La pobreza acentuada por la pandemia de coronavirus y el hastío con las políticas neoliberales del gobierno de Iván Duque son algunas de las razones que han sacado a decenas de miles de personas a las calles de Colombia y, muy especialmente, a las de Cali. En la tercera ciudad más poblada del país las ONGs reportan alrededor de 35 muertos durante las movilizaciones, cientos de casos de brutalidad policial y graves disturbios. Más allá de presentar una postura dialoguista que por ahora no está rindiendo muchos frutos, la respuesta del Ejecutivo al conflicto fue la militarización de la capital del Valle del Cauca. El domingo pasado, la violencia pareció llegar al límite cuando un grupo de civiles fuertemente armados disparó contra una manifestación de los pueblos indígenas en el sur de Cali, dejando un saldo de diez heridos.
"Cali es una de las ciudades más violentas del
continente y la más violenta del país", resume a PáginaI12 María del Pilar Castillo, economista de la Universidad del Valle. La ciudad no logró extinguir su prolongado conflicto interno, pese a haber firmado la paz con las FARC en 2016 tras décadas de combate a la extinta guerrilla. En el contexto nacional, este jueves se conoció la renuncia de la ministra de Relaciones Exteriores de Colombia, Claudia Blum, en vísperas de un viaje que pretendía realizar a Europa para defender al país de una lluvia de denuncias por violaciones a los derechos humanos. Se trata de la segunda dimisión en el gobierno de Duque tras la del ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, por el fracaso de la reforma tributaria que motivó las protestas.
"Cali tiene una de las historias más complejas en materia de orden público en Colombia. Es el centro urbano estratégico del suroccidente colombiano, es la ciudad capital con mayor tasa de homicidios y se conecta con los departamentos más complejos en materia de conflicto armado como son Chocó, Cauca y Nariño", asegura en diálogo con este diario Alberto Sánchez, historiador de la Universidad del Valle y experto en temas de seguridad.
En el plano social si bien las cifras de pobreza de la ciudad (36,3 por ciento) no son peores que las de otras ciudades del país, los fenómenos de desigualdad y segregación son muy visibles. "La pandemia llevó al gobierno local a centrar sus esfuerzos en prohibir la movilidad sin ofrecer alternativas de ingreso a una población que vive del rebusque", asegura Castillo.
La tasa de desempleo juvenil entre diciembre del 2020 y febrero del 2021 fue del 27,6 por ciento. Ese dato significa "jóvenes sin oportunidades de trabajo ni estudio, incluso recreación o actividades culturales y conlleva muchas veces a que su única opción sea el integrar las bandas de sicariato", plantea por su parte Walter Agredo, dirigente social y miembro del Comité de Solidaridad con los Presos Políticos (CSPP) en el Valle del Cauca.
Cuando Colombia firmó el Acuerdo de Paz con la guerrilla de las FARC en 2016, las autoridades locales bautizaron a Cali como "la capital del postconflicto". Durante décadas recibió a los desplazados por la violencia y la falta de oportunidades en el Pacífico. Pero el desarme de la que supo ser la guerrilla más poderosa del continente no cerró las heridas de los años más sangrientos que recuerde Colombia.
Los caleños permanecen en medio del fuego cruzado de grupos armados que alimentan una nueva ola de violencia con masacres, asesinatos selectivos y desplazamientos. Y en medio de ese contexto se llegó a las masivas protestas que sacuden al presidente Iván Duque y a su gabinete.
El gobierno, con una retórica que desde su inicio ha estigmatizado la protesta social, asegura que hay "terroristas infiltrados" en las manifestaciones para gestar un "plan coordinado de vandalismo". "El Estado colombiano también ha señalado que esto ha sucedido por injerencia de Venezuela, y por último que todo es culpa del senador Gustavo Petro", enumera Agredo.
La policía, que en Colombia depende del ministerio de Defensa, se especializó en la lucha contra el narcotráfico y las guerrillas en el marco del conflicto armado. Esa misma policía es la que hoy está respondiendo a las protestas. "La represión de las fuerzas de seguridad ha sido desmedida", sostiene Castillo. "Las lesiones fatales y no fatales del lado de la población civil superan con creces a las de la fuerza policial", argumenta esta economista que investiga procesos de conflicto, seguridad y control de armas. De acuerdo a la ONG Temblores, 35 personas fueron asesinadas solamente en Cali, mientras que las autoridades no han registrado víctimas entre los agentes policiales.
Pero la violencia no viene solo desde las fuerzas de seguridad. En las redes sociales abundan videos de civiles disparando a los manifestantes a mansalva. "La modalidad de agresión a los puntos de concentración son las 'caravanas de la muerte', personas en moto y camionetas disparando hacia los manifestantes, lo que ha dejado un numero bastante alto de personas heridas y asesinadas", explica Agredo, quien viene trabajando en el territorio desde que las protestas estallaron el 28 de abril.
La violencia bajó algunos decibeles en los últimos días, y en buena medida esto se debió a la presencia de la minga indígena, que se caracteriza por manifestarse de manera pacífica. Sin embargo, el domingo varias "chivas" (colectivos típicos de las regiones montañosas de Colombia) cargadas de indígenas fueron atacadas a balazos "por una turba uribista en conjunto con la fuerza pública", denunció el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC). Por la agresión en el municipio de Cañasgordas, al sur de la ciudad, al menos diez indígenas resultaron heridos.
Los pueblos originarios del sudoeste colombiano libran una disputa histórica por el control de la tierra contra terratenientes y empresarios. "Contra esos mingueros, contra esos ciudadanos del común, la clase privilegiada del sur de Cali tira la piedra y el gobierno les esconde la mano", graficó el CRIC a través de un comunicado.
A pesar de que las protestas disminuyeron en intensidad y violencia, Cali permanece sitiada por la policía, y sus distintos barrios siguen en alerta y con el miedo de que llegue la noche, el momento en que se dan los episodios más brutales de vandalismo y violencia policial. "Se vive una tensa calma, en muchos lugares de la ciudad la gente se va a sus casas muy temprano", reconoce Agredo en ese sentido.
Cali, que también es conocida como la "Sucursal del Cielo" por su población cálida y festiva, es una ciudad extremadamente violenta: en el primer trimestre de este año, las autoridades contaron 243 asesinatos, y en 2020 la tasa de homicidios fue de 45,1 cada cien mil habitantes, una de las más altas de Colombia. El general Hugo Casas, excomandante de la Policía de Cali, llegó a decir que "entre más armas incautamos, más armas salen".
Para Sánchez, lo que viene sucediendo en Cali debe poner sobre la mesa tres aspectos que no se han discutido lo suficiente por motivos propios de la contingencia: "el rol amplificador de las redes sociales en la crisis, el alto número de armas de fuego y de fogueo que circulan en la ciudad y las nuevas conflictividades que abren tanto este tipo de incidentes como los bloqueos ilegales" que afectaron a distintas clases sociales.
"Cali lleva demasiado tiempo aplazando la discusión amplia sobre problemas que no dan espera y esta crisis es un ejemplo de que dicho aplazamiento amenaza la estabilidad de una ciudad que ha logrado sobreponerse a estos problemas, pero no puede seguir haciéndolo sola", agrega Sánchez. Para el historiador de la Universidad del Valle, "es tiempo de que el gobierno nacional y el resto del país miren hacia Cali".