajadoras tienen como función principal el fortalecimiento, la difusión de los dispositivos de asistencia y prevención ya existentes, así como también el acompañamiento en la derivación y asistencia a las víctimas de violencia de género, entendiendo que, en los sectores más vulnerables, el acceso a la protección estatal es más dificultoso”, explican las integrantes de la Asamblea Feminista de la 31.
Por esto, desde el comienzo de la pandemia, la Asamblea viene tramando distintas estrategias de resistencia en el barrio para que tanto las promotoras de género y diversidad como las promotoras de salud sean reconocidas en sus trabajos y puedan acceder a las condiciones laborales dignas de un empleo formalizado. En un informe difundido en redes sociales durante el mes pasado, las integrantes de la Asamblea señalaron: “Las promotoras de género y diversidad estamos listas para tejer otro año de redes de cuidado. ¿Está el Estado listo para reconocer nuestra labor comunitaria?”
A un año de la muerte de Ramona, la situación de las mujeres y disidencias de la villa 31 y 31 bis no solo no ha mejorado, sino que, en la mayoría de los casos, ha empeorado aún más. Y ante la desidia y el abandono de quienes son los principales responsables de garantizar las condiciones básicas en los barrios más vulnerables, la ayuda, los cuidados y la solidaridad vuelve a llegar, una vez más, de las redes feministas, de las organizaciones sociales y del enorme y conmovedor trabajo comunitario que realiza cada vecina del barrio.