Primera escena. Distraído el animal olisqueaba por aquí y por allá. El paisaje lucía paradisíaco, cerros lejanos, tornasolados. De allí provenía un tenue viento perfumando envolvente. El grito desgarrado de una compañera rompió en mil pedazos la mansedumbre de la tarde. Miramos alrededor y la vimos. Subida a una pequeña roca al borde del sendero. Paula parecía una estatua, dura y blanca como el mármol. Los ojos desorbitados y fijos en el perro blanco que, en lugar de ladrar, se quedó tan boquiabierto como nosotras. “Ataque de fobia”, dijo otra compañera. Nunca había presenciado nada similar, ¿cómo se puede sentir semejante terror ante un cachorro?
Segunda escena. En ese barrio privado todo parecía serenidad. Había sido invitada a un desayuno de trabajo. Columnas grandilocuentes, bicicletas tiradas sin ton ni son (como alardeando seguridad). Los enormes ventanales sin cortinas mostraban el lujo decorativo de los interiores vacíos. La casa más cercana distaba unos veinte metros. De pronto se oyeron gritos. Se abrió una puerta intempestiva y la adolescente que lloraba salió corriendo. En cuanto pisó el césped el hombre que la perseguía se lanzó hacía ella y la atrapó por el ruedo del vestido. La chica cayó, él comenzó a darle puntapiés. Luego la levantó y no paraba de cachetearla. Miré azorada a mi colega con signos de interrogación. Murmuró como para sí misma: “El que la faja es el padre, la piba es lesbiana, la odia”.
La primera escena responde a un ataque de fobia, la segunda no. Fobia es un término clínico que connota temor a ciertos animales o elementos. Aracnofobia, equinofobia, hidrofobia. ¿Por qué se la aplica a la agresión contra identidades sexuales no hegemónicas? ¿Por qué se utiliza una palabra de la clínica médica, si es un tema psico-social, ético y jurídico?
Por doble discriminación. Mejor dicho, bajo el manto de la poco feliz palabra tolerancia (no se trata de tolerar, sino de incluir), se acepta que existe maltrato hacia las personas no heteronormadas y en el mismo acto se les quita estatus. Aún en el reconocimiento persiste el prejuicio. Fobia es miedo, y el miedo no es violento, por el contrario, suele ser impotente. El odio, en cambio, es voluntad de dañar, de cobrarse víctimas.
El ataque brutal (como el que sufre la adolescente de la segunda escena y, en general, las personas trans y no binarias) es en realidad una embestida de “homoodiador”, no de homofóbico. La mujer de la primera escena les tiene miedo a los perros, fobia. Pero no los odia, no agrede al animal. Muy diferente es el padre que golpea a su hija desde su aversión a la homosexualidad en general y al lesbianismo en particular. El odio también es irracional, pero a diferencia de la fobia, no paraliza, pasa a los hechos, lastima, mata.
Un somero análisis del significado clarifica el tema. Según el diccionario de María Montaner: “Fobia se emplea específicamente en psicotecnia aplicado a los temores íntimos proyectados a un objeto exterior. También a un temor patológicamente exagerado”. Y en otra entrada: “Odio, sentimiento violento de repulsión hacía alguien, acompañado del deseo de causarle daño. Repugnancia violenta hacia una cosa (o persona) que hace que no se pueda soportar”.
Quien odia pasa a la acción, agrede oral y físicamente, humilla y puede llegar al crimen. La fobia la sufre quien la siente, en cambio el odio construye tecnologías perversas contra el objeto o persona odiada.
El femicidio es otro ejemplo. En ingles se dice hate crime, crimen de odio. No se matan mujeres por fobia. Los femicidas no les temen a las mujeres que asesinan, las odian. Pero la causa eficiente que lleva al asesinato de una mujer o cualquier sexualidad disidente (LGBTQ) no es fobia sino odio. Es por eso que el femicida es, en verdad, un “femiodiador criminal”.
El día internacional contra la discriminación por orientación sexual y/o identidad de género, se estableció el 17 de mayo de 1990, fecha en que la OMS eliminó la homosexualidad de la lista de enfermedades mentales. Es increíble hasta qué punto la ciencia se deja penetrar por mandatos de origen cristiano. Recién culminando el siglo XX se repara ese adefesio psico-médico que chorrea moralina.
El homoodio se legitima en el sistema patriarcal, que guerrea contra quienes no se encuadran en la norma binaria exprimidora del deseo. En la agresión contra lo homo/lesbo/trans paradójicamente no hay fobia, hay odio. La fobia es aprensión (Paula aterrorizada ante un cachorro). No se le teme a una persona trans, ni lesbiana, ni gay, ni de identidad sexual flotante, se las incluye o se las odia (el padre de la chica del barrio privado optó por lo segundo). Quien actúa por odio es responsable. No es una patología, se puede controlar. La gravitación del odio fue decisiva para inclinar la balanza judicial en el caso de la tortura seguida de asesinato de Diana Sacayán. La sentencia decreta que se trató de un crimen de odio por identidad de género y dictamina -por primera vez en la Argentina- cadena perpetua por travesticidio.
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Con fragmentos de Matan a una loca, de Néstor Perlongher, nos plegamos a la reafirmación de la lucha contra el homoodio. La hiedra viboresca de cuerpos enredados (drapeado en erección) al poste de una esquina. Cuerpos erráticos festoneados de charol aceitoso en almíbar, caricias arañescas al lado de vereda pisoteada. Cogotes donde las huellas de los dedos se han demasiado fuertemente impreso, torsos descoyuntados a bastonazos, lamparones azules en la cuenca del ojo, agujeros de balas, barrosas marcas de botas en las nalgas. ¿Cómo aparece la trompada donde se la quiso tomar caricia? “Homosexual asesinado en Quilmes”. De vez en cuando, noticias de la muerte violenta de las locas ganan. Ametrallamiento de travestis en las callejas turbias de San Pablo y en la Panamericana. Tal vez en el gesto militar del macho está ya indicando el fascismo de las cabezas. Y al matar a una loca se asesine un devenir mujer del hombre.