Carpinchos copando calles internas de barrios privados. Cardúmenes a la vista en Venecia. Pumas en el centro de Santiago de Chile. Peces por el Riachuelo. Al comienzo de la pandemia se viralizaron muchas fotos de especies ocupando lugares que el humano había dejado de frecuentar por las restricciones y cuarentenas. Cuando aún se depositaba alguna expectativa sobre la Humanidad –aquel "De ésta vamos a salir mejores"–, esas postales parecían abrir el portal a la esperanza, con la naturaleza proponiendo otro tipo de convivencia. Después comprendimos que, en realidad, el fenómeno se produjo simplemente porque nos ausentamos de espacios y dejamos de ser una amenaza.
En ese embrollo, Buenos Aires comenzó a tener su postal. Especialmente en sus cielos: se comenzaron a ver con más frecuencia esas aves desafiantes desde algún punto de apoyo en la altura, o haciéndose anchas al planear, con su metro de ala a ala. A veces, hasta se las ve arreando palomas en el aire o descarnando algún bicho en una cumbre. En pandemia, los porteños descubrieron al carancho. El pajarraco que todos, al menos una vez en la vida, mencionamos: la frase sobre el "nido de carancho" viene de esa cuna pajosa que construyen para incubar los huevos donde encuentren lugar.
Animales porteños
En CABA, los animales se expresan básicamente de tres formas: como mascotas (de perros a hurones, un rubro en el que se podría incluir también los patos de los lagos de Palermo y Parque Centenario, como otra expresión de domesticación), en forma de alimento (el Mercado de Liniers, que en realidad queda en Mataderos, es el símbolo de esto) y como plaga.
En la última de esas categorías se lucen las ratas. Nativas o coladas en barcos, habitan la ciudad antes de que sea ciudad. Pueden aparecer en albañales y hasta meterse en casas por algún huequito. Por eso son odiadas. Las ratas viven –y viven de la forma que viven– porque así se los exige su biología. Y sobreviven por su impresionante capacidad de reproducción: una pareja puede tener hasta 120 crías por año, mientras que cada una de ellas ya estará en condiciones de replicar el ciclo a partir de sus dos meses de vida.
Es tan expansiva y multitudinaria la presencia de ratas que vuelve imposible establecer con precisión cuántas hay en Buenos Aires. Pero las estimaciones que hablan de hasta nueve por persona dan como resultado un número tremendo: casi 120 millones de roedores recorriendo la ciudad día y noche, aunque la mayoría de ellos entre las cloacas, en los subsuelos de la civilización.
Con los murciélagos ocurre algo similar. "Ratas con alas" pero ciegas, y con un ruidito estremecedor: el pitido que emite su sofisticado radar cuando golpea contra algo sólido es inconfundible y genera temor. Curiosamente, hay una especie de murciélago protegida por ley en CABA: el tadarida brasiliensis (o, como se le dice coloquialmente: moloso común), que cumple una función ecológica al alimentarse de insectos. Hace control de plagas, digamos. El tema es que en Argentina hay al menos 60 especies de estos mamíferos voladores (de las más de 1600 conocidas), y es difícil establecer qué población habita la ciudad. Sabemos que hablamos de millones, pero no si se trata de decenas de millones, de centenas o qué.
En cuanto a las aves en la ciudad, algunas –las de colores o las que tienen mejores cantitos– están en jaulas, vivas pero confinadas a un departamento o balcón; otras, en cambio, son repelidas, detestadas. A la paloma, Buenos Aires le rompió toda su poesía para convertirla en una variante thrash capaz de alimentarse con basura y beber de aguas servidas. Además, no hace muchos años, la ciudad tuvo una extraña temporada en la que amanecía literalmente cagada por estos bichos. En CABA, la paloma dejó de ser un ave: pasó a ser un bicho. Y uno que se convirtió en plaga.
La ciudad nido
Más o menos por esos tiempos fue que hizo su primera aparición estelar el carancho, acompañado de un mito que algunos toman como verdad y otros niegan rotundamente: la introducción de ejemplares adicionales para moderar el desenfreno de las palomas. Comiéndoselas, claro.
Varios aseguran que el carancho en realidad es un habitante porteño de larga data. Es parecido al chimango, pero un poco más grande, de cuello blanco y plumas negras, y sobre todo mejor adaptable a las grandes ciudades. En el NO ya hablamos de cómo los chimangos fueron colonizando geografías menos pobladas: escapando de las vecinas zonas rurales contaminadas con pesticidas, se arrimaron a localidades balnearias que generaban basura y desperdicio, otro plato del menú carroñero.
Pero el carancho porteño no se conforma con restos y bolsas de consorcio: persigue palomas, pezuña ratas, busca carne viva. Es más grande que el chimango, más fuerte, tiene garras y un pico que le dan más autoridad. Por largos ratos se posa en lugares altos –una terraza, la antena de luz, un cable en la altura, la cruz de una iglesia, el cartel de una esquina poco transitada–, y desde allí mira pacientemente. Busca la presa con su vista privilegiada, o convoca a su pareja con un graznido de largo alcance. Cuando retumba entre los ecos de algún pulmón de edificio, parece el sonido de un águila. Aunque el carancho es de la familia de los halcones.
La visible presencia de esta ave rapaz en Buenos Aires genera debates en distintos foros: ¿las estamos viendo porque se multiplicaron, o en realidad comenzamos a prestarles atención cuando tuvimos que bajar unos cambios? ¿Cuántos las descubrieron en este año de pandemia, mirando por la ventana de un departamento alto tras días de confinamiento?
Durante un tiempo hubo, efectivamente, menos barullo ambiente y menos contaminación. Fue cuando las aceras estaban casi vacías y las calles con tránsito restringido, líneas de subte resumidas y colectivos solo para los primeros esenciales. ¿Cuánto duró eso? La ciudad prontamente retomó su quilombo urbano, pero los caranchos siguen apareciendo como antes, quizás más, nunca retrocediendo.
Las hipótesis son varias. Lo que no se puede negar es el interés que comenzó a generar este avistaje cuarentennial. Esta expansión se refleja en @COAPalermo, la cuenta de Twitter del Club de Observadores de Aves de Palermo. El logo, la imagen de perfil y también la gran foto de portada son, justamente, de caranchos. Es uno de los espacios en los que se intenta "reivindicar" a esta ave rapaz ante la mala vista: aquella que la ve como una amenaza. Claro que no se trata de "un pajarito" sino de un aguilón, un primo de los halcones que, de repente, nos vuela cerca. A algunos les interesa. A otros, intimida.
Como sea, muchos usuarios comenzaron a enviar fotos y videos, consultas. Y, desde ahí mismo, el COA Palermo responde y hace pedagogía: le permite al común y corriente poder distinguir las aves de la ciudad, conocer algunas de sus conductas. Info que, además, ayuda a saber cómo convivir con estas especies. Hasta dónde llegar. Y hasta dónde no. Cómo contemplarlas sin temerles. Y, de paso, descubrir más sobre una de las 300 especies de aves que sobrevuelan los cielos porteños.