En la boca de Miriam Makeba rugen las sílabas antes de salir a cubrir el infinito. ¿Cuántos instrumentos musicales se necesitan para alcanzar tantas notas como las que Miriam lanza con esa boca en este mundo? “Trabé con cada sílaba los bienes que más temí perder” escribió Olga Orozco en un verso que siluetea la voz que hamacan las comisuras de Makeba. Con tics adquiridos de cetro y manto el mundo a quién Makeba le cantó la nombró Emperatriz de la canción africana -usaba aros grandes y lucía gloriosa vestidos y accesorios de su tierra natal- y portavoz afinada contra el apartheid.
Nació en un suburbio de Johannesburgo y la llamaron Zenzile, un nombre que sobrelleva un aforismo que dice algo así como que no tenés que culpar a nadie más que a vos mismx. Huérfana temprana de padre vivía con su mamá, sanadora espiritual y empleada doméstica, cuando el apartheid llegó para quedarse. Miriam era una adolescente, había parido a su hija Bongi, sobrevivido a un cáncer de mama que fue tratado “de manera poco convencional, pero con éxito” por su madre y estaba cerca de divorciarse de su primer marido (otros cuatro llegaron después). Siempre quiso cantar -o eso le contó su recuerdo- hasta que finalmente llegó la música como profesión con rumores de jazz y ragtime agitados con himnos religiosos.
Ser parte de Los Cuban Brothers, Skylarks (grupo propio donde cantaban solo mujeres) y Los Manhattan Brother completaron el buen trago. Cuando la música la sacó de casa no imaginó que no iba a volver, una gira por África y su cara cuerpo en un documental crítico sobre la situación sudafricana la teletransportaron a Venecia, Londres y New York donde cantó en un programa de televisión y grabó sus primeros discos como solista bajo el ala protectora de Harry Belafonte, con quien compartió en Grammy en 1965. Sudáfrica estaba lejos y mucho más lejos cuando supo que no podía ir al entierro de su mamá porque su pasaporte estaba revocado.
Aquel día fue el primer día de treinta años de exilio. La casa prestada -que no siempre fue benévola- tenía a Kennedy, Marilyn, Bing Crosby y Marlon Brando sentados en una silla hecha butaca, África seguía lejos. Volvió a su continente en 1962, cuando dio el primero de muchos discursos sobre el apartheid en Kenia. El sur seguía con las puertas cerradas cuando llegó el marido dos -cuyo nombre solo se olvida- y el número tres, un trompetista sudafricano. Cantaba Malaika (una de sus canciones de repertorio más famosa) cuando conoció en Guinea al Pantera Negra, Stokely Carmichael, el marido número cuatro, estuvieron juntos más de diez años. El quinto fue el ejecutivo de una aerolínea con quien vivió en Bruselas. Miriam seguía sin poder volver a casa y tampoco era bien recibida en algunas casas ajenas.
Prohibida en Francia,
abucheada en Viña del Mar (le dedicó su Pata Pata a Allende vitoreando
“viva la revolución chilena”) veía cómo levantaban el felpudo de bienvenida de
la puerta cuando un desvarío emocional se apoderó de ella tras la tragedia, Bongi
y su tercer nieto habían muerto en el parto. Vapuleada
y santificada volvió a casa en el umbral de euforia Mandela. Habían pasado
treinta años y era para muchxs casi una desconocida. El reconocimiento había
quedado afuera y fue afuera, en un escenario napolitano, donde murió cantando
contra la mafia racista. “Saguquga sathi bega
nantsi Pata Pata” canta Miriam en un video de los años sesenta mientras se
desliza de arriba hacia abajo en vaivén ondulante como solo pueden el agua y el
aire, es su canción más famosa y muy pegadiza, honrosamente pegadiza; en otro
video, cuando canta Mbube, las estridentes sílabas de alivio que salen
de su boca escriben un poema a mar abierto que endiosa el corazón de quien la
escucha. Hay más.