El cine no es matemática. Es decir, no siempre de la suma de sus potenciales se obtiene el resultado esperado y Los padecientes, tercer largo de Nicolás Tuozzo, puede ser un ejemplo de ese hecho. La película está basada en la novela policial homónima del psicólogo mediático Gabriel Rolón, el mismo que durante años supo hacerle muy bien la segunda a Alejandro Dolina en su programa de la medianoche, cuya carrera luego se disparó y diversificó, convirtiéndose en invitado frecuente en programas de televisión de todo tipo y en un superventas de la industria editorial. Todos estos elementos no representan datos menores a la hora de imaginar los motivos que llevan hasta esta adaptación cinematográfica.
Para dicha tarea se reclutó a un equipo de especialistas que incluye a un gran director de fotografía como Félix Monti; a Sebastián Escofet, experimentado músico de películas; un elenco que combina calidad con alta exposición, y a un director como Tuozzo, con oficio para encarar la tarea. Pero como se dijo, el cine no es sumar y listo el pollo, sino que hasta el mejor equipo necesita de un corazón que le permita moverse de manera vital y no por puro reflejo mecánico. Ese músculo se llama guión y la película muestra enseguida sus problemas cardíacos.
Los primeros indicios llegan a través de los diálogos, que suenan artificiales durante casi toda la proyección y no existen muchos actores capaces de hacer sonar natural lo que no lo es. Osmar Núñez, que interpreta a un comisario, es uno de ellos. El resto del reparto debe lidiar no pocas veces con el problema de decir y hablar como se espera que lo haga un personaje de novela policial (de determinado tipo de novela policial) y así se pierde la oportunidad de creer aunque sea por un rato que esas criaturas son algo más que meros engranajes de la ficción. De eso se trata el cine.
Conforme avanza, el relato se muestra como un policial endeble, con ex machinas apareciendo de todas partes para cerrar una trama no demasiado compleja, pero con aspiraciones. El punto de partida, sin embargo, no carece de interés. Una joven atractiva requiere los servicios de un reconocido psicólogo para que actúe como perito de parte y acredite la inimputabilidad de su hermano, acusado de asesinar a su padre. El muerto resulta ser un empresario famoso por andar en negocios turbios y el resto de la historia consiste en hacer que las máscaras de víctima y victimario vayan pasando de un personaje a otro. De manera previsible y como nuevo ejemplo de obediencia ante el deber ser del policial taquillero, la película se permite estimular el nervio del morbo, pero tampoco consigue ir más allá de la pose de exploitation. Si alguien quiere saber cómo se siente un gancho directo en el morbo del espectador puede ver El otro hermano, último trabajo de Adrián Caetano, y después comparar.