El tiempo del recuerdo se mueve lento hacia la espesura de la vida. Luis Gusmán podría cerrar los ojos y nombrar, piedra sobre piedra, el paisaje de su educación sentimental. El autor de El frasquito, “libro único en la literatura argentina”, como lo definió Luis Chitarroni, no exagera cuando dice que acaba de recibir “el mejor reconocimiento” como personalidad destacada de Avellaneda. Aunque no nació en esa ciudad de la zona sur del conurbano bonaerense, vivió desde los 5 hasta los 25 años, primero cerca de los frigoríficos La Blanca y La Negra. “Siempre me pareció oír los mugidos de las vacas antes de ser sacrificadas”, confiesa el escritor y psicoanalista. Después se mudó cerca de los Siete Puentes, al lado del Riachuelo, “ese río que desde el 17 de octubre (de 1945) fue otro río”.
Mucho antes de escribir su primer cuento “Cuando cruce el séptimo puente”, a los 17 años, en Avellaneda fueron sus primeros bailes. “En sus clubes escuché los cantantes de esa época, Rosamel Araya, Carlos Argentino, Yuyú Da Silva, y el tango con Julio Sosa y las orquestas. Los bailes de carnaval se esperaban porque se podía encontrar el primer amor”, cuenta Gusmán, autor de novelas, cuentos y ensayos entre los que se destacan Brillos, Cuerpo velado, En el corazón de junio, Villa, Tennessee (llevada al cine como Sotto voce), Ni muerto has perdido tu nombre, El peletero, Los muertos no mienten, La rueda de Virgilio y Epitafios, un lúcido análisis de los recordatorios de los desparecidos publicados en Página/12.
El escritor y psicoanalista que participó de tres revistas emblemáticas como Literal, Sitio y Conjetural publicará este año varios libros: Flechazos (Emecé), encuentros, desencuentros y despedidas en la literatura; Cuentos completos, con prólogo de Martín Kohan, y la novela No quiero decirte adiós (ambos por Edhasa).
-Con los paisajes de Avellaneda y el Riachuelo, ¿creaste tu propia Yoknapatawpha a lo William Faulkner?
-Sí, es como caminar de una vereda a la otra. Los cines, los bares, la escuela, y los clubes delimitaban ese territorio. En el cine San Martín cuando pasaron la película de Bill Haley, Al compás del reloj, se prendieron las luces y la gente se puso a bailar el rock. La Real, donde asesinaron a Rosendo o el García Lorca, el bar donde los que no sabíamos que íbamos a ser poetas ya nos convocaba el nombre. La biblioteca de Racing donde leí a Felisberto Hernández. La escuela Normal mixta de Avellaneda. Y finalmente El Regatas, donde imaginé esa historia que Mario Levin llevó al cine con el nombre de Sotto voce, con las actuaciones inolvidables de Norma Pons, Lito Cruz y Martín Adjemián.
-De El frasquito a tus libros más recientes, tu escritura fue cambiando de una estructura más vanguardista a formas más legibles. ¿Cómo explicás este tránsito?
-Las historias se fueron imponiendo. Y con ellas, la trama. Recuerdo haber escrito en colaboración con Osvaldo Lamborghini dos o tres historietas para la revista El Tony. Osvaldo me decía: “vos ponés la historia y yo la escritura”. Con los años fui equilibrando historia y escritura. Hoy la trama se impone. Pero todo vuelve. Quizás Avellaneda se metaforice en el título de mi próxima novela: No quiero decirte adiós.
-¿Por qué no podrías volver a escribir un libro como El frasquito?
-El frasquito es incorregible, como dice Luis Chitarroni; entre nosotros lo llamamos El infrascripto. Creo que fue un libro dictado por esas voces de las sesiones de espiritismo a las que mi madre me llevó y donde yo esperé que bajara el espíritu de Gardel.
-Una cuestión que sorprende, como te lo señaló Jorge Panesi, es la ausencia de psicoanálisis en tu obra. ¿Cómo explicás esta ausencia?
-El frasquito, como otros tantos textos del '70, encontraban en el psicoanálisis un refugio para una escritura de ruptura. Entonces, como el doctor Jekyll y mister Hyde, quizá tomando el apellido, me oculté ("hide" significa "ocultar" en inglés) para no ser leído por la crítica literaria desde una aplicación del psicoanálisis. Recuerdo que hasta que apareció el prólogo de (Ricardo) Piglia, El frasquito querían publicarlo con un prólogo psiquiátrico. La sospecha de Jorge es válida; como diría Perec: “yo marcho enmascarado”. Escribir siempre me salvó la vida.