Dos minutos puede durar una eternidad; y mil años, nada. Depende. Todo depende. Ochenta años podría parecer –o ser—también un toque, tanto como un tendal de tiempo. Tales son exactamente los que cumple Bob Dylan hoy, desde que su madre lo parió como Robert Allen Zimmerman en Duluth, el 24 de mayo de 1941. Caso ideal el suyo para refrendar eso de la subjetividad del tiempo, porque cualquier intención de objetivar su duración –la de la vida de Dylan-- colapsa antes de empezar. Él puede estar cumpliendo ochenta, doscientos, quinientos años. Y si se quiere ir hasta los setecientos, también puede ser. No porque se lo pueda imaginar naciendo en pleno renacimiento italiano –aunque algo de renacentista tenga, y de barroco, y de romántico— sino porque cuesta pensar que haya sido tanto, hecho tanto, curtido tantos soles, roles y puestas. Tantas lunas, mujeres y canciones, en apenas ocho décadas.
Porque Dylan, solamente Dylan, puede concentrar en su ser lo mismo que diez, veinte artistas que hayan marcado a fuego la música occidental moderna. O la poesía. O la rebeldía. O todo eso junto. Un Lennon, más un Roger Waters, más un Cohen no dan un Bob. Ni de lejos dan un Bob. Tampoco una Janis mixturada con Jagger, Lou Reed y el revirado Page. No porque sus canciones sean mejores, o más bellas que las de aquellos… Cualquiera de los nombrados hizo mejores que él, seguro. Más bien es por la completud. Por el contexto, la historia, la sinergia entre música y política; entre poesía e ideología; entre locura y realidad, pero sobre todo entre mito y cimentación del mito. Porque Dylan es un mito.
Un mito que se construyó a sí mismo, incluso, y que se puede detectar empíricamente en su temprano cambio de nombre –ante la justicia--, o mejor aún en aquella opereta que se inventó en el alba de los sesenta, recién llegado al bohemio Greenwich Village. Dijo entonces que era huérfano. Que había nacido en Oklahoma, vagabundeado por todo el país, sufrido hambre, y tocado Elvis Presley, y Little Richard. Una estrategia biográfica de farsante, bien trucha, que sin embargo logró lo que todo mito: explicar la realidad a través de una fábula, o de representaciones simbólicas reñidas con lo fáctico. E incluso presagiar tal realidad.
Cierto. Nunca había tocado el joven Dylan con Richard ni con Elvis. Menos aún, trashumado como un vagabundo por todos los Estados Unidos. Pero le pasaría. No exactamente igual, pero le pasaría. Y por demás. No como ese vate errante, idealizado, que mintió ser, pero sí por viajar por todo el mundo --giras interminables mediante-- a partir del momento en que se puso el mundo a sus pies. Tampoco tocó con Elvis, pero sí con un resto inmenso y, como tal, imposible de nombrar en estas líneas.
Con apuntar ciertos hechos, basta. Dylan es lo que es, significa lo que significa, porque publicó más de cincuenta discos; se puteó con varios enemigos; lo amaron muchas; aceptó el caos; fue ungido por su gurú Woody Guthrie; le rezó a muchos dioses –o a ninguno, cuando le dio por el agnosticismo--; fue y vino más que todos los que fueron y vinieron en el planeta rock; Lennon, por caos, lo reconoció como guía al momento de escribir canciones que dijeran algo; fue puteado en todos los idiomas en Newport 65´, donde lo habían nombrado rey del folk dos años antes; amó a Rimbaud; escribió varios de los más influyentes y estupendos temas musicales del mundo occidental.
“Like a Rolling Stone” tal vez pique en punta entre ellos, obvio, pero ¿cómo explicar la historia del rock –y géneros afines— sin la tempranas “Song to Woody” (“Estoy cantándote una canción que no te hace justicia / porque no hay muchos hombres que hayan hecho lo que tú”) y “Blowin´ in the wind”; sin “A hard rain´s A gonna fall”. Sin “Masters of war”, “The Hurricane” o “Knockin on heavens door”? Todas esas hizo, y muchas gemas más. Pero también contrastó con canciones feítas, como algunas de las que se encuentran sin traspirar en el pésimo Knocked out loaded.
El mito de origen rebalsa, además, al punto de mutar en empiria por miles de razones extra. Porque otra constante en el largo –o corto-- devenir del vate de Minnesota es que en su vida es todo demasiado. Lo críptico y hermético que siguió a su accidente motoquero en Woodstock. Lo contradictorio y ambivalente que agrega a lo predicho su militancia de izquierda en esos principios pacifistas, anti racistas, y los giros de ciento ochenta grados que dio cuando dedicó un disco a la Navidad (Christmas in the heart, otro fiasco), u osó ponerse codo a codo con Cristo como dejan entrever el maravilloso Slow train coming y en el no tanto Saved.
Recién después de toda esa zaranda vivencial, pendular, acomodó sus vísceras en un hueco apacible. Tras publicar el estupendo Time out of mind, el nuevo milenio le abrió la puerta –sépase disculpar la audacia— al mejor Dylan de la historia. Al más aplomado, equilibrado y sensato. Cierto es que cuesta afirmarlo con The Times They Are a-Changin' o, el preferido de Allen Ginsberg, Blonde on Blonde, en el archivo más querido y sensible de buena parte de la humanidad. Pero aquellos, aún con sus temazos, tienen el plus, la ayudita de haber acompañado un mundo que parecía tener otro destino. Un mundo en ciernes del que Dylan emergía como constructor, casi como principio motor, pero del que él mismo, con el paso de los años, se iría desencantando hasta llegar a un visible escepticismo.
En cambio éste, el del milenio que corre, el que siguió generando discos impecables –Modern Times, Love and theft, Fallen Angels— ya no carga con aquellos furiosos e imprevisibles contrastes de un pasado dotado de cumbres, desvíos, bellezas y recaídas. No hay atajos imprevisibles y bruscos en este Dylan que llega a los ochenta, increíble e impensadamente mejor que lo que hubiesen sospechado los cálculos más optimistas. Y mimado, claro. No por los Oscar, los Grammys, el Nobel, y todos esos ampulosos premios que el establishment usa y pag para lavar su imagen, sino porque se empezó a divertir. A mostrar los dientes, esbozar una sonrisa afilada, voltear los ojos hacia un costado y murmurar: "cómo cayeron, ¿eh?".