Funeral de Estado 9 puntos
State Funeral / Gosudarstvennyye pokhorony; Países Bajos/Lituania, 2019.
Dirección, guion y producción: Sergei Loznitsa.
Montaje: Danielius Kokanauskis.
Diseño de sonido: Vladimir Golovnitskiy.
Duración: 134 minutos.
Estreno: a partir del 21 de mayo en Mubi bajo el título State Funeral, con subtítulos en castellano.
El 6 de marzo de 1953, el cadáver embalsamado de Iósif Vissariónovich Stalin, envuelto en una mortaja de seda roja, fue ubicado entre un océano de ofrendas florales en el Salón de las Columnas de la Casa de los Sindicatos, en pleno centro de Moscú. A partir de ese momento, se llevó a cabo una ceremonia fúnebre que duró cuatro días hasta el apoteósico ingreso del féretro en el mausoleo de la Plaza Roja y que se transmitió por radio a lo largo y a lo ancho de la inmensidad de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Casi 200 camarógrafos cubrieron el acontecimiento en todo el territorio, desde las fronteras con Europa hasta los confines del continente asiático.
Sobre ese material de archivo ya de por sí valiosísimo, completamente restaurado y en gran parte inédito (en particular las tomas en color, rescatadas de un film que las purgas post-Stalin lograron enterrar por décadas), el gran cineasta ucraniano Sergei Loznitsa realizó una obra maestra del documental de montaje, Funeral de Estado. Estrenado en la Mostra de Venecia 2019, el extraordinario film de Loznitsa llega ahora a la plataforma Mubi junto a otros cuatro títulos del director, de técnica similar, y que configuran un cuerpo de obra único sobre la historia de la ex URSS (ver nota aparte).
Auténtico especialista en el manejo de materiales de archivo (aunque tiene también otras cumbres en el campo del cine documental de registro directo, como Maidán, 2014), Loznitsa compone en Funeral de Estado una imponente sinfonía cinematográfica –con sus temas, contra temas y variaciones- capaz de dar cuenta del culto a la personalidad de Stalin sin recurrir a ningún otro recurso que no sean los registros de la época, visuales y sonoros. Aquí no hay entrevistas a cámara ni narradores en off al modo de History Channel, sino solamente aquellos registros arrebatados a la oscuridad de las bóvedas donde estaban confinados y que gracias al genio de Loznitsa –y de su montajista lituano Danielius Kokanauskis- vuelven a hablar con una elocuencia sorprendente sobre un momento clave de la historia del siglo XX.
El método de Loznitsa es simple y complejo a la vez. Por un lado, procede por depuración: de las 35 horas de metraje con las que trabajó parece haber dejado solamente lo esencial, el hueso de los acontecimientos, desde la sigilosa llegada del féretro a la sala velatoria hasta el fastuoso desfile militar que lleva a Stalin a descansar (fugazmente, hay que decirlo) junto a Lenin, del otro lado de la muralla del Kremlin, donde reinó durante casi 30 años. Sin embargo, a partir de ese núcleo duro, que delimita tiempo y espacio, Loznitsa opera por acumulación, lo que le da al film un crescendo impactante hasta llegar a un clímax fuera de lo común.
De Stalin mismo solamente se ve un primer plano de su rostro en el ataúd, un plano detalle de sus manos y una impresionante toma cenital del féretro, antes del título del film. Pero a partir de allí, Loznitsa irá sumando imágenes de miles de cuerpos y rostros de hombres, mujeres y niños, conmocionados por el acontecimiento, que no cesan de llorar y de hacer filas: para cruzar brevemente, atónitos, frente al féretro; para depositar infinitas ofrendas florales a los pies de los infinitos monumentos dedicados al “Padrecito de los Pueblos”; para comprar el Pravda con la descripción minuciosa de las causas de su muerte; para escuchar frente a los altoparlantes las noticias propaladas desde la capital; para turnarse frente a los micrófonos de las fábricas a improvisar encendidos discursos de alabanza y despedida.
Hay una suerte de secreto leitmotiv en el film, ya sea en una aldea remota o en las recurrentes escalinatas que llevan en Moscú hacia el muerto: las miradas a cámara. Fugitivas, como sorprendidas, o con el rabillo del ojo, las miradas se sienten atraídas hacia las cámaras como si fueran imanes, quizás en la súbita consciencia de estar viviendo un hecho histórico, o con el temor de ser registrado con el gesto incorrecto para la ceremonia, o simplemente con el miedo al vacío que deja la muerte de un líder que para bien (el triunfo ante el ejército invasor nazi) o para mal (las siniestras purgas políticas) gobernó al país con mano de hierro.
Es notable la paradoja que encierra Funeral de Estado. Por un lado, es capaz de dar cuenta cabal de la emoción colectiva de un pueblo en un momento crítico y de lograr la inmersión del espectador contemporáneo en ese clima de época. Por otro, con apenas un par de placas al final del film, que informan muy sucintamente de los crímenes masivos cometidos por Stalin, Loznitsa deshace el hechizo y demuele el monumento que él mismo había levantado durante los 130 minutos previos. Es como un réquiem seguido de otro réquiem.