La tristeza me envolvió ayer por la mañana al volver al Bajo. Tristeza, digo, no depresión. Y si digo me envolvió se debe a que el paisaje me impregnaba de un haber sido, un ya no ser, y más aún, un no volver a ser. Las calles desoladas, como nunca antes. Ni siquiera el año pasado, al comienzo de la peste, sentí esa impresión de estar en otra ciudad, una fantasma, metrópóli desierta barrida por una brisa macabra. Estas calles, donde fui feliz no hace tanto, en un parpadeo, habitadas sólo por recuerdos y, se sabe, los recuerdos, de tan íntimos son invisibles. Eso vi, eso sentí: la experiencia de un amor destruido. Cerca sonó el campanario de una iglesia, creo que la de Santa Catalina de Siena, que fue hospital de sangre durante las invasiones inglesas.
Determiné no hundirme y, reacción instintiva, contrafobia más bien, entré en la librería Menéndez, en la bajada de Paraguay, y salí con unos libros de Seamus Heaney (1930-2013): “Cadena humana” y “La reparación de la poesía”, las conferencias que Heaney dictó en Oxford. “En el Oxford English Dictionary aparecen cuatro acepciones de la palabra redress (reparación)”, señala Heaney, y estas cuatro son sustantivos. Pero “hay unos quince significados distintos, en el caso del verbo redress”. Heaney toma en cuenta el primero de esos significados: “Enderezar una persona o una cosa y, en sentido figurado, restablecer, restaurar".
Heaney no es un poeta que provenga de alcurnia, y en todo caso de buscarle una, esta debe encontrarse en su veta virgiliana. Su materia de inspiración está en Derry, ciudad chica y revoltosa de la no menos insurgente Irlanda del Norte, y también en sus alrededores, campo, verde, cielo abierto. La elocuencia de su lenguaje, su expresividad, sin perder conciencia del desgarramiento de pertenecer al Ulster: en 1972 los paracaidistas británicos fusilaron una manifestación de católicos que clamaban por los derechos civiles, matanza conocida como “Bloody Sunday”. En este punto “Norte” sea tal vez su libro más duro. Heaney busca reflejar el temperamento callado de sus vecinos caracterizados por una parquedad de clase, endémica, severa. Pero su faceta más lírica se encuentra en poemas como los de “Muerte de un naturalista”, donde parece conversar con Brueghel, auténtica una arqueología de sabores, sonidos, colores, tan auténtica que todo lo nombrado, consagratorio, puede paladearse, olerse o tocarse, trátese de un aroma o un sapo. Hace un tiempo The Times Literary Supplement publicó un poema suyo dedicado a una parva: estuve días caminando alrededor de la parva, y me acuerdo que se lo envié a algún amigo y después lo perdí. De lo contrario lo citaría para que se entienda qué quiero decir.
Ahora, en “Cadena Humana”, publicado por Heaney en 2010 tras una apoplejía, recobré fuerte esas sensaciones de “Parva” de las que hablo, en especial en un poema, “Herbolario”, ese que dice “Por doquier las plantas/ Florecen las tumbas” // Se hunden de raíz/ Entre las dinastías de los muertos”. El poema es más largo, lo entrecorto: “El viento // Me ha ilustrado/ En los estilos del mundo// Lo inestable es bueno/ Permiso concedido//. Adelante, pues, ciudadano / Del viento. / Ahora, déjate llevar”. De pronto, mientras repasaba estos versos, una y otra vez, creí comprender el sentido que Heaney le concede a reparación a través de una fusión de elegía y autobiografía. Pero, acaso toda elegía no es autobiográfica, acaso todo lo que uno escribe puede dejar de serlo. Si la elegía es lamento de lo que se pierde y le anda cerca al epitafio, la autobiografía, el mirar hacia atrás, puede tal vez compartir un tanto este gusto de retrotraerse al pasado y reelaborarlo.
Siguiendo con las vueltas en torno a esta cuestión me detuve en dos citas que Jorge Jinkis ubica en la puerta de “Algunas vidas, algunas muertes”, inesperado libro de cuentos de un pensador del psicoanálisis. La primera, de Lucien Freud: “Hasta una silla es autobiográfica”. La segunda, de Henri Matisse: “Cuando pinto una puerta hago un autorretrato”. Me atrajo el tono de la escritura de Jinkis, y en el tono, justamente, más que en las tramas, está el secreto de sus historias narradas en voz baja, confidentes: “Provienen del sur entrerriano en tiempos recientes y ahondan en las imperfecciones de la suerte, usurpando y contrariando remotas estaciones que vuelven de la infancia, infinito horizonte añorado de la pampa, cuando la luz prevalecía de noche y de día aquello era para alabanza”. Jinkis, rescatando al Berger de la trilogía campesina “De sus fatigas”, pone foco “en la vida rural enlazada a la energía de fuerzas naturales que rigen dichas compartidas y penurias de cada uno: atiende a un ritmo sostenido por los signos, pero la consideración de augurios y presagios no ahorra ningún trabajo, ninguna carga”. Con Eduardo Grüner convinimos que uno de nuestros predilectos es “Sequía”, ése donde un chico epiléptico escucha la respiración de la tierra para averiguar si viene el agua. Me llamó la atención, al final del libro, descubrir un “viejo mapa de la zona”, cerca de Gualeguaychú. Y entonces pensé en el mapa ficcional del territorio de Yoknapatawhpha que William Faulkner supo clavar en la entrada a “¡Absalón, Absalón!” no sólo para decretarlo de su patrimonio sino también como delimitación de su mitología personal: “había crecido entre todo ello, hasta los nombres mismos, eran intercambiables y sumaban millares. Su niñez estaba poblada de nombres; su propio cuerpo era como un salón vacío lleno de ecos de sonoros nombres derrotados: él no era un ser, una persona, era una comunidad”. Entonces, lo que escribe Jinkis: una mitología, “las horas tibias de la infancia”, pero sin bucolismo, en crudo. Su manera de contar se explica en una frase: “De él no hablaba, pero hablaba”, que puede considerarse regla de escritura. A tener en cuenta, el texto de Luis Gusmán sobre estos relatos: “Las suyas son palabras arrancadas al ruido, que una y otra vez le hablan al silencio”.
Después me quedé pensando en los vínculos entre una lectura y otra, en los textos que se me van sucediendo en estas anotaciones con su tendencia odiosa a la confesión todo el tiempo presente y pidiendo permiso. No hay caso, me digo, no se puede huir de lo autobiográfico. O, mejor dicho, no se puede huir del yo, nadie escapa de sí, ni aún cuando se pretende ser solidario: “Si vas a ayudar”, se exige Wittgenstein, “no lo hagas por vos”. Entonces me sobreviene la impresión de que en este cuaderno, aún con el filtro de una posible autocensura, es inexorable la persistencia de un otro corresponsal de mí mismo.
Mientras tanto la muerte pela el barrio. El miedo está en los ojos. Tampoco es miedo lo que siento. Tristeza, insisto. Sin embargo, me obceco, la reparación de la poesía encuentra, como puede, y siempre puede, encontrar su sentido en la lengua, la memoria, la humanidad que no perdimos del todo mientras Heaney vuelve a escribir: “A paso lento por senderos/ de hierba cubiertos. // Los muertos se lanzan/ Al futuro. // Cuando las campanas fúnebres redoblan, /La hierba se pone a temblar. // Pero sólo entonces. / No cada vez que cualquier campana// Suena.”