La expresión “daños conjeturales” acuñada por el presidente de la Corte Suprema, Carlos Rosenkrantz, se parece mucho a (y funciona como) otra más célebre: daños colaterales. Ambas apuntan a minimizar, ningunear o banalizar perjuicios graves causados para garantizar un bien superior. En un caso decidir un pleito importante a favor del aliado político. Herir o matar al enemigo, en otro.
La sentencia de la Corte Suprema entró en el pasado en cuestión de semanas. Se recontra concretaron los hechos que los Supremos consideraron no corroborados aunque los tenían delante de las narices. Nada novedoso sucedió durante ese tránsito veloz, solo se verificaron las tendencias, los indicadores conocidos por “todo el mundo”. La cantidad de fallecimientos (en general y de personal docente en particular), de contagios diarios, los niveles de ocupación de camas en terapia intensiva, la saturación del sistema de salud.
Los códigos procesales, sabiamente, indican que los magistrados deben tomar en cuenta “los hechos notorios”, conocidos por toda la comunidad. No es necesario que las partes aporten prueba respecto de dónde se pone el sol, de cuándo comienza el invierno, de que Boca y River son dos clubes de fútbol y un sinfín de etcéteras.
En un asunto de gravedad institucional y humana nada impedía a los jueces a apersonarse, moverse y observar los hechos.
De modo lateral, se desnudó el modo capcioso en que los jueces llenaron las lagunas que deja la Carta Magna. Las disquisiciones sobre la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA), rara avis parida y mal regulada en la Constitución de 1994. No es provincia como las demás, porque no antecedió al Estado nacional ni tiene facultades preexistentes consagradas por pactos ídem.
La interpretación judicial reescribe el texto legal, todos los días en todos los casos. Transformarlo en tótem, atribuirle claridad y sentido unívoco de los que carece, hurtar el cuerpo a la peculiaridad de la pandemia, condujo a un resultado funesto. Una resolución insensible que coadyuvó a agravar los problemas y postergar medidas ineludibles.
¿Se harán cargo los magistrados de su cuota de responsabilidad, tan imprecisa numéricamente cuan innegable? Desde luego que no. Los jueces se auto exoneran de las consecuencias sociales de sus sentencias. Saludan al Derecho Romano, escriben en latín o en una versión indescifrable del castellano y se lavan las manos ante las secuelas.
¿Responderán ante la opinión pública? ¿Darán explicaciones ante los medios, que son parte esencial del sistema democrático? Jamás. Los Supremos, de ordinario, no participan del Agora ni se someten a entrevistas para defender sus posiciones, justificar sus pronunciamientos, esclarecer a la gente común. La Constitución no les concede esa dispensa, antidemocrática. Hamilton vivió antes de que se inventara la tevé. Alberdi desconocía la radio… La falta de presencia pública es una prerrogativa arcaica, impropia de sociedades del Siglo XXI.
El silencio, la oscuridad, el secretismo, la elusión impositiva describen a aristócratas (oligarcas diría Aristóteles) que hicieron daño y se esconden.
El presidente, los gobernadores, los intendentes sometidos al escrutinio popular, seguidos en vivo por cámaras y micrófonos llevan otra responsabilidad.
Durante estos días atroces, en un rapto de lucidez común, resolvieron acentuar restricciones por nueve días. En el peor momento de la pandemia, como todes reconocen menos Rosenkrantz, Ricardo Lorenzetti, Juan Carlos Maqueda y Horacio Rosatti, que tal vez se desayunaron el jueves pasado.
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La tregua de nueve días: La sentencia cortesana configuraba un estado confederal para responder a los desafíos de la peste. Propiciaba –verbalizando o sottovoce—una anarquía en su conducción. La perspectiva de 24 políticas sanitarias, debilitando al Estado Nacional, reducido al rol de proveedor de vacunas, insumos médicos y ayuda económica a los más carenciados.
El Jefe de Gobierno Horacio Rodríguez Larreta jugó con fuego para quedar como abanderado de la educación y gerente de una ciudad libertaria. Los controles los amago y te los debo. Como vecino, por una vez, este cronista da fe de la existencia de bares y restaurants atendiendo adentro cuando estaba prohibido. Llegó a ver uno frente a una comisaría, semi colmado y con una policía en la puerta. Policías, guardaparques (o como se llamen) sin barbijo o con la pieza colgando por debajo de la nariz. Nimio número de inspectores frente a los agolpamientos nocturnos. Cervecerías con cincuenta o cien personas ocupando media cuadra.
Toquemos apenas la presencialidad en escuelas, que no es centro en esta nota. Burbujas que estallaban, la mitad del piberío (como mucho) con asistencia a clases intermitente.
Escapa al saber de este cronista cómo piensan íntimamente HRL y su elenco. A título de hipótesis: se ne fregan de ciertos “costos” a cambio de posicionarse como adalid de las clases presenciales. En una sociedad polarizada y segmentada por preferencias políticas, descuenta que conservará la condición de mayoría en la Ciudad. La verborragia del Gobierno, su excesiva focalización en la CABA lo catapultaron como figura nacional.
En estas semanas, Larreta y su gente rondaron el pánico. Lo cuentan, con subterfugios, los medios que le hacen de claque, los periodistas (pautados o militantes o las dos cosas) que lo endiosan.
Otros gobernadores se mueven de modo similar. Se esmeran en esquivar la toma de decisiones, en esperar que las asuma “Alberto” y que él pague los costos.
Los nueve días de restricciones severas, duras para la población e imprescindibles, son un logro del presidente. Conversó, roscó (con perdón de la palabra), reinstaló un feriado puente anulado semanas atrás.
La oposición es intratable, judicializa todo, juega a indignar y meter ruido. El contra Poder Judicial se alinea con ella. En ese marasmo debe gobernar Fernández. Lo que no dispensa sus errores al comunicar o al gestionar porque tiene que hacerlo en el contexto que le tocó.
Los nueve días son a la vez un alivio y un intervalo breve, que coloca a los mandatarios con Fernández a la cabeza ante el día después, el primero de junio.
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Con peste, nada es sencillo: Gobernar siempre es difícil. La complicación se potencia en pandemia. Un vistazo somero sobre las elecciones realizadas en el mundo (salpicón surtido, desde ya) sugiere que los oficialismos tienden a pasarla mal.
La comunicación es una de las facetas de la acción política. Desde el vamos, dando vuelta la frase de Fernando de la Rúa, siempre es feo dar malas noticias. Astutos o hasta taimados, varios gobernadores rehúyen el centro de la escena y “dejan” que el presidente transmita las malas nuevas.
El discurso de Fernández en cadena tuvo un rating descomunal, el pueblo quiere saber. “Lamentablemente, tenía razón” arguye el presidente, apuntando al rival político. A los espectadores en general les importan más los anuncios que ese cuadro de situación. Una mirada superficial y expandida sobre el debate público, estimamos, confunde proporciones. Aunque las redes sociales creen un espejismo en contrario, las personas politizadas, encolumnadas a favor o en contra del Gobierno, constituyen una minoría. El resto se enfoca en la familia, el barrio, el trabajo. Transita la cotidianeidad. Se concentra en el laburo, la escuela de los pibes, la inflación, la seguridad urbana, algo de esparcimiento.
Los cambios de escenario complican la existencia. Atribula la falta de horizontes, no ya futuros, sino para dentro de contadas semanas. Dos sociólogos clásicos del siglo pasado, Peter L. Berger y Thomas Luckmann, enseñaban que para la gente común, la realidad cotidiana está dada. No se problematiza, reversionamos. Uno se despierta, abre la canilla y espera agua. Sabe qué lo espera cuando sale a la calle, que el super chino está a media cuadra casi siempre abierto, que la tarjeta SUBE sirve para pagar el bondi, cuyo trayecto conoce.
Los cambios de reglas para salir a la calle, los fluctuantes horarios autorizados para circular, los permisos que caducan de improviso y deben renovarse, la inextricable distinción entre servicios esenciales y no esenciales… las alteraciones constantes desorientan, acentuando las preocupaciones. La sensación ciudadana ante la hiper regulación constante puede asemejarse a la de épocas de anomia. Se pierden las referencias, se debe recalcular todo por encima de los duros desafíos de ganarse el pan y de ordenar la vida en familia.
La narrativa oficial centra la mira en la CABA y en Rodríguez Larreta en detrimento de otras 23 provincias y mandatarios. Táctica discutible en un país federal cuya población recela del centralismo porteño.
En materia educativa, con varios días sin escuela por delante y la perspectiva factible de prórroga se hace imprescindible que el discurso oficial trascienda la cuestión sanitaria. HRL macanea cuando fija clases para fines de diciembre pero emboca en un sentido: proponer que está pensando en el futuro, que las restricciones son transitorias, apenas una parte de la realidad.
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Demasiada confianza: Meses atrás Fernández describía a Larreta como “un amigo”. No resultó así.
En un carril parecido el presidente confió a veces demasiado en consensos genéricos, mesas esporádicas tan amplias como ineficaces, en supuestos aliados que defeccionaron.
La reaparición de Marcelo Tinelli ofrece un ejemplo pequeño e ilustrativo. Replicó con denuncismo berreta, rayano en la extorsión, a una crítica sensata del ministro de Salud bonaerense Daniel Gollán. Anti política al rojo vivo, un alarde de idiosincrasia. Comunicador cutre y exitoso, Tinelli tiene derecho a expresarse y todavía congrega público. Metió la pata el Gobierno cuando le dio una silla en la Mesa Argentina contra el Hambre. Protagonista frívolo, nada serio podía esperarse de él. Se lo embellecía a cambio de una pátina de supuesta popularidad, desmereciendo (sin desearlo pero…) a personalidades valiosas que enaltecían la iniciativa.
Tinelli, podrá decir usted, es una figura menor. Vale. Pero la relación con él no se diferencia conceptualmente de la que se mantuvo con la cúpula de la Unión Industrial Argentina (UIA), hoy punta de lanza de la oposición. Labor a la que se dedica tanto como a la insolidaria remarcación de precios.
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La gente y las vacunas: La historia nunca se repite ni siquiera cuando reinan semejanzas y la sensación de déjà vû. La gobernabilidad en el contexto de tragedia cuenta como virtud del gobierno y de buena parte de la sociedad civil. La contención ciudadana, la templanza, la falta de violencia política contribuyeron en buena medida. Las minorías intensas y gritonas son minoría. Perdieron la batalla anti vacuna, que emprendieron con armas viles que incluyeron la criminalización.
En mayo-junio van llegando y llegarán millones de vacunas. De México, de Europa, de Estados Unidos, de Rusia. Es factible que las haya de producción nacional. La opo retacea reconocimientos o miente sobre el panorama; las personas de a pie se anotan y festejan cuando llega su turno.
Esa infatigable tarea ranquea como la mejor política pública del Gobierno. El incremento de la recaudación impositiva añade un factor positivo. Acrecentar la inversión social, ayudar a empresas y laburantes en apuros sigue siendo agenda prioritaria de un gobierno nacional y popular.
Alberto Fernández recobró, de momento y en buena hora, la conducción de la política sanitaria federal pese a la baja cooperación de demasiados gobernadores.
La innegable prioridad de la vida y la salud no alcanza en una sociedad compleja. También es imperioso recobrar el control de la economía, la creación de puestos de trabajo y la redistribución del ingreso. Metas irrenunciables para un gobierno nacional-popular.
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Un ejemplo para recordar: Hace rato que el exceso de confianza del Gobierno lo hace cometer traspiés, errores evitables. Encara demasiados conflictos a la vez. Desde Vicentín, genera escenarios en los que sale derrotado. La Reforma Judicial centrada en los tribunales federales es un ejemplo clavado: ajena a los intereses de la gente y hasta a su atención.
Se aproxima el 25 de mayo, aniversario de la jura del presidente Néstor Kirchner con quien se formó Fernández. Puede ser útil recordar su praxis. Kirchner era un luchador que trataba de administrar los conflictos. Daba pelea, a menudo, pero también retrocedía cuando la correlación de fuerzas le parecía adversa: contra Juan Carlos Blumberg, por caso.
Personalizar a adversarios-enemigos, otra lección que daba Kirchner cuando mencionaba con nombre y apellido a Alfredo Coto, a Héctor Magnetto. Cuando prorrumpía “¿qué te pasa, Clarín?” o conducía un boicot contra Shell.
Escogía oportunidades y contrincantes: la Corte Suprema desprestigiada, los represores del terrorismo de Estado, el “pejotismo”. Metía la pata, claro, como en el enfrentamiento con las patronales agropecuarias. Pero siempre pensaba en estar fuerte, en acrecentar su poder democrático. El poder no es una materia inerte, como un canuto de plata en una caja fuerte. Es representación e imagen, se construye, se pulsea.
Construir poder en democracia es trabajoso, supeditado a las reglas institucionales. Necesario también en todos los tiempos. Inclusive en las terribles circunstancias que padecemos hoy.