En Estados Unidos se socializa a las mujeres de todas las razas para que contemplen el racismo exclusivamente en el contexto del odio racial. En concreto, en el caso de las poblaciones blanca y negra, el término “racismo” suele considerarse sinónimo de discriminación o prejuicio contra las personas negras por parte de las blancas. El primer encuentro que tienen las mujeres con el racismo como opresión institucionalizada es a través de la experiencia personal directa o mediante la información extraída de conversaciones, libros, el cine y la televisión. De ahí que el entendimiento de la mujer estadounidense del racismo como arma política del colonialismo y el imperialismo sea muy limitado. Experimentar el dolor racial o ser testigos de este no es sinónimo de entender su origen, evolución o impacto en la historia mundial. La incapacidad de las mujeres estadounidenses de comprender el racismo en el contexto de la política de su país no se debe a ninguna deficiencia inherente a la psique femenina. Simplemente refleja el alcance de nuestra victimización.
Ningún libro de historia utilizado en escuelas públicas nos habló del imperialismo racial. En lugar de ello, se nos explicaron conceptos románticos del “Nuevo Mundo”, el “sueño americano” o Estados Unidos como el gran crisol donde todas las razas se hermanan como una sola. Nos explciaron que Colón “descubrió” América; que los “indios” arrancaban cabelleras y asesinaban a mujeres y niños inocentes; que se escalvizó a los negros por la maldición bíblica de Canaán, que fue el propio dios quien decretó que serían ellos quienes talaran la leña, larbaran los campos y transportaran el agua. Nadie habló de África como la cuna de la civilización, ni de los pueblos africanos y asiáticos que llegaron a América antes que Colón. Nadie tildó de genocidio los homicidios masivos de los amerindios ni de terrorismo la violación de mujeres amerindias y negras. Nadie estudió la esclavitud como los cimientos sobre los cuales se ha apuntalado el crecimiento del capitalismo. Nadie describió como opresión sexista la reproducción forzada de esposas blancas para aumentar la población blanca.
Soy una mujer negra. Estudié en escuelas públicas exclusivamente negras. Crecí en el sur, rodeada de discriminación racial, odio y segregación forzosa. Y, sin embargo, la educación que recibí respecto a la política racial en la sociedad estadounidense no difirió de la que recibieron las estudiantes blancas a quienes conocí en los institutos integrados, en la universidad, o en diversos grupos de mujeres. La mayoria de nosotras entendíamos el racismo como un mal social perpetuado por personas blancas con prejuicios que podían superarse mediante el establecimienton de lazos entre negros y blancos progresistas, la protesta militante, los cambios legislativos o la integración racial. Las instituciones de educación superior no hicieron nada por ampliar nuestra limitada comprensión del racismo en tanto que ideología política. (...) Si las mujeres aspiran a librar una revolución feminista (y el mundo clama por una revolución feminista), entonces debemos asumir la responsabilidad por unirlas mediante la solidaridad política. Y eso comporta que debemos asumir la responsabilidad de eliminar las fuerzas que dividen a las mujeres. El racismo es una de esas fuerzas. Las mujeres, todas ellas, somos responsables por el racismo que sigue dividiéndonos. Nuestra voluntad por asumir la responsabilidad por la erradicación del racismo no debe partir de la culpa, la responsabilidad moral, la victimización o la rabia. Puede emanar de un deseo sincero de hermandad y del entendimiento intelectual personal de que el racismo entre las mujeres debilita la radicalidad potencial del feminismo. Puede brotar de que el racismo es un obstáculo en el camino que debemos apartar. Y aparecerán nuevos obstáculos si lo único que hacemos es perdernos en el debate infinito de quién lo colocó ahí.