Ella es lesbiana, chongaza desde el momento cero; pampeana y profesora de biología; descendiente de indígenas sobrevivientes al roquismo y persona intersex. Hablar con Pauli Sosa es navegar un cruce de dimensiones y miradas sobre la forma de hacer ciencia y enseñarla, la lucha contra el discurso médico hegemónico y la patologización de la diversidad corporal; y una noción que sobrevuela: la idea de que el lesbianismo es feminismo no pago.
¿Qué nombramos cuando nombramos la I de LGBTI?
La intersexualidad es una experiencia corpórea en la que una persona no responde a las lógicas binarias normativas de lo establecido como femenino y masculino. Taxonómicamente, las corporalidades intersex son leídas como patológicas y en torno a eso se realizan distintos tratamientos crueles, destinados a eliminar esa dualidad que existe a nivel de las gónadas, de lo genital o de los cromosomas. Estas intervenciones incluyen cirugías normalizadoras sin otro fin que el estético. Esta lectura médica del cuerpo intersex como enfermo, anómalo y mal formado permite que el estado avale y garantice mutilaciones genitales en la infancia sin consentimiento.
¿Qué efectos tiene esta práctica en las personas intersex, además de las secuelas físicas?
-Si a un niño se lo mutila para que parezca otro, eso genera cierta desconexión entre la psiquis y la realidad corpórea. A mí, el discurso médico me decía que mi cuerpo no podía existir y lo describía con palabras horrorizantes. Corregir a los cuerpos bajo estas lógicas disciplinarias es una forma de tortura
Para Pauli no fue fácil construir su identidad política en torno a su corporalidad intersex. Hasta casi los 30 años prefirió no hablar de esa parte de su vida, que atravesó como un abuso sistemático donde sus genitales fueron constantemente sometidos a tocamientos y mediciones. Esta patologización comenzó cuando a los tres años y a los cinco la intervinieron quirúrgicamente. Desde ese momento hasta los dieciocho tuvo que tomar una medicación que le habían dicho que, sin ella, no podría vivir: un corticoide que disminuye la generación de testosterona para eliminar características leídas como masculinas. “Esto me llevó a desarrollar una patología que se llama síndrome de Cushing”, relata y señala cómo este tratamiento alteró su fisonomía, produciéndole una joroba de grasa en la espalda, manteniéndola constantemente hinchada, cansada, incómoda y débil.
¿Cómo estas vivencias influyeron en tu vínculo con tu cuerpo?
-Mi cuerpo es distinto, y cada vez que tenía un desánimo afectivo o mis relaciones no prosperaran, yo pensaba que era por esas experiencias que no podía poner en palabras. Obviamente, hay una relación directa entre tu corporalidad y cómo vas a sentir las distintas emociones de la vida, como el placer sexual: no poder hablar de esto me llevaba a anularlo; prefería que la otra persona gozara y eso tenía que ver con que me negaron esa vivencia. Pero nada se puede ocultar para siempre o hay que tener una dureza re zarpada para hacerlo.
A los 12 dijo “hasta acá” a las visitas médicas y pudo zafar de la que, para ella, es la peor de las cirugías: la vaginoplastía, una sentencia correctiva que implica normalizar genitales “hasta por ahí nomás”; que sean aceptables para la mirada masculina y que, sobre todo, permitan ser penetrados. Esta mutilación, que muchas veces se realiza extirpando tejidos de otras partes del cuerpo, como el intestino grueso, deja secuelas de por vida, dificulta el disfrute libre y no tiene en cuenta que hay otras prácticas sexuales gozosas por fuera de recibir un pene.
-Yo creo que mi cuerpo con clítoris grande, como era, hubiese sido una ventaja para mí y para la construcción de mi sexualidad, pero el médico nunca va a mirar con ojos que no sean los heterosexuales.
En la actualidad, Pauli participa de Potencia Intersex, un espacio sanador, colectivo y autogestivo que conformó con compañeras de distintas regiones del país al calor del Encuentro Plurinacional de Mujeres de la Plata, buscando darle un empuje político a sus vivencias. Además de tener asambleas semanales donde comparten experiencias, generan actividades concretas para denunciar la violencia médica hacia los cuerpos intersex. También investigan y producen información: ahora están trabajando en la creación de material educativo en el marco de la ESI “por personas intersex para personas intersex y endosex”.
Su activismo sigue en el colegio, donde aprovecha cualquier intersticio de sus clases para problematizar el discurso científico. Pero una de las cosas que más le gusta decir es que es lesbiana: “Me parece lo más de lo más”, dice y se ríe, “todo el tiempo lo digo, porque yo viví una infancia negada de lesbianas, no tuve una referencia para sentir que se podía existir bajo una lógica lésbica”.
¿Cómo confluye tu identidad lésbica con la intersex?
-Me hizo muy bien asimilar que soy lesbiana, que soy chonga, y convertir todos los insultos que tenían hacia mí en bondades y hacer esa intersección es algo re grato, una alianza alegre y ventajosa. Mi activismo es intersex y lésbico y es lo que quiero seguir construyendo: hacer cada vez más visible que no somos cuerpos patológicos, que tenemos deseos diversos y que podemos organizarnos en torno a eso. Yo siento que hay una guerra contra las lesbianas. Hace poco, conocí a una nena intersex de ocho años que vive en La Plata y el argumento principal con el que convencieron a la madre para que la intervengan es que iba a ser lesbiana cuando sea grande.
¡¿Y cómo saben eso?!
-¡Lo saben! No lo escriben en sus pappers, pero lo saben, lo ven con el retorno, cuando volvemos de grandes, saben que a un gran porcentaje nos van a gustar las mujeres. ¡No sé por qué! No voy a entrar en ninguna especulación biologicista porque no es por ahí, pero la mayoría de personas intersex con mi variedad, que es el 70%, son lesbianas. De hecho, la primera persona intersex en hablar del tema fue una lesbiana en Estados Unidos, Cheryl Chase, una chonga cansada de que no la dejen formar parte de espacios de mujeres.
¿Te convoca el movimiento feminista?
-Al feminismo le cuesta un montón levantar la bandera de las tortas. Cuando murió Ali Caf, en la calle éramos diez pidiendo que entreguen su cuerpo.
Aunque Pauli reconoce que se siente muy identificada con las mujeres trans por la violencia institucional que viven, “en este momento, para la lucha intersex es más ventajoso aliarse con los movimientos de la diversidad corporal, como el activismo gordo o disca, que construyen resistencias similares contra la violencia médica”.
“Lo que tenemos que hacer (las personas intersex) es tomarnos una distancia con movimientos LGBTI”, reflexiona, y asiente en que en muchos espacios “disidentes” está la “I” pero no hay nadie “I” ni se trabaja la “I”.
Pero si algo tiene claro es que, si algún día la suben a un patrullero, las que la van a ir a buscar son las tortas: “Las lesbianas somos sostenedoras desde siempre, desde el inicio de los movimientos feministas. Yo creo en las tortas, por eso me acerco a ellas; a las tortas que están en la calle, a las tortas anarcas que arman redes de apañe, a las tortas que si hay que hacer una manifestación no van a darse besitos, se organizan para ir a tirar piedras”.
Y tirando piedras fue que conoció a su compañera, Mar. Pauli estaba en una fiesta en el Festival Disidente de El Bolsón, después de haber ido a una manifestación contra un bar donde los dueños habían violentado a unas maricas. “Fue esa noche la primera vez que me sentí tan libre, en ese espacio en que me sentía tan parte; en mi pueblo casi no salía porque los boliches son re pakis pero ahí sí era re yo; andaba adentro del boliche en bóxers, re en pedo, en corpiño, había otras tortas en tetas, todo re diverso y ahí la vi, bailando con los ojos cerrados arriba del escenario. Era un lugar para estar viendo todas esas hermosidades, pero ella estaba mirando para su interior, como introspectiva, re comprometida con el baile. Me fui acercando de a poquito y después me dio un beso y así nos agarró el último cacho de la noche, a los besos”.
Aunque la veo un poco pixelada del otro lado de la pantalla, me doy cuenta que Pauli se puso roja; por detrás pasa Mar, pidiendo perdón por haberse emocionado hasta las lágrimas y le aprieta los cachetitos, ahora colorados. Se dan un beso. Un gato blanco aparece en escena. “Una merece un poco de felicidad, no todo tiene que ser tan heavy todo el tiempo”, confirma y se ríen