Argentina conformó a lo largo de su historia, y de modo más acelerado desde la posguerra, un sistema de protección social que puso en el centro al empleo asalariado

El acceso a un trabajo remunerado, en condiciones de formalidad, representaba no solo la garantía de ingreso monetario indispensable para la satisfacción de necesidades elementales de consumo, sino también la puerta de entrada a un conjunto de prestaciones, en particular, salud y seguros contra accidentes, enfermedad y por edad adulta. Hasta mediados de los años setenta la conformación del Estado social garantizó, a pesar de su carácter segmentado en función de la categoría ocupacional, una protección prácticamente universal.

Diversos factores generaron en el país un quiebre de la sociedad salarial y una limitación de la capacidad del empleo para actuar como vector de acceso al bienestar. Por un lado, el acceso a un empleo de calidad, como lo demuestran los altos niveles de desempleo e informalidad, se ha vuelto cada vez más difícil. Por otro, el acceso a un empleo remunerado, incluso en condiciones de formalidad, no garantiza la superación de la condición de pobreza o vulnerabilidad. 

Los datos del Indec muestran que crece la brecha entre salarios y costo de la canasta ampliada. Como resultado, se asiste a una profundización de la heterogeneidad estructural: diversos “escenarios” en función de la relación que se tenga con el mercado de empleo asalariado. Una parte de la población con empleos de calidad, en condición de estabilidad, con salarios medianamente bien remunerados; otro segmento con relación intermitente entre el mercado formal y la informalidad; una parte que se desempeña mayormente en la informalidad y otra sin ninguna relación con el mercado formal y que apela al autoempleo y distintas estrategias de supervivencia.

Limitaciones

La lógica de inclusión por el empleo supone un problema estructural para pensar en otra política social. En primer lugar, teniendo en cuenta las limitaciones estructurales de la economía argentina para crear los empleos de calidad necesarios, se vuelve una fantasía de improbable realización; al menos en el corto y mediano plazo. Por otra parte, carga sobre la persona los problemas de empleabilidad. La referencia a una supuesta falta de “cultura del trabajo” expresa una visión sesgada y falaz del problema. En tercer lugar, genera un problema en la calidad de las respuestas: abandona toda pretensión de universalidad en la prestación para aceptar diferencias en función de las categorías ocupacionales. 

Esas diferencias generan una mercantilización que relaciona derechos sociales (salud, previsional seguros frente a riesgos de desempleo o de enfermedad) a la participación en el mercado

Relacionado con lo anterior, la dualidad de respuestas se expresa no solo en programas diferentes, sino también en la conformación de organismos específicos, con burocracias especializadas, con escaso nivel de diálogo y coordinación. El resultado es una política social que tiende a trabajar sobre la urgencia y con un sesgo de aparente transitoriedad en que el empleo es visto como deseable (“la mejor forma de protección”) y la carencia del mismo como un problema coyuntural.

Ingreso universal

En un tiempo en que el mundo del empleo pierde toda previsibilidad -incluso para sectores que se consideraban “seguros” frente a las crisis económicas- es necesario colocar en el centro de la agenda pública la necesidad de reformar la arquitectura de bienestar existente

Un nuevo Estado de Bienestar debe poner el acento en la garantía de acceso igualitario, incondicional, desmercantilizado y de calidad a la protección social. Por un lado, se vuelve vital plantear la necesidad de garantizar un piso de ingreso universal que no dependa de la mercantilización de las personas, con un monto suficiente para afrontar las necesidades vitales de las personas. Por otro, se debe avanzar en la universalidad de los pilares del sistema de protección: salud, educación y cuidados. 

Universalidad significa no solo garantizar cobertura a todas las personas a lo largo del ciclo de vida, sino hacerlo de modo de revertir el carácter segmentado en la calidad en función de los recursos y activos personales.

No se trata de negar la importancia del trabajo, elemento central para la reproducción de la vida social. Por supuesto, son importantes las políticas activas de empleo o las estrategias de desarrollo que buscan crear empleo de calidad. Pero existen diferentes maneras de trabajar; no todas ellas mercantilizadas. 

La promoción de la economía solidaria, la distribución del tiempo de trabajo remunerado, la creación de trabajo a partir de servicios sociales (como sucede en los países nórdicos) son caminos a explorar.

Reformas

Afrontar reformas en el modo y la magnitud de la intervención pone en cuestión, al menos, dos elementos de la economía política de la protección social. En primer lugar, la cuestión fiscal: es necesario rediscutir la asociación entre lo que el economista Alberto Barbeito denominaba “los dos brazos del Estado” el que recauda y el que gasta.

No escapa a nadie que el país tiene un sistema tributario regresivo, con una multiplicidad de subsidios y exenciones que no necesariamente benefician a los sectores populares; y en segundo lugar, cómo generar coaliciones de soporte a reformas que promuevan el universalismo. 

El sesgo trabajista y las preferencias sociales por la protección por el empleo no llaman al optimismo. De todos modos, las reformas implementadas durante el segundo mandato de Cristina Fernández  de Kirchner marcan un camino posible de ampliación de cobertura en materia de prestaciones a la niñez y la edad adulta. Se trata, nada más y nada menos, que de profundizar ese proceso. 

El costo de no intentarlo es predecible y aciago: la consolidación de una sociedad profundamente fragmentada, con escasos grados de integración y solidaridad; una sociedad con privilegiados, protegidos y precarios.

La diferencia entre gobiernos conservadores y progresistas recae en la orientación de las políticas implementadas. La pregunta es si un gobierno nacional-popular puede afrontar desafíos nuevos con ideas viejas. Es necesario reemplazar las respuestas parciales y transitorias por una política social que garantice derechos desde el nacimiento hasta el fin de la vida

Pese a lo que se cree, el momento actual es propicio al cambio. Las crisis, como lo demuestra 2001, crean ventanas de oportunidad para plantear reformas disruptivas. Después de todo, como afirma Bertolt Brecht, frente a la confusión organizada, nada debe ser natural ni imposible de cambiar.

* Politóloga (UBA).

* Doctor en Ciencia Política (IUPERJ).