Cuando comenzamos con el entrenamiento para un sector del personal policial femenino, hace dos décadas, destinado a informar acerca de violencia sexual, las psicólogas del Programa Las Víctimas contra las violencias del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, escuchamos confidencias inesperadas.
Por ejemplo, si una mujer policía había sido golpeada por su marido --otro policía-- y llevaba encima la carga de un pómulo violáceo, no podía presentarse de ese modo para tomar servicio: debía maquillarse. Cualquiera fuese la zona del cuerpo que denotase el golpe dejándolo a la vista debía ser cuidadosamente ocultado. No figuraba de ese modo en el Orden del Día, pero no dependía de la decisión de la mujer. Así lo contaban hace varios años.
Resultaba difícil incluir en ese entrenamiento los principios básicos referidos a violencia familiar y sexual cuando se trataba de soportar aquello que debía ser sobrellevado en silencio en lugar de ocupar el lugar de la denuncia.
La historia de las mujeres se caracterizó por esta modalidad en la convivencia, que continúa imparable si bien hemos avanzado en lo que a denuncias se refiere. Inclusive cuando aparece quien por su posición y su rango --un comisario en función docente--debería ser prudente, no obstante se desborda. Sus subordinadas arriesgaron hacer visible la violencia y la denunciaron.
Los medios de comunicación agitaron el hecho haciéndose escuchar en todos los tonos, cuando dicho comisario cuyo trabajo como profesor lo ponía en contacto con sus alumnas se explayaba en detalles explícitamente sexuales. Entre ellos figuraba la conveniencia de tener relaciones sexuales con sus superiores para garantizar el buen trato al mismo tiempo que las advertía que durante su trayectoria quienes las comandaban tratarían “de cagarlas y cogerlas”.
Así sucedía durante las clases, descontando la tolerancia del alumnado, pobres chiquilinas que esperaban su título como policías. ¿Cuánto tiempo duró este trato? Podemos conjeturar que no comenzó repentinamente un día cualquiera, que por el contrario era un hábito en quien gozaba denigrando a las mujeres y adhería a las características de la perversión repitiendo sus violencias contra las víctimas. Que no lo son hasta que el perverso disfruta de la humillación de su silencio.
Pero en esta oportunidad, un grupo de alumnas enfrentó la situación y denunció. Así nos enteramos que en las filas de la policía puede cobijarse un volcán que utiliza su rango para violentar a las mujeres protegido por el papel de docente, probablemente suponiendo que en el ámbito policial y contra él no iban a atreverse a quejarse y denunciar.
Por ese motivo, que suponemos, tiene vigencia este ejemplo: por la suposición masculina que lleva siglos de duración. Los hombres que continúan suponiendo que el género mujer no abrirá la boca ante las violencias para evitar conflictos.
Estamos ante la teoría de las suposiciones, la suppositio de los medievales, cuando se conjetura a través de indicios "dar existencia ideal a lo que no lo tiene, dar por existente algo", por ejemplo la idea que puede conducir a un docente a abusar verbalmente de sus alumnas suponiéndoles estupidez y sometimiento.
La modalidad, masculinamente promovida, reclama un alerta sistemático por parte del género mujer, dado que la educación patriarcal de la cual provenimos insiste en la formación de mujeres entrenadas en el silencio ante las distintas variantes de las violencias: la advertencia parecería gratuita puesto que la mujer que se rebela es la que cotidianamente conocemos; pero la costumbre de callar aún ocupa la cotidianidad de las mujeres. No es suficiente la información que recomienda denunciar, para complicar mas aún la teoría de las suposiciones. Se puede suponer que recurriendo a una comisaría se encontrará apoyo e intervención para una queja, pero la nómina de feminicidios nos evidencia que las víctimas en reiteradas oportunidades plantearon cinco o seis denuncias sin lograr el resultado esperado. Todas ellas supusieron que obtendrían colaboración; es decir, en territorio de las suposiciones la tarea reside en saber que en los ámbitos de las violencias, si bien es imperativo denunciar, que no es suficiente; también existe el riego que proviene del “otro lado”. Los ejecutores de las sanciones y de los castigos pueden constituir un ejército de hombres dedicados a suponer que el género mujer debe mantenerse en pie de sometimiento. Si suponemos que alcanza con las legislaciones en favor de las mujeres nos mantendremos suponiendo, conjeturando mediante indicios, “tenemos leyes de protección” pero no son suficientes. Es preciso contar con el deseo y la capacidad para ejecutarlas, que no podemos suponer que existan en todos quienes ejercen el poder. Un poder que se fisura cuando las mujeres denuncian las violencias, de donde provengan.