En un lapso breve, Guillermo Piccolini se separó de la mujer con la que estuvo 25 años, cambió de barrio y de casa, dejó su trabajo de productor y tomó la decisión de hacer exactamente lo que tenía ganas. Segundos antes del azote universal de la pandemia, tenía la valijita lista para salir a tocar, solo, con una guitarra, en donde quisieran escucharlo. Llevaba un mapa marcado: San Miguel, Palermo… “¿Querés algunas canciones? Allá voy. Me tomo el bondi y estoy ahí, con mi guitarra. Ese era el plan. Pero vino la peste”, dice Piccolini desde su nuevo hogar, rodeado de libros, en Villa Urquiza. Cada tanto suena un celular, que no atiende: una muestra de su predisposición a la entrevista. Después de muchísimo tiempo de hacer discos ajenos, pensó que ya era el momento de dejar ese mecanismo artificioso que significa grabar. La fantasía de lanzarse a la juglaría estaba ahí, al alcance de la mano. El virus pulverizó la romántica estrategia.
Trata de armar un cigarrito, pero cada pregunta lo demora. En una hora de charla el cigarro quedará inconcluso. Conversa, no se toma muy en serio, exhibe esa clase de sabiduría de los que vivieron y vieron demasiado. Actuó con medio mundo pero, básicamente, destacó en dos bandas disímiles, epocales, como la española Los Toreros Muertos y la argentina Pachuco Cadáver. Ahora habla de la sorprendente “Teoría-Troilo”. “Cuando grabé un disco con Susana Rinaldi, conversaba mucho con Leopoldo Federico. El me contó que cuando Pichuco componía un tango no lo grababa. Editaba la partitura y lo presentaba en Radio El Mundo, en vivo. Pegados a la radio, en sus casas, todos los directores de orquestas se sentaban con un papel y lápiz para seguir lo que hacía el maestro. Con esos apuntes cada director lo adaptaba a su estilo y salían por los bailes con el tango nuevo de Troilo. Y Pichuco esperaba, como un Buda: si las canciones sobrevivían, si sonaban lo suficientemente sólidas, si gustaban, recién las grababa. Los rockeros hacemos al revés: primero sacamos el disco y después vemos si les gusta a la gente”.
Como Piccolini no pudo mostrar las canciones alla Troilo, se resignó a grabarlas. Lo llamó a Sebastián Schachtel para que le combata alguna inseguridad, y acá está: Futuro imperfecto. Viene subiendo a la web una canción cada tres semanas y en junio saldrá el CD físico, impulsado por el prestigioso y cada vez más insular Club del Disco. Se puede decir que el registro de estas ocho canciones –frescas, directas, disparatadas, sensibles, “imperfectas”- es la única noticia buena que produjo la pandemia.
“Por qué uno saca un disco sin ser Beyoncé o Bruno Mars es una pregunta que no tiene respuesta. No hay ningún incentivo. Comercialmente es un desastre. No soy buen cantante, no soy buen pianista, no soy buen guitarrista… todo tenía sentido si yo me presentaba en vivo. Pero bueno, cambiar de dogma sobre la marcha fue sensato. Sebastián Schachtel es un amigo de larga data, y empezamos a trabajar juntos en la producción. Estoy encantado con el resultado. Creo que es audaz, fuera de época, algo temerario, clásico y adelantado a su tiempo a la vez”.
Por las letras, por una mirada amplia de la cultura popular, por un desencanto existencial que se advierte en los bordes de su discurso y por tantas décadas de ruta, un poco más allá del bien y del mal, Guillermo Piccolini pertenece a una raza difusa de rockero argentino que vivió intensamente los ’80 y los ’90 suspendido entre la reflexión y el pensamiento y el más raso hedonismo y derrape. En los ’80 asomó desde cierta periferia conurbana a las mieles de la renovación del rock, luego de esquivar como “soldado instruido” la guerra de Malvinas y de dejar los estudios tras cursar Letras en la UBA durante un año; en los ’90 fue en Madrid un puente entre el fulgor del rock español y los exiliados argentinos de la híper. Eran los años de Almodóvar, jeringas, jolgorio, pasotismo y vacío. Entre el éxito sardónico de Los Toreros Muertos (él, la cabeza musical; Pablo Carbonell como frontman) y la experimentación minimalista de Pachuco Cadáver junto con el Roberto Pettinato en pleno duelo de Sumo, Piccolini articula en su figura el corazón y hueso de una época sinuosa.
Ahora revisa el pasado, y se siente lejano. Dice –y vuelve a sorprender- que se volvió nacionalista y “muy anti todo”. Y recuerda una charla con Poli y Skay, en Madrid. “Tengo un gran afecto por ellos. Hasta podría decir que son mis mentores. Yo los iba a ver mucho de purrete cuando recién empezaban en Buenos Aires, en el Bambalinas y esos lugares. Una vez hice una versión rarísima, electrónica, de memoria, de ‘Criminal Mambo’. Los Redonditos todavía no lo habían grabado. La escucharon, les gustó y pegamos onda. En Madrid anduvimos de bares y Skay hasta llegó a tocar en Los Toreros Muertos. Fue ese parate que se tomaron después de Oktubre. Un día le comenté a Poli: “Yo siempre pensé que el rock era de izquierda, pero me desayuno que es de derecha”. Y Poli acotó, como si yo hubiera dicho una obviedad: “Y… sí, Picco”.
¿Pensás que es de derecha?
-Es la música del sistema. Siempre fue así, y el sistema siempre lo tuvo claro. Los que no lo sabíamos éramos nosotros. Ocurre que somos argentinos y el rock fue contracultural y anti dictadura. Pensamos durante mucho tiempo que era una fuerza de la liberación. Verdadero o falso, yo lo creí así. A mí me sigue gustando Frank Zappa, los clásicos, pero siento en general que con el rock nos compramos un cucurucho de falso chocolate. No reconozco el rock de festivales, aunque haya ido a alguno; no reconozco el rock que se anunciaba en tiempos de normalidad en los escaparates de los bancos. Y la globalización me parece una cagada. Estoy enojado. La música es peor después del rock… ¡El mundo es peor después del rock!”.
Y entonces, claro, Futuro imperfecto. Empieza con un ritmo folklórico que sobrevolará todo el disco. El primer tema, “Don Distante”, define el espíritu de lo que sigue: una baguala psicodélica, una voz nítida, una guitarra, un piano, un bandoneón leve, un crescendo, un coro deforme, una letra inextricable como de historieta argentina de Lino Palacio, con personajes como Don Distante, Doña Perfecta, el Señor Financiación. “Es una canción-canal. Yo las llamo así porque bajan, de una, casi terminadas. Mejor no corregirlas, dejarlas así”.
Los ritmos folklóricos aparecen en casi todos los temas.
-Siempre escuché folklore; de hecho aprendí a tocar la guitarra con “Zamba de mi esperanza” y otros clásicos de moda entonces. En casa había un bombo, así que conocía los ritmos básicos. El folklore y la cumbia fueron la banda sonora de mi infancia en Grand Bourg. Cuando crecí me gustaban los Sex Pistols, pero tambien Atahualpa Yupanqui, Astor Piazzolla. Me atraen grandes del pasado, como Hugo Díaz, el Cuchi Leguizamón, Violeta Parra. Me sigo preguntando qué es lo que pasa cuando canta Mercedes Sosa, esa emoción, la profundidad. Esa música me moviliza.
Pero en ninguno de tus otros trabajos estaba tan presente el folklore.
-Es cierto. Me parece que la novedad radica en que ahora los sonidos locales son elementos importantes del cóctel. Pero ya en canciones de Los Toreros Muertos metía unos pianos, digamos, “arielramíricos”. Cuando surgieron estas canciones con aires tan de acá no tuve que consensuar con nadie: aparecía una baguala blues, la hacía y listo. Mi única premisa fue que la canción tuviera suficiente entidad como para ser tocada en una criolla o en un piano y que conmoviera desde esa desnudez. Los textos van por la misma línea. A veces los veo como aguafuertes en cámara lenta. En muchos casos fueron repentizados con los primeros bocetos de la música. Música y letra ya venían soldadas.
Una vez que tuvo los temas, llamó a amigos para que cubrieran puestos clave. Pilchas para la desnudez. Martín Aloé en bajo, Colo Belmonte en bombos, Fernando Samalea en bandonén, en fin, camaradas de aquellos años: Tito Losavio, Daniel Melingo, Gustavo Semmartin, Moska Lorenzo, Martín Bruhn y el omnipresente Schachtel. Alejandro Terán hizo una maravilla con un tema extraño, que debajo de una apariencia infantil esconde el desamor: “Abejita”. El arreglo de cuerdas entreverado al arpegio de la guitarra criolla tiene una irresistible aura a Nick Drake. Futuro imperfecto no es lo que se considera “un disco de separación”, aunque hay letras de ruptura. Como la de “Vení a buscarme”: “Vení a buscarme, sin vos no sabré volver / Salí, arriésgate, antes que no se pueda ver / No cuentes más, ya es bastante / y casi es la hora de dejar de jugar y abrazarse…” “Sueño de libertad” remite al hemisferio folk de Led Zeppelin; “Juan dice” es, señala Piccolini, “la deconstrucción de una polca paraguaya”. En “La comida” (y su frase fuerza: “gritó gol la gilada”) aparece la voz oscura e inmensa de Daniel Melingo. Uno de los últimos temas, “Poeta”, larga con un piano que enseguida marca, otra vez, una baguala y la voz de Picco entonando como si estuviera en una calleja de Humahuaca: “Hay que vivir soñando, que somos miguitas de nada”.
Se advierte un respeto por la palabra, por la poesía, por esa peculiar música que puede tener una frase.
-Me interesa la poesía. Incluso antes de estudiar Letras, me gustaba gente como Jack Kerouac, Juan Gelman, la generación española del 27… La poesía tiene algo genial: cuando te habla, te habla. Explicarla es romperla. Hay una frase de Aldo Pellegrini que dice que se llama poesía “a todo aquello que cierra la puerta a los imbéciles”. Es maravillosa. A veces siento como lector que esa puerta se me abre un poco, pero como autor es un enigma. Hay que saber mirarse a través de los otros. Ahora estoy leyendo poco y nada. El libro que tengo en mi mesa de luz desde hace bastante es el I Ching.
Mirando atrás, ¿sentís coherencia en tu obra?
-Hice cosas muy distintas pero sí, siento una coherencia. Si te ponés a pensar, este disco no es tan diferente a Pachuco Cadáver. Tiene pocos elementos, es austero… Hay gente que cree que yo soy indie. Y nada que ver. El indie es confesional, se mira al ombligo, no tiene tensión, drama. Los españoles, sobre todo, eran insoportables: “Hoy me tomé una cerveza en el bar, y vi a una chica y me fumé un porro, mal”… Esa puede ser la letra de una de esas bandas. ¿A quién le importa? Lo mío es diferente: busco la tensión, el drama. Esto que estoy haciendo ahora lo siento afín a Pachuco, es la misma trama. Yo en los ’90 decía que con Pachuco hacíamos “taxi rock”: éramos tan pocos y necesitábamos tan poco que entrábamos todos, músicos e instrumentos, en un taxi. Ahora es igual.
¿Cómo conciliás todo esto con tus cuestionamientos al rock?
-Como puedo. Yo me gusto más ahora. Ciertos sentidos comunes se derritieron y florecieron otros. Los textos y la música reflejan eso. Me interesa la canción desnuda. Ahí no podés pinchar nada, no podés meter un autotune. No podés esconder la voz simplemente porque no tenés dónde esconderla. Lo único que para mí es importante es la onda. Es una idea medio punk. ¿Tiene onda? ¿Es honesto? Listo, ya está. No se necesita mucho más.
Futuro imperfecto se edita el mes proximo, a través del Club del Disco. Los simples "Don Distante" y "Abejitas" ya se pueden escuchar online.