A orillas del canal, por la afamada Balcarce, o rumbeando para La Casona, las noches salteñas se llenan de folklore. Con guitarra, bombo, zamba y chacarera, artistas de todas las edades ofrecen su arte a locales y turistas manteniendo viva la llama de un género arraigado en la sangre de la tierra.
Son muchos los que desde jóvenes dan sus primeros pasos en las noches peñeras. Ganando experiencia, compartiendo emociones y encontrando un recurso económico, despliegan su arte desde la danza.
Detrás del maquillaje, el vestido, las botas o el pañuelo, hay diversas historias de vida que guardan estos amantes del folklore.
Primeros pasos
Roxana Velarde tiene 28 años. Vive en la zona sur de la Ciudad de Salta junto a su pareja, cantante de folklore. Un amor que creció entre peñas.
A los 14 años comenzó a bailar en la escuela secundaria, y al tiempo ingresó a una academia: “Ensayábamos un montón… y los profes de esa academia bailaban en el corredor de la Balcarce. Un día me comentaron que les faltaba una bailarina para una peña. Yo no quería, era muy chica, tenía 17 y no me animaba. Me comentaron que no era hasta tan tarde y al final acepté (…). Recuerdo bien que la primera noche terminé de bailar, llegué a mi casa y le dije a mi mamá ‘me pagaron’. Era chica y hace poco había fallecido mi papá. Esa ayuda económica era muy importante. Y después me enganché. Cada día ensayaba más y más para ser del ballet estable. Estuve desde los 17 hasta los 22 años bailando todos los días”.
Maxi Oviedo trabaja de operador en un call center. Tiene 29 años y confiesa que empezó a bailar de grande. Sin embargo, había en él una necesidad que venía de mucho más atrás: “Siempre me gustó la música. Era de ir a los festivales y al escuchar el ritmo quería bailar, lo sentía y no sabía como hacer. Entonces un día me puse a aprender”, comenta Maxi y cuenta sus primeros pasos: “Empecé en la UNSa, en clases abiertas. Después me metí en academias para mejorar. Al principio me costó, pero me gustaba y fui aprendiendo. Eran academias chicas, del barrio, pero me servían para acostumbrarme a bailar con público. Salíamos en pequeñas reuniones, peñas de barrio, por el día de la madre, día del niño, esos pequeños actos me ayudaban a que me vaya soltando”.
Romina Frías baila desde los 4 años y su inicio en la danza fue también una manera de insertarse socialmente: “A mi familia le habían dado una casa en Zona Sur, en Limache, y no conocíamos a nadie, no teníamos amigos. Yo era chiquita. Entonces mi mamá me empezó a mandar a una biblioteca donde había un profesor que daba clases de folklore. Nos inscribimos con mi hermana mayor y ahí empecé”. Hoy, con 28 años, Romina trabaja de operadora y estudia radiología, al tiempo que es una experimentada bailarina.
Los caminos de la danza
Romina recuerda cuando con la compañía de ballet ganaron el concurso para llegar al pre Cosquín: “Fue una experiencia muy linda. Conocer ese escenario que de chica veía por la tele y decía ‘algun día voy a bailar ahí’. Y bueno, llegamos. Fue muy difícil, ensayábamos hasta la madrugada, armando la escenografía, la vestimenta, todo (…) nos habían dicho que íbamos a tener una ayuda económica y no fue así. Pero igual lo logramos bailando en peñas y plazas para juntar plata”.
El sueño de llegar al escenario mayor Atahualpa Yupanqui en Cosquín, es el anhelo de muchos artistas populares, y Romina estaba ahí: “Me acuerdo muy claro cuando me subí al escenario. Había que bailar y estaba nerviosa, pero dije ‘ya está’. Y salí. Al bailar era feliz, y en ningún momento sentí nervios, me dejé llevar. Fue una sensación muy linda”.
Maxi Oviedo quizás nunca hubiera imaginado años atrás estar bailando en lugares tan diversos. Sin embargo, los caminos de la danza resultan impredecibles: “Bailé bastante tiempo en la plaza. Lo hacía en mis días de descanso del trabajo. Con un grupo nos juntábamos y bailamos a la gorra. Inclusive gustó tanto lo que hacíamos que nos empezaron a pagar para que bailemos dos veces al día con mi pareja”.
Roxana entre risas recuerda y cuenta anécdotas que le brotan: “Trabajé muchos años de moza en La Casona. El día que entré le dije a Juan, el dueño, ‘voy a laburar pero te pido una sola cosa: no me digas que no baile porque no voy a poder’. Por suerte, me dijo que no había drama. Y así era, escuchaba algún artista y soltaba la bandeja para bailar (…) Recuerdo una noche hermosa. El Negro Lavié había venido a Salta con una comedia musical y llegaron como 30 después de la función. Estaba el director de toda la parte de danza y quería bailar una zamba. Le dijeron ‘la moza es bailarina’, y nos pusimos a bailar. Fue mágico”.
Las peñas
El camino de las peñas da la posibilidad de mostrar su arte y generar un ingreso a muchos jóvenes que desde hace años bailan en clubes y academias.
Maxi comenzó a vivenciar aquello cuando ingresó en el circuito. “Me empezaron a llamar para bailar en varios lugares. En la primera peña que bailé fue en Balderrama. Un gran debut. Ahí aprendí bastantes cosas al margen del baile, como el trato con el público. También conocí muchos cantantes. Después me fui a la Balcarce (…) me gusta el ambiente de las peñas porque es muy familiero, la gente va a disfrutar, a relajarse, a pasarla lindo. Llegan con expectativas y se van con más de lo que pensaban. Le gusta bastante al turista venir a Salta y conocer lo que es nuestra cultura”.
En este sentido, Roxana comenta: “Cuando uno está en la peña invita a la gente a bailar y a veces te dice ‘yo no se’, y no es así, todo el mundo algo sabe. Me ha pasado con extranjeros de sacarlos a bailar y, aunque yo no hablo inglés, con unas pocas señas, listo, nos entendemos. La danza es un idioma universal”.
Los bailarines animan la velada, avivan al publico, arrancan sonrisas y dan color a la noche.
Sin embargo, existen otras realidades que no aparecen en primer plano, “el bailarín es el menos pago de toda la peña, es el último. Aunque para el público es de lo más importante, no se refleja. Nosotros teníamos que vender, en esa época, dvd’s. Y de ahí le podías sacar algo de ganancia. Eso se repartía o algunos lo ponían en un pozo común para el vestuario, las pinturas y otras cosas”, comenta Roxana Velarde. Entre otras razones, esta fue una de las razones que la alejó desde hace un tiempo de los escenarios, la necesidad de trabajar generando un ingreso que pueda servir para solventar a una familia.
Una forma de vivir
Como una forma de entender la vida, los y las bailarinas relatan al unísono aquellos sentimientos inmateriales que encuentran en la danza. Así lo expresa Maxi Oviedo: “Bailar es un cable a tierra. Cuando bailo me olvido de todo, del trabajo, de la rutina y disfruto. Es lo que me gusta”.
“La danza para mí es un estilo de vida. Antes iba al colegio y bailaba. Salía del colegio y me iba al ensayo. Salía del ensayo, me duchaba y me iba a la peña. Todo el día estaba bailando”, cuenta Roxana con una palpable alegría y añoranza, y agrega: “me encanta la zamba. Es una danza que saca lo mejor de uno. La mujer con la zamba puede darse a ver como persona. Presumir, enamorar, de muchas cosas”.
Romina Frías habla rápido cuando piensa en bailar. Pareciera ser que no le alcanzan las palabras para describir sus sensaciones: “El folklore es mi vida. Hay veces que estoy mal o triste, estudiando o haciendo cualquier cosa, escucho un folklore y me pongo a bailar sola. Y sin darme cuenta, estoy feliz. Bailo para mí, no tengo problema”. Cuenta una anécdota que la muestra de forma cabal: “Una vez salía de hacer unos trámites en el centro y justo veo un grupo de chicos cantando en la plaza. Frené y me puse a bailar. Cero vergüenza. En mi mochila siempre hay un pañuelo, los bailarines somos así”.
Se cuentan de a miles los jóvenes que en Salta encuentran no solo un recurso económico sino un refugio para el espíritu dentro de la danza. Aquellos ritmos que los acunaron, hoy los muestran como protagonistas de una genuina expresión territorial.
Pidiendo mas espacios y reconocimiento, no pierden la sonrisa y siguen gastando suelas en peñas, plazas e improvisados salones.
Los pañuelos al viento anuncian la llegada. ¡Se va la primera!