Simone Biles tiene al mundo malacostumbrado: como mejor gimnasta del planeta, suele ser noticia cada vez que compite, rompiendo barreras con maniobras rara vez vistas. Algunas ya llevan su nombre, y si repite el Yurchenko Double Pike -salto que nunca antes una mujer había realizado en escenario oficial- cuando se presente en los Olímpicos de Tokio, el movimiento también lo tendrá. La figura -una voltereta sobre el trampolín y un doble salto hacia atrás- es de las más complejas y peligrosas de la gimnasia artística, por la altura que se debe alcanzar y la precisión en la caída. Biles la completó sin despeinarse los pasados días, en el US Classic de Indianápolis. “Simone quiere cambiar el preconcepto de la gente que cree que este salto no puede realizarlo una mujer”, había anticipado su entrenadora, Cecile Landi, compartiendo la motivación extra de una supercampeona sobrada de incentivos. Por caso, notar a medida que crecía que faltaban afroamericanas en el deporte. “Por eso me emocionó tanto que Gabby Douglas ganara el oro individual en Londres, en 2012, primera atleta negra en conseguirlo. Si ella, que se parecía a mí, podía lograrlo, yo también podría algún día”.
Del dicho al hecho, ningún trecho: desde que irrumpió en escena en 2013, Biles no ha parado de colgarse medalla tras medalla; es la persona más condecorada en gimnasia artística, sin más. Cuando se presente en Tokio en dos meses, por cierto, el aliciente será “dar voz a la sobrevivientes de abuso”, según ha declarado. Como se sabe, ella fue una de las víctimas de Larry Nassar, el mayor depredador sexual del deporte estadounidense, que como médico del equipo olímpico abusó de cientos de niñas y adolescentes durante casi dos décadas.
“Biles parece tener una relación diferente con la gravedad que el resto de los mortales. Es capaz de doblar tanto el tiempo como el espacio”, se derriten expertas voces sobre esta atleta de metro 42, que en los Juegos de Río se hizo de 4 medallas de oro, convirtiéndose en la primera estadounidense en alcanzar tamaño logro en una misma edición olímpica. Por esos días, corroboró el famoso refrán sobre cuán odiosas son las comparaciones: “Ni soy la próxima Usain Bolt ni soy la próxima Michael Phelps: soy la primera Simone Biles”. Primera y única, continúa ganando títulos con pasmosa consistencia. Ya es habitual verla innovar con rutinas que, en ocasiones, son puntuadas por debajo de lo esperable. “Para disuadir a otras atletas de intentarlo por su grado de peligrosidad”, susurran por lo bajo miembros de la Federación Internacional de Gimnastas.
Y eso que tiene 24, lo cual zanja aquello de que el pico de rendimiento de las atletas es a los 16 pirulos. Un tema álgido que encuentra detractoras entre las propias deportistas: cada vez son más las que piden que se eleve el mínimo de 16 a 18 años para participar de eventos de alto rendimiento, dadas las exigencias extremas, físicas y mentales, que conllevan. Otra controversia, muy sonante en Alemania e Inglaterra: la vestimenta, que “sexualiza y cosifica”, con atletas arrimándose a trajes de cuerpo entero en vez de la típica, reveladora mallita.
Biles nació en Columbus, Ohio, en 1997. Como su madre biológica era adicta a las drogas y su papá se había borrado, asistentes sociales pusieron a la pequeña y a sus tres hermanos en un orfelinato. En el patio del hogar había una hamaca, y la chicuela de 3 gustaba balancearse alto para luego, voltereta hacia atrás, volar por los aires. Eventualmente, Simone y Adria, su hermana menor, fueron adoptadas por su abuelo Ron, un sargento retirado que laburaba como controlador de tráfico aéreo, y por Nellie, su segunda esposa, una enfermera; mientras que Tevin y Ashley, los hermanos mayores, se fueron a vivir con una tía abuela. En su nueva casa en los suburbios de Houston, una Simone minúscula solía correr al jardín nomás despertarse: había un trampolín que la traía loca. Inquietísima, gustaba también hacer flexiones de brazos y saltar de un sillón al otro.
Para encauzar tanta energía, a los 6 la anotaron en clases de gimnasia, donde profes rápido notaron que tenía pasta para la disciplina. La parte superior de su cuerpito era excepcionalmente fuerte: cuando otros párvulos subían la soga unos palmos, ella llegaba al techo ¡y había que rogarle que bajara! También mostraba una habilidad nata para ubicarse en el espacio aún dando giros y giros. Aimee Boorman, su entrenadora, no tiraba de la cuerda: pronto entendió que Simone era una chica con carácter, bien plantada, que no hacía nada que no quería.
De allí que, cuando la muchacha fue invitada a
los 14 a un campamento en el Károlyi Ranch, antiguo centro de entrenamiento del
equipo nacional dirigido por el matrimonio rumano Béla y Martha Károlyi, la
experiencia le resultara shockeante. En las 800 recónditas hectáreas de Texas,
los entrenamientos eran repetitivos, extenuantes, y el dúo -castrense,
implacable- ejercía lo que algunas deportistas han descripto como “un régimen
de terror y silencio”. Reputada por haber formado tanto a Nadia Comaneci como a
Mary Lou Retton, Martha intentó prohibir a Simone que festejara los logros de
sus compañeras y se riera durante los ejercicios. También le pedía realizar
movimientos terriblemente peligrosos. Un estilo que sentaba fatal a Biles, pero
al que tuvo que adaptarse al entrar a la selección juvenil nacional, a
sabiendas de que era el único camino para llegar a los Juegos Olímpicos. Así
las cosas, si un truco podía ponerla en jaque, se negaba; si quería sonreír, mostraba
hasta las muelas de juicio. Esfuerzo, bríos, perseverancia, y más medallas de
las que un cuello podría resistir, la convirtieron en la reina absoluta. Del
tipo que, aún en funciones, supo cuándo tomarse una pausa, como aquel sabático en
el que aprovechó para reponerse y darse unos gustitos (escribir la
autobiografía Courage to Soar,
viajar, participar de Dancing with the
Stars), para volver luego a la carga y seguir deslumbrando con piruetas
imposibles, que efectivamente desafían la gravedad.