La película más reciente del director francés Olivier Assayas no podría empezar mejor. Allí está, sola en una vieja casa abandonada, recorriendo sus habitaciones como quien repasa los rincones más oscuros de su memoria, la joven heroína de la película, Maureen (Kristen Stewart), intentando establecer contacto psíquico con su hermano gemelo, recientemente fallecido. La situación corresponde, sin dudas, al universo de lo gótico, pero Maureen es un personaje rabiosamente contemporáneo: una “personal shopper”, asistente personal de compras de una de esas celebridades globales que no tienen ocasión ni privacidad para elegir su propia ropa. Será en ese tiempo sin tiempo entre ambas estéticas que se moverá a partir de entonces Personal Shopper, el nuevo film del director de Irma Vep y Carlos, en una apuesta más audaz de lo que parece y que no siempre consigue estar a la altura de su propia premisa.

Pocos films en los últimos años dividieron aguas en el Festival de Cannes como lo hizo Personal Shopper en la edición de mayo pasado. Abucheada muy sonoramente en el pase de prensa, lo que reveló la ferocidad de algunas internas dentro del cine y la crítica francesa, la película sin embargo terminó ganando el premio al mejor director, compartido con Graduación, del rumano Cristian Mungiu, lo que expresaba también una fuerte disidencia en el jurado, rara en una recompensa de semejante calibre. A la distancia, esos extremos no hacen sino revelar la naturaleza dual de la película, donde conviven momentos extraordinarios con otros que resulta difícil no calificar de banales.

El primer hallazgo de Assayas es haber vuelto a convocar a Kristen Stewart. Fue él quien reveló que detrás de la estrella adolescente de la saga Crepúsculo había una estupenda actriz, cuando la puso frente a frente con Juliette Binoche en El otro lado del éxito (2014), su film inmediatamente anterior, donde Stewart también componía a una eficacísima asistente personal, en aquel caso de una famosa actriz teatral. Mucha de esa misma energía vuelve a aparecer en Personal Shopper, pero ahora con Stewart ya ubicada como protagonista absoluta, sobre quien recae todo el peso de la película. Hay algo a flor de piel, inmediatamente global, en esa chica  estadounidense radicada en París y que –en jeans y zapatillas, a bordo de un scooter– recorre las principales casas de modas de la capital francesa para encontrar aquello que su clienta (a quien nunca se verá) necesite lucir en una presentación en Nueva York o una cena de beneficencia en Milán. Pero a la vez Stewart, con sus ojos hundidos y su aire oscuro, misterioso, es capaz de hacernos creer que ella puede comunicarse con los muertos. Y los muertos, ciertamente, con ella...

Mientras Assayas trabaja con los más nobles, más antiguos y a la vez perennes recursos del cine, Personal Shopper puede llegar a ser escalofriante. A veces no le hace falta más que sugerir una presencia fantasmagórica con el uso magistral del fuera de campo (aquello que no se ve pero se insinúa) o con las más diversas sutilezas del sonido, que nunca son golpes de efecto musicales, sino apenas crujidos, siseos o susurros. En cambio, cuando pretende darles entidad a esas presencias acudiendo a efectos especiales la película corre seriamente el riesgo de convertirse en una versión “arty” de Los cazafantasmas.

Lo mismo sucede a otra escala. La trama puede llegar a volverse compleja por demás, con aires incluso de thriller, capaces de desplazar al fantástico con el que la película se había iniciado. Pero quizá no haya más tensión en todo Personal Shopper que en ese simple, interminable viaje en tren entre Londres y París, a través del eurotúnel (un espacio cerrado y subterráneo, del que no se puede escapar) y en el que Maureen se verá asediada por una serie de mensajes de texto en su celular que pueden llegar a ser tanto de su hermano muerto como de una presencia menos fraternal. Es nuevamente allí, en ese cruce entre lo gótico y lo contemporáneo, que Assayas consigue sus mejores logros.