“Podría funcionar, si todos cumplimos nuestra parte”, dice Diego, un perfumista que vende en forma ambulante, los frascos del perfume que él mismo prepara. Está parado en una esquina de Palermo. La esquina está vacía y hace frío. Un mozo le trae un café desde el salón, al que no se puede ingresar. La escena simboliza el escaso movimiento con que, bajo una lluvia persistente, transcurre esta primera jornada de confinamiento. La Ciudad Autónoma de Buenos Aires acata las nuevas medidas de protección contra la segunda ola de pandemia, y sus habitantes, conformes o contrariados, según los testimonios recogidos por Página/12, aceptan esta “nueva cuarentena” como la llaman. Esperan “que lleguen más vacunas”, y “poder volver a trabajar”.
Pocos automóviles transitan las calles. Casi todos los comercios están cerrados, salvo algunos del rubro gastronómico, sobre todo en barrios como Palermo, que atienden con protocolos: en la puerta y “para llevar”. En zonas como Once, se mantienen abiertos los locales de comida al paso, y otros de indumentaria o multirrubros. No hay embotellamiento en la siempre multitudinaria esquina de Corrientes y Pueyrredón. Este sábado, se ven pocos peatones que caminan las veredas apurados por la lluvia.
En Once
En Once, hay pequeños comercios abiertos, son de comida rápida. Otros son de venta o reparación de celulares. Algunas galerías colocaron en la barra de contención ubicada sobre la vereda, carteles improvisados con los teléfono de los locales internos. Hay comercios más grandes, abiertos, venden a “mayoristas-minoristas”, pero también acceden a la modalidad: atienden en la puerta y las empleadas van y vienen con los productos que algunos pocos clientes se acercan a comprar.
“Esta maldita pandemia, no nos deja hacer nada” se queja Ramón, detrás de la cortina metálica que separa su taller de reparación de máquinas de coser, de la vereda. No hay clientes. Ramón, que espera le “toque pronto el turno” de vacunarse, repara las máquinas y arregla ropa. “Estamos haciendo de todo para que no nos falte nada, porque tenemos que darle algo en la boca a los chicos, los chicos tienen hambre”, lamenta. Mira a la calle y saluda, con una mano, al vecino que, por la vereda de enfrente, pasa con su changuito con mercadería. “Es Junior”, cuenta.
Junior es peruano y viene del mercado. “No dejan entrar a más de dos personas y todos con barbijo” afirma. “Tratamos de protegernos porque sabemos que nadie sale bien parado de ésta. Hasta que no haya una cura, no tenemos otra”, sostiene. En el “Kioskón” de Avenida Pueyrredón, Gaela atiende a un cliente que busca una lámpara para computadoras, pero no compra. “Esta lento hoy, calmado” dice ella. Por la misma avenida, Hugo tiene un puesto de diarios que también vende juguetes. “Las ventas van de regular para abajo --cuenta Hugo--, pero hasta que no haya un buen plan para vacunarnos a todos, acá en la ciudad, tenemos que acatar”. La esperanza, también para él es la vacuna, y en tanto eso suceda: los cuidados. “Entiendo que los chicos tienen que ir a la escuela, pero en esta circunstancia, está bien lo que estamos haciendo”, confía.
“Tenemos una mezcla de sentimientos” detalla Virginia, que sobre Pueyrredón al 300, atiende un local de ropa. “Vivimos de la comisión, si no vendemos, el sueldo no alcanza, pero hacemos lo mejor que podemos” explica. A pocos metros, María José toma la temperatura y sanitiza con alcohol a las personas que se acercan a llevar mercadería. Se atiende en la vereda. No entra nadie. Solo se retiran pedidos. Pero Luisa, que se acerca al ver más gente de lo habitual en la vereda, explica: “Tenemos hijos que mantener, si no vendemos no comemos, por eso ponemos cartelitos”, dice y señala los carteles con los teléfonos de los comercios que, al interior del paseo, se ven abiertos.
“Dicen que son nueve días, pero seguro que va para más --agrega Luisa, enojada--, y nos preocupa porque nosotros nos cuidamos, si alguien se contagia no viene, no entra, pero igual tenemos que cerrar”. Cerca de ahí, Isabel tiene un local de lencería: “Está difícil, no hay gente --coincide--, hasta ayer entraban de a uno, porque estas son cosas chiquitas, tenemos riesgo de robo, pero hoy preferimos abrir porque la cuarentena nos mató”.
Hace quince años que Isabel y Wilmar tienen ese local. Y otro en la galería Punto Once, que está cerrada. La nueva modalidad de envíos a domicilio le exige entrar a un universo que desconocía: “Instagram, Facebook, Mercadolibre, tuvimos que poner a un hijo con todo eso”, explica. Su marido estuvo internado. Ella fue asintomática. “Lo tuvimos el año pasado, ni bien empezó, en marzo”, recuerda. Saca un sanitizador y lo muestra. “Ahora le pongo alcohol a todo, tiro al aire cuando viene un cliente y le pongo al dinero. Como puesteros, tratamos de cuidarnos, porque estamos seguros de nosotros, pero no sabemos nada del cliente”, afirma. Sobre estos “tiempos difíciles”, concluye: “obvio que están bien las medidas, pero no todos cumplen, y mientras, nosotros tenemos que pagar el alquiler, del local y la casa, no podemos parar, si paramos, estamos listos”, ironiza.
En Palermo
En el corazón gastronómico de la ciudad, que otrora fuera cuna del boom de tiendas de diseño, hoy solo se mueven los mantos de hojas otoñales bajo el paso de “los chicos del delivery”. Hay muchos por Palermo. Y algunas casas de comida que atienden desde la puerta: “a la barra”, le dicen al mostrador, muchas veces improvisado con banquetas. Ni un café se vende en Plaza Serrano, lamenta Griselda. Este típico centro turístico vio resentida su dinámica con el cierre de fronteras del inicio de la pandemia. “Cuando se abrió, empezamos a venir para ayudar al dueño, sin cobrar, solo por la comida, y me llevaba comida para mi hijo”, cuenta Griselda.
Mesera en un tradicional bar de esta plaza, Griselda añora esas madrugadas donde había que pedir a la gente que se fuera para cerrar. Con las nuevas medidas “lo poco que habíamos repuntado en el verano, volvió para atrás”, cuenta. “Fue difícil recuperarse cuando cerraron el turismo, pero en el verano, si bien el dueño no ganaba como antes porque están los proveedores, el alquiler y demás --explica--, los empleados teníamos el sustento, y podíamos mantener a las familias”. Para Griselda, que usa bicicleta para evitar el colectivo, y tiene a su mamá “saliendo del covid”, el problema es la circulación. Hay que cuidarse, dice. Pero pide: “tienen que dejarnos trabajar”.
En Plaza Armenia tampoco hay gente en las calles. Los comercios están cerrados y los bares atienden en la puerta. Alan es mesero en un bar clásico de la zona, y es taxativo: “De coronavirus se va a morir un diez por ciento de la gente, pero si seguimos así, nos vamos a morir todos de hambre”. Duda sobre la cantidad de vacunas a disposición y no sabe si se van a fabricar acá. “Y si es así ¿cuándo será?” se pregunta. “Con el año que pasamos en cuarentena ya podríamos tener hospitales suficientes, camas, personal preparado” arriesga. Ahora hay dos voces para todos, dice. Se refiere a “la grieta”. Y eso corre el foco del problema, que pone “primero a la salud y después la economía”, acierta, pero no acuerda.
Para Diego, que saborea su café en la puerta de un bar en Plaza Armenia, el problema "es contraponer la economía y la salud”. Entiende que todo funciona en un sistema, dice, pero “estas medidas son injustas para la comida de mi hijo --detalla--, yo me cuido, mi familia se cuida, pero tenemos que pagar con esta situación, por los que no se cuidan”. Hay un descuido de la ciudadanía, dice. Y se siente “contento, pero no satisfecho con la medida”, porque otros “no obraron de la misma manera”. Su preocupación se expresa en un deseo: “que ahora, esos otros, eleven su nivel de conciencia”.